Luis Alberto García / Moscú
*Preso en su laberinto, vivió atrapado en él desde los años noventa.
*“Regalito de Dios pa´ los argentinos”, dicen sus fanáticos.
*Se sentía cansado de ser perseguido por todos, dijo ante su retiro.
*“A los artistas hay que valorarlos por su obra, no por su vida”.
*Reflexión de Jorge Valdano, escritor, su compañero en México 86.
Los compases de ese tango al que ha tenido habituado a sus prosélitos, volvieron a escucharse a fines de agosto de 1997, cuando Diego Armando Maradona, el “Pelusa”, el futbolista más querido de Argentina, el ídolo insustituible de Villa Fiorito, asomó la cabeza en el laberinto en que se ha visto atrapado desde la década de 1990.
Todo recomenzó -porque ya había lo visto y vivido en ocasiones anteriores, como en junio de 1994, durante el Campeonato Mundial de futbol de Estados Unidos- cuando se confirmó el rumor, al momento en que un funcionario de la Asociación de Futbol Argentinos (AFA), leyó un comunicado que parecía destrozar la imagen de Dieguito para siempre.
“El control antidopaje al que fue sometido Diego Armando Maradona tras al partido entre Boca Juniors y Argentinos Juniors, y que contiene el frasco 001, dio positivo”, decía el texto que hizo imposible ocultar la creciente inundación de pena que empezaba a extenderse por un país tan dado al dramatismo real o fingido.
El 29 de agosto se informaba que el futbolista estaba encerrado en su casa, desde donde disparó perdigones a un grupo de periodistas hacía poco tiempo, cuando pasaba por una de sus crisis cíclicas –ciclotimia, dicen los psiquiatras- que lo colocaban entre la depresión y la euforia, las mismas que lo predisponían a una inhabilitación de hasta cinco años para jugar en torneos oficiales y partidos amistosos.
Después de aquel juego, desbordante de alegría porque Boca Juniors había vencido (4-2) al cuadro rojo que fue su origen en octubre de 1976, una semana antes de cumplir 16 años y él marcó un tanto en tiro penal, Maradona protestó y se le oyó decir: “Tienen el 10 siempre en la mano y estoy cansado de que me persigan a todos lados, con un frasquito para controlarme la orina”.
Los controles que periódicamente le realizaban el médico del club y quienes lo asistieron en la preparación para su retorno a Argentina en 1995 -incluido Ben Johnson, el corredor de origen jamaiquino naturalizado canadiense, quien intentó engañar al mundo 1988, sin lograr pasar la prueba antidrogas en la Olimpiada de Seúl, Corea-, no eran obligatorios, pero servían como certificado de garantía no oficial.
Fue el mismo Mauricio Macri -presidente del Boca Juniors en aquellos años, el equipo que hegemoniza la popularidad nacional junto con el River Plate-, quien confirmó que la sustancia detectada por el control era la temida cocaína, luego de que Diego realizara sus sueños de fama y riqueza.
La adicción del astro del XIII Campeonato del Mundo de 1986, ganado por Argentina, se atribuye a su prolongada permanencia en el Nápoles, y fue en su última temporada jugando en éste equipo, cuando Maradona consumió cocaína por primera vez en 1991.
La hinchada, que había vivido hasta esos días en la fantasía de un regreso de Diego como capitán de la selección argentina en Francia en 1998 –torneo mundialista al que no asistió-, se enteró de que, por debajo de la aparente fortaleza física y mental recuperada por él tras un tremendo esfuerzo, en la intimidad seguía con el problema de la droga.
La excusa de que la cocaína es una “droga social” que no contribuye a mejorar el rendimiento deportivo, se presentaba como argumento salvador para él, y no faltó quien dijera que, en su caso, por todo lo que ha significado para el futbol argentino, por lo que pudiera ocurrir, la situación debía analizarse antes de condenarlo.
La AFA tuvo que decidir la sanción que le correspondía al jugador que anotó un gol con la mano de Dios la tarde del 18 de junio de 1986 a los ingleses en el estadio Azteca de la ciudad de México, con antecedentes graves que, durante septiembre de 1997, se convirtieron en un calvario, un tango y una milonga al mejor estilo gardeliano.
A un mes de cumplir 37 años de edad, el 30 de octubre de 1997 y en su estado, solamente unos cuantos meses de condena hubieran bastado para que nunca más volviera a jugar en partidos oficiales; pero, una vez más, buena parte de los argentinos estuvieron con él, como había pasado hasta en sus peores momentos.
“Diego es un regalito de Dios pa´los argentinos”, gritaban las legiones de aficionados, secundados por directivos, jueces, periodistas, amas de casa, profesionistas, curas, camioneros, estibadores porteños, churrasqueros, chacareros de la pampa y hasta el peripatético presidente Carlos Saúl Menem, su antiguo amigo, con quien rompería después.
Propios y ajenos trataban de reanimar a quien parecía heredero de Carlos Gardel, intérprete de grandes tangos, aunque Diego los hacía en la vida real, y hay que decir que el siguiente episodio del melodrama nacional tuvo un desenlace afortunado cuando Dieguito pasó la segunda prueba de laboratorio y el escándalo se amortiguó.
Se expidió una resolución judicial aparentemente compensatoria, mientras se investigaba si consumió droga por voluntad propia o “le pusieron la cocaína” antes del control antidopaje, y bajo la condición de pasar ese tipo de prueba en cada partido que disputara, fue habilitado para jugar nuevamente.
De esa manera, el tiro penal que consiguió Maradona ante Argentinos Juniors, no fue el último, al marcar otro el domingo 14 de septiembre de 1997 a Newell´s Old Boys, que finalizó con victoria boquense (2-1), situando, de paso, al equipo auriazul como líder del torneo de Primera División.
El futbol argentino se revaluó, las glorias volvían y todos sentían como cuando Argentina ganó la Copa del Mundo de 1978 y el campeonato mundial juvenil en 1979, con el joven Diego al frente y convirtiendo en oro lo que tocaba.
Sin embargo, habían pasado muchos y larguísimos años desde que, al ganar los títulos de entonces, Diego había estado de ida y vuelta en numerosas ocasiones, como sería su ausencia del representativo nacional en España 82 y Francia 98.
Ese domingo septembrino de 1997 no brilló en el campo; pero daba lo mismo: la mística y la locura en el estadio de Boca Juniors eran por su retorno, cuando 60 mil voces gritaron su nombre como si de una deidad se tratara, gracias a los recursos interpuestos contra una posible sanción y a la capacidad de indulgencia de los argentinos.
Era evidente que sus compatriotas –en especial los xeneizes del barrio de la Boca y los seguidores de Argentinos Juniors, su club de origen-, ya le perdonaban el estar hasta pensando seriamente retirarse del futbol activo, porque, había dicho, no podía soportar más presiones.
Después de superar su última depresión, recuperar el habla y el ánimo porque podía seguir jugando, sin embargo no ocultó su disgusto, y molesto, forcejeando entre cámaras, micrófonos y periodistas, alcanzó a decir: “Ya declaré, vine a contrarrestar a los fiscales y nada más”.
Anunció que el retiro era una baraja que tenía en la mano, por la edad y porque lo estaban empujando: “Estoy cansado de mentiras, estoy cansado de que en Argentina y en el mundo todo pase por Maradona”, se quejó el quinto de los ocho hijos del “Chitoro” y la “Tota” Maradona, empeñosos trabajadores de los suburbios bonaerenses.
Compasivo, a manera de entenderlo a cabalidad, Jorge Valdano, su compañero de alineación en la final ganada (3-2) a Alemania, anotador de un gol -los otros fueron de José Luis Brown y Jorge Burruchaga- el 29 de junio de 1986 en el estadio Azteca de la Ciudad de México, dijo que a un artista había que valorarlo por su obra y no por su vida.
El futbolista y escritor se refería a ese hacedor de milagros dentro y fuera de la cancha, irreverente consigo mismo y, por supuesto, con su contradictoria existencia, que mucho le había dado y, también, mucho le había quitado.
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