Luis Farías Mackey
Las civilizaciones más antiguas escuchaban a los dioses por el viento a través de la fronda de los árboles. Sin embargo, sólo empezaron a hablar con ellos a través de la risa. En la tragedia y comedia griegas, los coros siempre eran de sátiros que se burlaban por igual de hombres y dioses.
Y si hoy algo hemos perdido en México es nuestra capacidad de reír. Estamos muy ocupados odiándonos los unos a los otros, temiéndonos todos o cargando la lápida del sinsentido de nuestros días.
El poder, con su fuerza y soberbia, con su “investidura”, es también contrario a la risa que no sea la suya propia; más cercana a la burla y al escarnio que a la alegría.
Porque la risa desacraliza al poderoso, lo iguala a cualquiera. De ser necesario, lo ridiculiza.
Es la risa que le causa al niño la desnudez del Rey la que lo lleva a señalar lo que todos ven y callan miedosos y avergonzados. El niño al reírse del Rey no sólo lo desnuda; lo ridiculiza y desempodera; lo somete a la realidad.
En la carpa mexicana había más política que en las urnas y el gobierno mismo. En ellas el ciudadano reía a sus anchas y ejercía la más libre y acida de sus críticas.
Mal hacemos en discutir con López Obrador, en enojarnos con él; en combatirlo. Lo único que merece de nosotros es nuestra más rotunda y generalizada carcajada. Nuestro odio lo alimenta, nuestra oposición lo crece, nuestra crítica lo halaga. Nuestra risa lo desbarata, confunde y aterra.
Riamos.