Magno Garcimarrero
En el octosexto aniversario natal de mi hermano gemelo Benjamín y mío y, a once años de su partida, después de haber vivido juntos los buenos, los malos, y los peores momentos de nuestra vida paralela, para no variar soñé con él, viéndolo idéntico a mí, como en la última fotografía que nos tomamos en Querétaro, en el último encuentro de gemelos, triates, cuádruples y otros especímenes de partos múltiples. En el sueño me decía que ya había llegado el momento de “reunirnos acá” … ¿Cómo “acá”?… ¿En el más allá? -le preguntaba yo incrédulo- y él reafirmaba: Si, en el más acá… Porque, bueno, comencé a entender que lo que para nosotros los vivos es el más allá, para los difuntos es el más acá… es lógico.
Sobresaltado, desperté en medio de la noche, negra y lacrimógena de chipichipi y, entré al wáter. Los viejos de 86 años tenemos que visitar el WC como primera acción de cada día, si no es que, en muchas ocasiones durante las horas nocturnas, así que, frente al espejo, infaltable en todo sanitario del mundo civilizado, me quedé mirando mi rostro desmañanado, con la extrañeza de quien ve a un ser desconocido.
Mi pensamiento regresó al sueño, pero esta vez comparando el rostro lozano de mi hermano Benjamín, con el que estaba mirando en el espejo: ajado, manchado de lunares de anciano, atacado por la blancura pilosa de una barba mal afeitada y, los pocos pelos de la cabeza vueltos hacia arriba, como si hubiera dormido en posición de vampiro, colgado de los pies. El corazón y el cerebro me dieron sendos vuelcos: ¿al llegar al más allá, podrá reconocerme mi hermano gemelo? Porque, bueno, ni la ciencia ni las religiones han dicho nada al respecto, pero parece lógico que, si se pasa a la vida eterna, será con la fisonomía que se lleva en el momento de dejar esta vida pasajera. De ser así, ¿cómo podría reconocerme si ahora parezco su abuelito y no su gemelo?
Y si para acabarla de amolar vivo más, digamos hasta los 98 años, como vivió mi tía Anacleta, no solo le costará trabajo reconocerme, sino que de lograrlo ya no vamos a empatar en nada, él podrá quizá seguir tocando “La fuma en la boca” en el piano de un burdel celestial como era su deseo, en cambio yo querré irme a dormir a las seis de la tarde, después de cabecear la siesta desde las cuatro, como acostumbro ahora.
Él podrá comerse una docena de garnachas de Rinconada, más dos huevos duros y un plátano morado, escanciado con el agua de dos cocos, como solíamos hacerlo cuando íbamos a Veracruz, mientras yo apenas podré digerir una sopa Maru-Chan. Él seguirá riéndose del mundo entero, mientras yo pierdo el humor, que es el más claro síntoma de la decrepitud.
M. G.