Javier Peñalosa Castro
Finalmente Andrés Manuel López Obrador dejó la virtualidad para convertirse formalmente en presidente electo que habrá de gobernarnos durante el periodo comprendido entre el 1 de diciembre de 2018 y el 30 de noviembre de 2024 e inició el proceso de transición con el compromiso, por parte de su predecesor, de que se enviará al Congreso una iniciativa para restituir la Secretaría de Seguridad Pública, que desapareció durante el sexenio de Peña Nieto para entregar a Osorio Chong una “supersecretaría” que no le alcanzó, siquiera, para ser nominado como candidato del PRI a la Presidencia. También se comprometió a trabajar de común acuerdo con AMLO para destrabar el nombramiento de los fiscales General, Anticorrupción y para la Atención de Delitos Electorales, a fin de que el nuevo gobierno arranque más ligero de encargados del despacho que el actual.
En este marco, el flamante presidente electo y su equipo avanzan lo mismo en la consulta sobre la pacificación que en la revisión de la mal llamada reforma educativa, la reubicación de secretarías de gobierno y las negociaciones para reducir salarios y terminar con privilegios sin menoscabar el equilibrio de poderes, como comprometió en el discurso que pronunció al término de la ceremonia en la que le fue entregada la constancia correspondiente.
Y mientras Andrés Manuel y su equipo avanzan en estos campos, trascienden noticias que dan razón a afirmaciones de campaña como las que señalaron la conveniencia de restablecer la capacidad de refinación de Pemex. La semana que termina, se dio a conocer en Estados Unidos que algunas de las refinerías más importantes de aquel país han multiplicado sus ganancias durante los últimos años, y los medios periodísticos resaltaron la enorme rentabilidad de esta actividad productiva, lo que desmiente a los corifeos del neoliberalismo que no se cansan de repetir que es un pésimo negocio.
En cuanto a los ajustes —válgame el eufemismo— salariales, cabe apuntar que, si bien existe consenso en cuanto a la conveniencia de reducir las percepciones excesivamente altas que recibe la alta burocracia, poco se habla hasta ahora sobre la necesidad de reducir la brecha en el otro extremo: el de quienes menos ganan. Sin embargo, este viernes 10, el presidente electo ya habló sobre su propósito de, al tiempo que reduce los mega salarios, aumentar los micro salarios y consolidar los de los puestos intermedios.
Al respecto, es evidente que, más allá del ámbito gubernamental, el primer paso debe darse es restituir el poder adquisitivo de quienes —sí, los hay, y son cientos de miles, aunque lo nieguen patrones y neoliberales cándidos o perversos— ganan 100 pesos o menos al día, y que se pretende que con esta miseria den techo, alimento, vestido y transporte a sus familias. No hay que ser expertos en economía para saber que esta perversión es insostenible, y que los salarios no deben ser inferiores a los 10 mil pesos mensuales para cubrir las necesidades básicas.
Lo conveniente será, al igual que ocurre en países civilizados, definir una proporción en la escala de salarios, de acuerdo con la cual, quien más gane dentro de una organización perciba un sueldo equivalente a multiplicar por cinco el salario del puesto con menor remuneración. Así, para que un alto funcionario reciba 100 mil pesos mensuales, su colaborador con menor retribución recibiría alrededor de 20 mil pesos mensuales.
Luego de un periodo de 30 años en que la lucha ha sido por pagar cada vez menos, buscar la desaparición de prestaciones y eliminar la seguridad en el empleo; y de que en el gobierno que está por terminar se logró la multiplicación del empleo mal pagado y sin garantías de tipo alguno, con el perfeccionamiento de estratagemas como el de la llamada “tercerización”, que no es sino la suplantación del verdadero patrón por una entelequia que lo releva de las obligaciones que tiene hacia sus trabajadores, parece difícil remar contracorriente; sin embargo, para que la cuarta transformación de la que nos ha hablado Andrés Manuel López Obrador esté en condiciones de cristalizar, habrá que hacerlo contra viento y marea.
Lo primero, por supuesto, será elevar los salarios mínimos, de modo que antes de que concluya el próximo sexenio alcancen realmente para que una familia —de tres o cuatro miembros— coma, pague la renta, el transporte, el vestido, los gastos escolares —e idealmente—, actividades culturales y recreativas.
El camino para alcanzar esta situación será, sin duda, abrupto, y estará lleno de abrojos. Habrá que vencer la resistencia de los empresarios a pagar salarios dignos, la del FMI y su sucursal, el Banco de México, que alegarán el carácter inflacionario de este acto de elemental justicia, asó como la de los corifeos del neoliberalato, que habrán de desgarrarse las vestiduras y proclamarán el advenimiento del apocalipsis si ven que se busca hacer justicia a quienes menos tienen.
Cuando ello ocurra, será el mejor momento para que los integrantes de próximo gobierno demuestren que, lejos de acabarse el mundo, mientras más mexicanos reciban un salario justo, mayores serán sus posibilidades de consumir productos nacionales y, por ende, estarán en condiciones de potenciar el mercado interno, reducir la dependencia del extranjero y, en suma, reducir los abismos intolerables que tiene hoy la desigualdad.