Joel Hernández Santiago
El sureste mexicano encierra milagros. Son milagros que si se ven en tono local son cotidianos y, para quienes no están cerca de las nubes que miran al sur, parece que no existen, pero son. Ahí están las fiestas que son al mismo tiempo ritual, costumbre, formas de expresión, cultura, alegría o quebrantos y que, a fin de cuentas, son agua fresca en días tórridos.
Yucatán, Chiapas, Tabasco o Campeche, cada uno tiene sus formas de expresión y sus formas de convivencia, para estar todos, reconocerse y encontrarse. En días de armonía todo está ahí dispuesto como en una mesa de banquete: se puede probar de todo y alcanza para todos.
En una forma de lenguaje profundo, las mujeres de cada una de estas entidades viste sus trajes de gala en donde predominan las flores: son flores que trasladan su forma de ver la vida, puestas en sus ropajes de fiesta. Flores inundan los grandes telares en los que se envuelve la mujer para gritar a los cuatro vientos que es libre, exactamente como ese viento y como ese aire que respiran.
Oaxaca es especial. Acaso porque es la tierra más querida. Acaso porque ahí el cielo es cómplice de los sueños que se pueden tocar con las manos y porque la tierra es prodiga en hombres y mujeres de distinto talante, de distinta forma de expresarse, con lenguas originales aun vigentes que dicen y aún exclaman cómo se ve la vida desde dentro de una cultura sin olvidos.
El 29 de julio se llevó a cabo en la ciudad de Oaxaca una Vela ejemplar, la Vela Xha Vizende; una fiesta que es parte de las diferentes formas de fiestas que viven en todo el territorio del estado, pero que en este caso tiene sus particularidades.
Es una Vela que atrae a los juchitecos honorables que viven en la capital de Oaxaca y a sus invitados de los cuatro puntos cardinales, los que conviven alrededor de mesas de amigos y nuevos amigos para disfrutar viandas que son delicia para el paladar y para la memoria.
Las velas son celebraciones nocturnas llenas de sincretismo religioso. Se celebran en los pueblos zapotecas del Istmo oaxaqueño. Las más representativas son dedicadas a los santos patronos de los pueblos; en Juchitán a San Vicente Ferrer, en Tehuantepec a Santo Domingo de Guzmán, en Ciudad Ixtepec a San Jerónimo Doctor, en el Espinal a la Virgen del Rosario…
De acuerdo al investigador zapoteca Víctor de la Cruz en el libro ‘La religión de los binnigula sa’, las velas tienen un origen sagrado y prehispánico, aunque establece el origen de las Velas a finales del siglo XIX. En Juchitán persiste aún la Vela de los Pescadores, Guzebenda; la del lagarto Gue la beñe; la de la muerte guiigu dxita, y se llevaban a cabo como agradecimiento a divinidades; por la vida, la salud, las buenas cosechas, los buenos tiempos.
El término vela puede tener tres acepciones, según el autor del libro Nácasinu diidxa/Sólo somos memoria , por un lado, pasar la noche en vela, desvelarse; por otro lado, la elaboración de los cirios que se prenderán en la iglesia en honor a la divinidad venerada.
Para la Vela Xha Vizende-San Vicente, las exigencias que buscan perpetuar tanto el origen como el destino de esta Vela es que tanto hombres como mujeres porten sus trajes a tono con la importancia de la ceremonia-ritual, como también a tono con la importancia del encuentro:
Ellos, vestidos con rigurosa e impecable camisa blanca o guayabera y pantalón obscuro, tanto como si la noche fuera día.
Ellas aparte. Ellas con sus ropajes de dignidad sin fin. Con colores intensos, alegres e interminables en su luz y en su estallido de floresta.
Caminan erguidas. Caminan con dignidad. Ellas y ellos. Ellas más. Ellas saben que lucen como la única reina que es. Miran con alegría, pero al mismo tiempo con cierta arrogancia y coqueteo. Son mujeres que por esa noche… y muchas, son dueñas del tiempo y de la vida de todos ahí.
Coronan ellas sus cabezas con flores. Con listones de formas caprichosas y distantes. Brillan.
Nunca una reina coronó sus sueños con tales luces que recogen la alegría, la felicidad y la locura de ser y estar. También portan joyas en sus brazos, anillos y collares que son de oro o filigrana: cosa de decisión, no de falta de cariño.
Y comienza la música, y ellas -con ellos o sin ellos-, salen a bailar los sones primeros; los bailan recogiendo con elegancia sus vestidos, levantándolos para mostrarlos aun más por si no fuera suficiente la explosión inicial de vida. Y bailan y se mecen. Y bailan y son como las olas del mar, en ese ritmo cadencioso que sólo se conoce allá.
Cuando bailan con ellos no miran a los ojos de su pareja. Levantan la cara para mirar de arriba abajo. Miran al soslayo. Ellas miran al mundo como si el mundo, todo, fuera de ellas. Ese día son esa imagen de mujer coronada y florida que sueña y nos hacen soñar que este momento no terminará, porque en efecto nunca termina.
Luego la ceremonia de la dignidad, del orgullo: el traslado de los mayordomos salientes a quienes asumen la responsabilidad nueva. Ambas partes están ahí con el respeto y la sobriedad que el momento requiere. Respetable momento insigne que se inscribe en las reglas de la convivencia, para seguir bajo las reglas del respeto a las tradiciones que se heredan y que habrán de heredar.
México sigue siendo el misterio de hombres y mujeres que conviven y subsisten aun en tiempos revueltos.
Por un día, por una tarde, por una noche, por una Vela el mundo cambia y se transforma. Siempre para bien. Siempre para reconocer que el origen del hombre está en sus formas, en su vida y en su persistencia por seguir siendo feliz, a pesar de todo.