* Es momento de que nos preguntemos si, como electores, seremos capaces de perdonarnos a nosotros mismos, en caso de no saber elegir al idóneo para que sea el líder de la reforma del Estado, o si carecemos de la fuerza moral suficiente para rechazarlos, si ninguno reúne la capacidad profesional y los requerimientos morales e intelectuales para hacerla
Gregorio Ortega Molina
Los electores debemos preguntarnos, ya, si los precandidatos a la vista, más los independientes que sin travesuras reúnan las firmas requeridas, son los adecuados para encabezar un gobierno de reconciliación nacional y de reforma del Estado, o nos enfrentamos al páramo en autoridad ética, moral y cívica y a la desazón con referencia al futuro inmediato.
Quien se cruce la banda presidencial al pecho el próximo 1° de diciembre, debe estar consciente del enorme cambio que debe operarse en México. Si los políticos que están en la contienda no entienden ni aceptan que el proyecto de la Revolución fue uno e integral, en el que los modelos político de gobierno y de desarrollo económico estuvieron concebidos para un país que, al momento de plasmar su idealizado futuro, tenía una población inferior a los 20 millones de habitantes, que pronto, muy pronto, debía estar alfabetizada con la cruzada de las misiones culturales de José Vasconcelos.
Insisto, si no entienden que así como al cambio proyecto económico debe corresponder la transformación del Estado, tanto para concretar el primero, como para resolver los rezagos sociales y de participación política, traicionados y preteridos en cuanto la Revolución se transformó en poder, podremos afirmar que no tenemos futuro.
La reflexión que antecede, fue suscitada por la lectura de México, ¿contra toda esperanza?, texto de Luis Prados publicado en El País del último 22 de enero. Se pregunta, y nos pregunta: ¿Será alguno de los tres candidatos a la presidencia capaz de sacar a México del círculo vicioso de las esperanzas fallidas?
Para centrar a sus lectores en esa realidad permanente, terca, siempre presente porque los humanos nos negamos a verla, Luis Prados se sirve de referencias directas al libro de memorias de Nadiezhda Mandelstam, viuda del poeta Ósip Mandelstam, muerto en el gulag en 1938, titulado precisamente Contra toda esperanza. Transcribo, para desesperación de Carlos Ferreyra Carrasco:
“Nada liga tanto a la gente como el crimen compartido. Cuanto mayor sea el número de personas comprometidas, manchadas, implicadas, cuantos más chivatos, traidores y delatores, tantos más habrá partidarios de que el régimen dure milenios.
“Un buen día tuvimos miedo del caos y todos anhelamos de pronto un poder fuerte, una mano poderosa que encauzara los revueltos torrentes humanos. Tal vez ese temor sea el más estable de nuestros sentimientos: no lo hemos superado todavía y se transmite por herencia.
“Y así vivíamos, así cultivábamos nuestra inferioridad hasta que nos convencimos en nuestra propia piel de lo frágil que era el bienestar (…) Éramos, en efecto, seres inferiores y no se nos pueden exigir responsabilidades. Y sólo nos salvan los milagros.
“La memoria humana está organizada de tal modo que conserva de los hechos una vaga reminiscencia y su leyenda, pero no el acontecimiento propiamente dicho. Para extraer los hechos, es preciso destruir con mano dura la leyenda y para ello debe precisarse ante todo en qué círculos nació.
“Mi hermano decía que no fue el miedo ni el soborno -aunque hubo bastante tanto de lo uno como de lo otro- lo que jugó un papel decisivo en la domesticación de la intelectualidad, sino la palabra revolución, a la que nadie quería renunciar.
“No se puede vivir sin esperanzas, pero pasábamos de una esperanza fallida a otra.
“En aquel entonces ya sabíamos perfectamente el valor que tenía en nuestro país la palabra -la más terrible de todas las ficciones-, pero procurábamos no pensar en ello para conservar la bendita ilusión.
“Una sola vez en la vida quisimos hacer feliz al pueblo y jamás nos lo perdonaremos.
“Pero no, no era miedo. Era un sentimiento totalmente distinto, algo que encadenaba las fuerzas y la voluntad, la conciencia de la propia impotencia que dominaba a todos sin excepción, no solo a los que mataban sino a los propios asesinos. Aplastados por un sistema, en cuya edificación habíamos participado, en una medida u otra, todos, éramos incapaces de oponer ni siquiera una resistencia pasiva. Nuestra docilidad contribuía al desenfreno de los celosos servidores del régimen y el resultado era un círculo vicioso.
¿Cómo podríamos salir de él?”.
Es momento de que nos preguntemos si, como electores, seremos capaces de perdonarnos a nosotros mismos, en caso de no saber elegir al idóneo para que sea el líder de la reforma del Estado, o si carecemos de la fuerza moral suficiente para rechazarlos, si ninguno reúne la capacidad profesional y los requerimientos morales e intelectuales para hacerla.
No encuentro proyecto, programa, líder que nos diga: aquí estoy, y lo sigamos con la certeza de que transformaremos nuestro futuro.
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