Ramsés Ancira Saba
El Instituto Nacional de Bellas Artes y la Secretaría de Cultura de Chihuahua me entregan este viernes 7 de abril de 2017 el Premio Carlos Montemayor de literatura testimonial por el libro reportaje Reportero Encubierto.
En 37 años de carrera periodística, la mayor parte de los cuales he cubierto temas relacionados con los derechos humanos, siempre había tenido la intención de hacer un reportaje extenso como los que Ryszard Kapuściński nos dio de modelo y ejemplo de lo que el periodismo debe ser. El valor no me alcanzaba.
Pero la oportunidad llegó de la manera menos esperada. Murió el dueño del edificio de departamentos en el que habitaba. El dueño dejó a su hija como herencia un lote de joyas. Ella pidió a mi familia una copia fotostática del contrato de arrendamiento que había firmado con su padre, le sobrepuso otra y luego me acusó de fraude procesal. El contrato original depositado en el juzgado civil desapareció.
Un perito de la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal determinó que la firma sobrepuesta no me podía ser atribuida, tres veces negaron los jueces la orden de aprehensión que se pedía en mi contra, pero finalmente le llegaron al precio al juez primero penal del delitos no graves y al Ministerio Público adscrito,
Cuando el perito de la defensa quiso manifestar que la firma sobrepuesta en el contrato correspondía más a la de la demandante que a la del demandado lo intimidaron para que no lo hiciera. El juez. Leodovogildo, o de nombre parecido fue removido, pero ya el proceso estaba en curso.
Algunos de los capítulos de esta historia han sido conocidos por los lectores de los portales que me han brindado espacio para narrarla y que menciono en orden alfabético porque a todos les tengo el mismo aprecio y reconocimiento: Enlace Judío, Índice Político, josecardenas.com y Los Ángeles Press. Hoy quiero terminar esta serie compartiéndoles el prólogo de Reportero Encubierto, invitando a lectores que quieran conocer la historia completa a visitar este enlace
PRÓLOGO
Esa mañana de mayo de 2016, en la Conferencia de Prensa a la que convoqué para proponer ideas que mejoraran la vida de los internos de las prisiones, pensé que estaba cumpliendo con el objetivo que me había propuesto de darle un sentido a una experiencia que yo consideraba a todas luces injusta y arbitraria.
Me alentaba la presencia de varios canales de televisión abierta y de cable.
No pretendía hacer una denuncia escandalosa; de esa forma afectaría a miles de personas que han tenido que acomodarse a las reglas que sostienen un banco clandestino, al que ingresan alrededor de 40 millones de pesos al mes tan solo en el Reclusorio Oriente de la Ciudad de México.
Finalmente, los únicos cambios que pretendía lograr, en primera instancia, eran el acceso al agua potable en los bebederos –siempre secos– y que todos los presos tengan el derecho a usar los excusados, no solamente los que podían pagar cinco pesos en el área de primer ingreso. En el área de ingreso el Reclusorio Oriente cuenta con un solo excusado funcional y otro al que hay que acercarle agua en cubetas para limpiarlo, para más de 400 personas que, en los días de visita, se multiplican por dos.
Al día siguiente busqué la nota de la conferencia. Sí, varios medios alternativos la publicaron con generosa disposición, pero no estaba en El Universal, mucho menos en TV Azteca, quizá porque el banco del mismo nombre, Azteca, tiene la franquicia para hacer depósitos en los reclusorios, a través de tres o cuatro cuentas que se abren a la semana a nombre de personas con un solo apellido. Ese dinero se entrega al preso, menos el 15 por ciento de comisión, menos los cinco pesos por recibir el mensaje con la fotografía del boucher del depósito.
El hombre en busca de sentido es uno de los libros que un prisionero me prestó en la celda. El siquiatra que lo escribió decía que el sentido de la vida no se debe buscar a través de todo el tiempo que dura esa vida, sino de cada día que transcurre.
Tras la conferencia de prensa no sentí que ocurriera nada.
Denunciar esas mínimas cosas que podían hacer la diferencia, como la humillación de los “bombonazos”, esas cachetadas que se aplican sobre todo a los jóvenes que no alcanzan al pase de lista. Una “fajina” que permitiera hacer los trabajos de limpieza del penal, sin la degradación extrema de arrastrar cientos de litros de agua con una cobija hasta llegar a una coladera, para exprimirla y empezar de nuevo; que la gente pudiera defecar sin hacer uso de las coladeras abiertas, estuvieron entre los objetivos para darle sentido a mi experiencia en prisión.
El otro fue la liberación de Víctor Manuel Cervantes, un ingenuo e inteligente joven oaxaqueño que estaba preso por aceptar, caballerosamente, ayudar a una joven coqueta que le pidió cargarle una mochila en la línea 9 del metro, la cual contenía teléfonos móviles que ella acababa de robar junto con un cómplice. El abogado de oficio le recomendó confesarse culpable. Le aseguró que como primo delincuente sería fácil que obtuviera la fianza.
Víctor Manuel confió en la justicia pero llegó la sentencia, y por el valor del monto robado le negaron la fianza. La joven que lo involucró y otro sujeto participante en el robo quedaron libres. Él no, por lo menos hasta el momento de escribir estas líneas.
De manera que los intentos de darle sentido a la experiencia carcelaria se habían quedado en eso, en intentos fallidos.
Pero las cosas no se terminan hasta que se terminan.
Entre varias de las personas que vivieron la experiencia carcelaria por primera –y esperaban única vez–, había otro método compartido para buscarle sentido a la amarga vivencia: escribir un libro.
Pero tal parece que una vez con la libertad recuperada, lo único que ellos querían era olvidar todo lo que les recordara la cárcel.
Al momento, Víctor Manuel está preso; las autoridades no han dado la menor señal de querer resolver las cosas mínimas que podrían hacer, de la vivencia en reclusorios, una experiencia menos indigna; y yo estoy escribiendo este testimonio para darme una oportunidad más de buscarle sentido a este fragmento de mi vida.