El sonido y la furia
Martín Casillas de Alba
Josef Albers, Homenaje al cuadrado: Precinto, 1951.
Ciudad de México, sábado 5 de septiembre, 2020. – Hace años leí El Arte como terapia de Alan de Botton y John Armstrong (Océano, 2014). Desde entonces estoy convencido que el arte puede ser un medio terapéutico por varias razones: nos puede servir como guía, nos puede estimular y nos puede consolar –como se consoló Lucrecia, la esposa de Colatino después de haber sido violada, al ver un cuadro donde estaba Hécuba totalmente desecha– de tal manera que se trate de la literatura o del arte plástico en los muesos y galerías o del arquitectónico, deseamos que el arte funcione como terapia.
Dicen los dos autores que las obras de arte son una herramienta, una extensión del cuerpo o del alma, hecha para satisfacer alguna de nuestras necesidades con las que compensamos las carencias físicas o psicológicas y que deben funcionar como una cuchara que suple nuestra incapacidad para que podamos tomar un consomé de barbacoa hirviendo o un buen caldo de gallina.
De esta manera el arte podría satisfacer alguna de nuestras carencias, alguna de nuestras debilidades psicológicas para que nos ayude a colmar esas grietas. Alain de Botton ha localizado siete flaquezas y, por eso, propone siete funciones del arte, como son: recordar a un ser querido o un evento importante; mantener la esperanza vigente; tolerar nuestra tristeza; volver a equilibrarnos; entender mejor las cosas de la vida; crecer y madurar o, finalmente, apreciar más lo que nos rodea.
Hace unos días empecé a hojear un cuaderno con varias pinturas seleccionadas por el Museo Metropolitano en Nueva York de obras realizadas entre 1945 y 1985, cada una de ellas colocada en un par de páginas. Cuando llego a la página 20 veo Attic una obra de Kooning hecha en 1949: la obra completa en la par y, en la non, un acercamiento; en la siguiente está Autumn Rhythm (1950), una obra de Pollock; al ver estas dos obras quedé abrumado, como si me refregaran en la cara ese caos en el que estamos inmersos con el virus que pulula invisible y que ha acabado con más de sesenta y cinco mil vidas en México.
Me quedé perturbado al ver esas dos obras… ¡ah!, pero al pasar a la siguiente página, después del acercamiento de la obra de Pollock, entendí con claridad lo que quería decir Alain de Botton cuando aseguraba que hay obras que nos permiten “volver a equilibrarnos”, tal como me pasó en esa página cuando, de pronto, siento un descanso, un especie de equilibrio que me urgía encontrar en alguna parte, tal como lo encontré en el Homenaje al cuadrado: Precinct de Josef Albers (1951).
Respiré hondo, como si descansara mi alma al comprobar que en esta vida hay una cierta armonía. Se me apaciguó el ansia y me sentí tranquilo, tanto, que me aligeró por un momento esa pesadumbre de vivir en medio de un caos. Vi una y otra vez esa obra y fui sintiendo una paz conmigo mismo que me hacía falta.
Recordé que así es como me siento cuando visito la Casa Luis Barragán en la Ciudad de México que es una obra de arte de la arquitectura, inscrita en la lista de Patrimonio Mundial de la UNESCO que, por cierto, volvió a abrir sus puertas el jueves pasado con todas las medidas de la nueva normalidad. Cada vez que entro a la sala que tiene esa doble altura y veo el ventanal que da a un jardín tan particular, la sangre me vuelve al cuerpo, respiro profundamente y estoy seguro de haber encontrado un cierto equilibrio.
El cuaderno abierto con la obra de Albers lo he puesto sobre el atril de la sala y cada vez que lo veo, repito, como si fuera un mantra: “hay orden, paz y equilibrio en este mundo.”
Con esta experiencia he comprobado que en las artes podemos encontrar lo que nos hace falta, como el equilibrio o el recuerdo del pasado o cómo entender mejor la vida, y de esta manera compruebo que el arte puede servir como terapia.