Javier Peñalosa Castro
Pareciera que el único proyecto viable e intocable es el del nuevo aeropuerto de la ciudad de México. Nadie duda de la necesidad de ampliar la capacidad de operaciones aéreas en la capital de la República. Lo que sí es cuestionable es si esta obra, que aún tardará un tiempo en arrancar, es el único detonador que requiere la economía para reanimarse. En todo caso, estoy cierto de que esta prioridad no debe anteponerse a la atención de renglones fundamentales para el País, como la educación y el desarrollo científico y tecnológico, que no puede seguir postergándose, y que, mucho menos, se deben gastar recursos preciosos, como las reservas monetarias, para aplacar a los especuladores, en vez de sentar las verdaderas bases del crecimiento que aporta la educación.
Desde hace más de treinta años la economía de nuestro país sufre una sacudida tras otra, y la tormenta pareciera no tener fin. Los gobiernos neoliberales, de Miguel de la Madrid a Enrique Peña Nieto —pasando por los de la docena trágica de la llamada alternancia, encabezados por Vicente Fox (que cada día se perfecciona como la versión mexicana de Donald Trump) y Felipe Calderón—, en aras de mantenerse en el agrado del FMI y de los personeros de las principales economías del mundo, han mantenido, al menos en el dicho, un desempeño aceptable en lo que concierne a las llamadas variables macroeconómicas, que son una inflación supuestamente controlada (oficialmente crece a un ritmo cercano al tres por ciento anual, pero en los hechos no hay salario que alcance para vivir en la “honrosa medianía” a la que aspira la mayoría de los mexicanos), una moneda sólida (aquí también nos han quedado a deber, pues el peso vale cada vez menos frente a las principales divisas), un crecimiento sostenido del Producto Interno Bruto (las estimaciones siempre se ajustan a la baja, y durante los más de seis lustros de neoliberalismo económico jamás hemos alcanzado tasas remotamente semejantes a las de China o la India, que durante más de dos décadas han tenido un crecimiento notable en su economía, incluso, por momentos, a un ritmo anual de dos dígitos), el millón de empleos bien remunerados (que prometen crear cada año desde hace más de 40, que jamás se alcanza, y mucho menos se supera para compensar donde nos quedamos cortos) y una deuda externa manejable (aunque creciente).
Las naciones que han puesto el ejemplo de cómo lograr un crecimiento sostenido han invertido durante años en educar a sus jóvenes y en impulsar el desarrollo científico y tecnológico. ¿Quién hubiera dicho, hace apenas cincuenta años, que China y la India llegarían a ser potencias no sólo por haber construido la bomba atómica y tener poblaciones de cientos de millones de personas, sino por la calidad indiscutible de sus científicos, ingenieros y otros profesionistas, a quienes literalmente se pelean a “billetazos” en mercado laboral global? Muy pocos. Sin embargo, hoy es una realidad que ambas naciones, si bien enfrentan aún serias inequidades, injusticias y contrastes, se han consolidado como referentes en numerosos y diversos campos del conocimiento y, paulatinamente, en la economía. En ambos casos, la situación actual ha sido resultado de años de inversión y paciencia para formar el talento humano que requerían para apuntalar el crecimiento económico y el avance en todos los ámbitos: desde las ciencias y la tecnología hasta las artes y los deportes.
Las cacareadas reformas estructurales, anunciadas como panacea de los males económicos nacionales, de poco han servido, y lo que se ve en el panorama son más bien signos ominosos que soluciones geniales. A quienes tenemos memoria nos recuerdan otros graves momentos de crisis. Basta ver cómo los bancos se cansan de ofrecer créditos a diestra y siniestra, cuando el desempleo va en aumento y la capacidad de pago del mexicano promedio ha disminuido, más que crecer, como ocurrió antes de la debacle que terminó con la intervención del Fondo de Protección al Ahorro Bancario —el tristemente célebre Fobaproa— para salvar a los bancos de la quiebra, en tanto que forzó a los ciudadanos “de a pie” a renegociar —en condiciones por demás desventajosas— sus hipotecas y pagar el doble y el triple de lo que adeudaban (a más de 20 años de distancia, existen miles de créditos en UDIS que han resultado punto menos que impagables).
Como parte de estas reformas está la llamada apertura del sector energético, que no es otra cosa que la venta de activos petroleros y la culminación del desmantelamiento de Pemex, que también nos llevan a recodar episodios como la doble privatización de la banca, los rescates de empresarios que se embarcaron el proyectos carreteros fallidos, el saneamiento financiero y la venta a precios de ganga de Aeroméxico y Mexicana, una y otra vez, y el remate de todas las paraestatales, sin que los generalmente magros ingresos obtenidos por su venta se hayan reflejado en el bienestar de los mexicanos.
En teoría, también la educación forma parte de estas reformas. Sin embargo, a casi tres años del actual gobierno, lo único de lo que se habla es de las evaluaciones, que tanto descontento han sembrado entre los maestros. Poco o nada se sabe de capacitación, de nuevas instituciones educativas o de inyectar más recursos a este sector vital para el sano desarrollo del País. En cambio, periódicamente se anuncian nuevos recortes y se habla de dificultades en el flujo de recursos para el fomento de la cultura y las artes. Seguramente si se da a la educación, la ciencia y la cultura una atención similar a la que se da a la construcción del nuevo aeropuerto, otro gallo nos cantará.