EL SONIDO Y LA FURIA
MARTÍN CASILLAS DE ALBA
Me gustaría saber contar como lo cuenta sin contar Edward Hopper…
Ciudad de México, sábado 12 de diciembre, 2019.– Tal como lo hice la semana pasada voy a seguir ejemplificando las marcas y conexiones que he hecho mientras leía Como la sombra que se va de Antonio Muñoz Molina, como ésta que marqué y que dice: “la llegada a Lisboa en el tren y la salida a la mañana fresca y a la luz que restallaba en el río y se apaciguaba en los tejados y en la perspectiva de las calles era el principio limpio y definitivo de algo, la primera página de una novela, la plenitud del mundo recién instalado”, entonces, anoté al margen: “Agosto 1960, San Francisco” y, con esa cita, me acordé, sin importar el tiempo que ha pasado, de aquel verano cuando iba en segundo año de ingeniería química en el ITESO y me fui a trabajar a una fábrica de detergentes en Hermosillo, Sonora por todo el mes de julio, sin importar que hiciera una temperatura promedio de 42º C, antes de irme a pasar el mes de agosto a San Francisco, California tal como lo hice, primero de aventón hasta Long Beach y luego, en autobús, hasta la antesala del Golden Bridge donde llegué al amanecer de una ‘mañana fresca y a la luz que restallaba’ del mar, para caminar a contraflujo de los que bajaban del ferry, elegantes, oliendo a lavanda, mientras respiraba hondo, feliz de haber logrado ese viaje, mientras hacía un ejercicio de empatía con los que me cruzaba antes de irme, por la noche, a oír jazz y festejar el año nuevo en ese bar donde lo celebraban todos los días donde había una bailarina o lo que fuera, que se columpiaba sobre las cabezas de los que estábamos en la barra antes de que gritar “Happy New Year!” con el gorro en la cabeza y la espanta suegras en la boca.
“Me gustaría saber contar de la misma manera despojada como lo cuenta un fotógrafo o como lo cuenta sin contar Edward Hopper… o como una canción de jazz que sigue siendo la misma y nunca suena igual, tan impersonal como las palabras y los giros del habla y tan capaz de expresar en cada caso lo más íntimo, pública, compartida y secreta”, como resulta la estructura de su novela “El invierno en Lisboa.”
Imposible no asociarlo con las sesiones de jazz en los cincuentas, todos los martes por la noche con Enrique Martínez Negrete para oír, entre otros a Miles Davis que luego vimos en vivo y en directo en Santa Mónica: “como la poesía que va más allá para que, en la historia, respire y pese lo que no se cuenta”.
“No pensaba en nada ni en nadie que estuviese fuera de mi breve isla de tiempo y ficción, de mis tres días de huida y refugio en Lisboa. Iba a cumplir treinta y un años y nunca había tenido una sensación tan plena de respirar en libertad, de estar volcándome del todo en mi vocación y mi capricho, en lo que tanto me gustaba y tan poca ocasión había tenido de hacer, andar solo por ahí, explorar por mi cuenta una ciudad extranjera” y yo, con cincuenta y tres años de edad en Chapala para documentar mi primer libro “volcándome del todo a mi vocación y mi capricho”.
“La trama cobraba forma según yo iba por la ciudad con los ojos muy abiertos, con la cámara de fotos y el cuaderno, en una búsqueda que se parecía mucho a la de alguien que recorre sin descanso una ciudad con la esperanza de encontrar a una sola persona, de reconocer de lejos una silueta que lo traspasa con un sobresalto de emoción, un relámpago de intriga y deseo”.
Una tarde, a la hora de la siesta, soñé con quien amé por un tiempo justo antes de salir “con la esperanza de encontrar a una sola persona… con un sobresalto de emoción” cuando la encontré y la vi de frente en la calle.