Por: Javier Peñalosa Castro
En Nueva York se está luchando por elevar el salario mínimo que se paga por hora a las personas que trabajan en cadenas de restaurantes de comida rápida de 8.75 dólares a 15 dólares. El equivalente en pesos sería —si hacemos un cálculo conservador del tipo de cambio a 16 pesos por dólar— de 240 pesos por hora, y de 1,920 pesos por cada jornada de ocho horas.
Sin duda, el contraste entre esa percepción y los 70.10 pesos diarios que se pagan en las zonas de salarios mínimos más elevados en México es sencillamente brutal, pues un trabajador poco calificado recibirá diariamente en un McDonald’s neoyorquino lo que, por ejemplo, un empleado de los que trabajan en grandes empresas de limpieza en el Distrito Federal tarda casi un mes en ganar.
La propuesta en Nueva York es aumentar en cerca de 72 por ciento el mínimo en este tipo de establecimientos, que son los que menos pagan a sus trabajadores. Si en México se hiciera un esfuerzo similar con el salario mínimo, estaríamos hablando de llevarlo de poco más de 2,100 a 3,600 pesos, aproximadamente. Sigue siendo una suma miserable, pero alcanza para un poco más.
Reza el dicho popular que “toda comparación es odiosa”. Convengo parcialmente en ello cuando se trata de hacerla entre lo que ocurre en la ciudad de México y la de Nueva York. Sin embargo, puede haber atenuantes si acudimos a un examen de este tipo y contrastamos el salario actual con el que se otorgaba hace algún tiempo en nuestro propio país. En tal caso, es muy probable que coincidamos con Jorge Manrique en que, “a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor”.
Recuerdo bien que el sueldo que recibía yo por el primer trabajo que tuve, allá en 1973, equivalía precisamente a un salario mínimo, y que éste rondaba, como el de ahora, los dos mil pesos. Sin embargo, por aquel entonces el kilo de carne costaba 20 pesos, el pasaje del camión, entre 30 y 50 centavos, el Metro, un peso, la comida corrida en una fonda, entre cuatro y cinco pesos, el cine, entre cuatro y seis pesos y los refrescos y palomitas que se comparaban durante el intermedio, un peso, un antojo callejero, como una quesadilla, entre 80 centavos y un peso, el litro de gasolina, también entre 80 centavos y un peso, un Volkswagen del año, $27,010 pesos (el equivalente de un año de trabajo más 45 días de aguinaldo), un café, dos pesos. Como podemos ver con estos ejemplos, dos mil pesos eran un salario relativamente justo y alcanzaban para que una familia satisficiera sus necesidades de alimentación, vestido, transporte e incluso diversión.
Cierto es que aún se vivían los últimos días del llamado desarrollo estabilizador, que estábamos en el sexenio de Luis Echeverría, quien a juicio de muchos protagonizó, junto con su amigo y sucesor, José López ¨Portillo, la llamada “docena trágica” —1970 – 1982—, pero nada parece motivo suficiente para que, a partir de entonces haya ocurrido una catástrofe como la que sufrió el poder adquisitivo de los salarios, y en especial de los mínimos.
Uno de los periodos en los que más valor perdió el salario de los trabajadores fue durante la otra “docena trágica”, la que protagonizaron Vicente Fox y Felipe Calderón, encandilados ambos con el llamado neoliberalismo económico que impusieron a este País entre Miguel de la Madrid, Carlos Salinas y Ernesto Zedillo. Tanto Fox como Calderón no se cansaron de presumir el desempeño de la macroeconomía, en tanto que, en los hechos, dejaron al garete aspectos tan importantes como la producción de alimentos, el fomento de las pequeñas y medianas empresas, el trabajo y la seguridad social, sólo por citar algunos de los más graves problemas.
En suma, el saldo de estos poco más de treinta años de política económica neoliberal es una desigualdad espantosa, en la que coexisten unos cuantos miembros del club de Forbes, que acumulan miles de millones de dólares de fortuna personal, con más de 55 millones de pobres —según se reconoce en cifras del propio Gobierno—, con la oferta de mantener una baja inflación, un crecimiento del PIB que jamás se alcanza y la eterna promesa de crear un millón de empleos al año.
Durante todos estos años el Gobierno poco o nada ha hecho para combatir la pobreza con acciones de fondo y ha sido cómplice de empresarios que pagan mal a sus trabajadores y peor al propio gobierno, como ha quedado demostrado con las escandalosas exenciones otorgadas a grandes monopolios. En cambio, se mantienen programas como Oportunidades, Prospera, las raquíticas pensiones que se otorgan a los adultos mayores y la rimbombante Cruzada Nacional Contra el Hambre, a través de los cuales se otorgan ayudas —más parecen limosnas— a los más pobres, a cambio de que comprometan su voto.
En Nueva York, un salario del equivalente a 2,000 pesos diarios apenas alcanza para sobrevivir a los empleados más pobres. Aquí los 55 millones de desposeídos y muchos millones más se conformarían con la quinta parte para satisfacer sus necesidades más elementales. Sin embargo, luce lejano el día en que los trabajadores mexicanos vuelvan a tener niveles de bienestar similares a los de aquel lejano 1973, especialmente porque no existe la voluntad de hacerlo por parte de empresarios, autoridades ni sindicatos.