La vida como es…
De Octavio Raziel
Ciudad Valles es el único lugar del país en donde a los muertos los entierran con cobija (por si tienen frío en el infierno) Está en una selva encajonada entre montes, niebla caliente casi siempre y con un río que le cruza de lado a lado.
Mientras transcurría la tarde (la única hora en que era algo soportable ese infierno huasteco) recorrí la calle principal de esa ciudad, hasta llegar al río que tiene el mismo nombre del lugar. Recordé los años de mi infancia: nadando en ese caudal, no importando si era época de lluvias o de estiaje. Con un compañero de primaria, cuyo nombre se ha desvanecido en el laberinto de la desmemoria, conocí todos los recodos y vados del cauce donde pescaba mojarras, bagres y camarones.
En esa visita conocí a un niño –de unos nueve años- que, en medio de la niebla de la tarde, esperaba junto a una camioneta pick-up, iniciar un viaje desde Ciudad Valles a Ciudad de México, la antigua capital de la República.
El chamaco aguardaba a alguien, acompañado únicamente de un pequeño veliz de lámina pintada de azul, que se cerraba con dos broches y un cinturón de cuero.
– ¿A dónde vas? Le pregunté.
– A México.
– ¿No eres feliz aquí?
– No.
Luego, con frases entrecortadas, a su manera, me comentó que en ese lugar era donde más dolor se le había infringido. Que odiaba Ciudad Valles.
El niño abrió el veliz para reordenar su heredad: dos plumas, imitación Parker, que –dijo- le había regalado una vecina como despedida, además de dos o tres cuadernos, testimoniales de su escuela, una fotografía donde aparecía abrazando a una niña más pequeña (¿sería su hermanita?) una bolsa de canicas y unos luchadores de plástico.
La palabra veliz dejó de ser vocablo común.
En las películas de las primeras décadas del siglo pasado, aparecen los migrantes que llegan a Nueva York; se observa cómo esa gente baja velices amarrados con mecates o cintos de cuero de destartalados camiones que hacían de estibadores del barco a la aduana. En cada uno de los velices venían recuerdos que pronto se diluirían en el sueño americano.
En México, en las litografías de finales del siglo diecinueve y principios del veinte, aparecen las señoras de alcurnia llegando al puerto de Veracruz y, atrás de ellas, se aprecia a los mecapaleros cargando sus enormes velices.
El veliz ha sido motivo de muchos relatos:
Los que narraron los sobrevivientes del Titanic, y que referían a personas que se aferraban a esos salvavidas improvisados que flotaban entre trozos de hielo, esperando el imposible rescate o la muerte segura.
La historia de la novia que, furtivamente, escapó por la ventana o el traspatio.
Recordar el que acompañó el brillo de los ojos de la novia, aquél al que le grabaron sus iniciales los enamorados en medio de un corazón; testigo de momentos intensos en que los amantes se entregaban y hacían el amor.
Juntos, los jóvenes acercan mano con mano mientras sostienen el asa del veliz donde van guardadas todas sus ilusiones. Días felices que representa ese cajón de cuero o de lámina.
Veliz que alguna vez salió del pueblo, empolvado y endurecida la baqueta, como compañero fiel del que migra a las grandes ciudades en busca de mejores condiciones de vida.
Ahora, Sansonite, ícono indiscutible de implementos para viajes, ha iniciado la fabricación a mano de este tipo de artículos de la nostalgia, a semejanza de los que se usaban en los años 20 y 30 del pasado siglo. Claro, ahora en versión muy reducida.
A los abuelos, los velices Trunk junto con los baúles Shwayder Brothers, de edición limitada, seguramente les recordarán esos tiempos en que viajar por los polvorientos caminos el país, las vías férreas de los Estados Unidos o navegar en lujosos trasatlánticos a Europa, era toda una aventura.
Me pregunto si el niño que salió del infierno de Valles, con sólo su tesoro de lámina pintada de azul, sólo existió en la mente observadora del escritor.