Joel Hernández Santiago
Ya se sabe: la realidad supera al hecho político y por lo mismo es bueno escapar de la telaraña del quehacer de gobierno, de su día a día, de la agenda impuesta, de los dimes y diretes entre gente del poder y sin poder, para mirar a ras de suelo lo que pasa y lo que ocurre entre nosotros, seres humanos de pies a cabeza y lo que entristece o hace feliz a nuestro cuerpo social.
El miércoles 21 de agosto murió en su natal, Nuevo León, Celso Piña. El músico que atrajo la mirada de todos desde principios de los ochenta cuando comenzó a participar en eventos musicales como intérprete de ritmos tropicales en su colonia Independencia, de Monterrey.
La novedad no era que alguien viniera a interpretar música tropical, la novedad fue que a mediados de los ochenta Piña y sus hermanos organizaron un grupo la “Ronda Bogotá”, para interpretar música colombiana y fusionar la cumbia y el uso de los instrumentos locales, como el acordeón, al que Celso entregó horas-días-años para entenderse con él y terminar siendo uno solo…
Creció en un barrio pobre del sur de Monterrey, en donde trabajó como recolector de frutas, molinero de maíz, repartidor de tortillas, tapicero, intendente de una escuela primaria y teniendo como fondo la música que se escuchaba en su entorno: rancheras con Lola Beltrán, Lucha Reyes, Amalia Mendoza… Y sobre todo mambo y danzón.
Le gustaban las películas de Resortes y leía insaciable las revistas de Kaliman. Era un muchacho muy obligado en esa lucha cotidiana en apoyo de su padre, al ser el mayor de ocho hermanos: 3 varones y 5 mujeres.
Alguna vez dijo que lo de ‘la música le llegó de chiripa.’ No se presumía como un niño prodigio pero sí como un niño luchón al que un día un grupo de amigos en su barrio, de la zona de La Campana, le invitaron a acompañarlos en su grupo musical. Él no quería porque de hecho no sabía tocar ningún instrumento, pero “me aventé” dijo luego. “Y descubrí que tenía oído para la música, y eso me ayudó mucho”…
Su padre le regaló un acordeón desvencijado pero útil para aprender. Aprendió a tocarlo luego de meses. Un día le dijo a su padre que le tocaría una melodía que había practicado tres meses; la tocó, y su padre le dijo que estaba bien, pero que debía practicar otros tres meses…
Pero ya estaba puesta la semilla de la música. A principios de los ochenta comenzó a interpretar música tropical, un poco la copia de lo que había en el ambiente: Mike Laure, Rigo Tovar… Pero no se quedó ahí cuando descubrió la música colombiana: la cumbia… el vallenato…
Y se transformaron en Celso Piña y su Ronda Bogotá, y comenzó a tocar los ritmos colombianos a los que agregó su personalidad y comenzó entonces a hacer las fusiones que lo harían famoso en muchas partes del mundo: con el sonido ska, reggae, rap o hip-hop…
Había sido autodidacto y aun así consiguió darle su propio estilo a cada una de las interpretaciones que por entonces ya prendían entre el público.
Los hacía sentir felices, bailar, cantar, les levantaba el ánimo y lo seguían en sus propias emociones, porque Celso Piña disfrutaba a todo lo que da cuando estaba en el escenario y transmitía esa felicidad a quienes le acompañaban en su música y entre el público…
Era el “Rebelde del acordeón”, como le nombraron por su dominio de este instrumento musical muy del norte, pero que lo impuso a los ritmos colombianos y a sus fusiones musicales.
Y pronto todos querían estar con él en el escenario y lo hicieron Natalia Lafourcade, El gran silencio, Laura León, Benny Ibarra e incluso la Sinfónica de Baja California. Se le reconocía un gran talento y la novedad de su música al mismo tiempo elegante como contagiosa, ya en México y desde México al extranjero…
Pero sobre todo Celso Piña era un hombre sencillo, hecho de barro y mientras más célebre en su ámbito musical más cercano estaba de la gente a la que ayudó en momentos de crisis, con contribuciones para la creación de apoyo popular y ciertamente desvinculado de la política, aunque se ubicaba en el terreno crítico del hecho público.
Él sabía hacer feliz a la gente. No era un asunto de decreto o porque el INEGI califica de feliz a la población nacional, no como resultado de políticas públicas, sino porque el mexicano lo es en su esencia, porque sus vínculos familiares o sociales lo hace ser feliz en sí mismo… Y en todo esto contribuye en mucho la música, en un país que es todo musical…
Don Quijote lo dice así: “Donde música hubiere, cosa mala no existiere”, así que no había cosa mala en la música de Celso Piña y entre quienes disfrutaban de sus interpretaciones ya de “La cumbia sobre el río”, “La Piragua”, “Macondo”…
Pero ya está. Celso Piña murió el 21 de agosto. Tenía 66 años. Seguramente estará tocando alguna cumbia colombiana allá, en donde se encuentre, para hacer bailar a todos y ser felices, como cuando en 2004 tocó la Cumbia Sampuesana que hizo bailar al mismísimo Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez…
Ahora juntos, seguro, estarán cantando: “Mariposas amarillas, Mauricio Babilonia; mariposas amarillas que vuelan liberadas…”