Héctor Calderón Hallal
Nunca como en esta administración del presidente López Obrador, se había prostituído tanto el concepto ‘pueblo’. En su forma y en su fundamento, pero también en la acción y en el discurso del moderno ‘príncipe-tlatoani´.
Hay uso y abuso del término, yendo de lo gramaticalmente correcto y prudente, a lo tramposamente incorrecto.
Es cierto, ya hubo quienes le antecedieron en el cargo a AMLO y que hicieron lo propio… pero no en la forma tan excesiva como lo hace el actual mandatario.
Por ejemplos, López Mateos y Luis Echeverría, hombres de estado -más que tecnócratas o activistas- lo invocaron en abundancia, pero para dar una connotación de colectividad (población) a la que se estaban dirigiendo; equiparando el concepto a un público; así nada más, sin otra pretensión… como debe ser.
Pero Andrés Manuel López Obrador, como emulando a los clásicos del siglo 16, tramposamente pretende utilizarlo como una construcción lingüística, asignada a su propia fantasía, que contrasta por supuesto, con lo que realmente engloba el concepto: un colectivo culturalmente diverso, quizá disperso en muchos casos y también hasta pulverizado, a causa de la crisis económica y social que se ha enquistado en la historia nacional reciente.
Y grandilocuentemente, todas las mañanas pretende hacerlo pasar ante los ojos del colectivo que le pone atención, como una realidad concreta, como un bloque o un ‘todo’ uniforme que pretende ajustar a su propia idea caprichosa… colectivo al que pretende incitar y organizar –según él- a su voluntad, a su propio proyecto ‘tetramorfósico’… porque también piensa y actúa uniformemente.
Nada más ajeno a López Obrador que esta idea tergiversada. Una pretensión malinterpretada. El tabasqueño ‘se la fusiló’ a Antonio Gramsci, su filósofo marxista de cabecera y así la ha querido entender, tanto él como sus principales asesores de la autoproclamada 4 T; algo muy conveniente, desde luego.
“Todo el pueblo cree que lo de antes estuvo mal… y lo de nosotros hoy, está bien”; “El pueblo que es más noble es aquel sin instrucción media ni superior… es el pueblo que no aspira a nada”;…
“El que no está conmigo no es del pueblo, es conservador o fifí”;…. “El pueblo es sabio”;… “El pueblo pone y quita”… y ahora, en la más reciente de las AMLO-aventuras: “El pueblo, constituído en implacable tribunal popular”.
La idea errónea, además, está salpicada de ese ingrediente más próximo a la comicidad involuntaria que a una idea sublime; es su virtud autoasignada de ‘superioridad moral’.
Y es que fue Gramsci, el contundente estudioso, quien en su crítica a la obra cumbre de Nicolás Maquiavelo, ‘El Príncipe’, descubre que en 1532 el autor, imbuído del espíritu artístico de la época, no presenta al personaje como una fría utopía ni como una argumentación doctrinaria en sí.
Maquiavelo buscaba arte en sus letras impresas, como la mayoría de creadores de su tiempo. Nunca pretendió escribir un libro de texto clásico de las carreras de sociología o ciencia política, que fue en lo que se convirtió.
La palabra ‘pueblo’ en ‘El Príncipe’, representaba una mera abstracción, no estaba dotado de inmediatez objetiva, según Gramsci, quien sabía de historia y particularmente de historia del renacimiento.
En realidad, tampoco ‘El Príncipe’ existió; solo en la imaginación de Maquiavelo. Era solo una representación simbólica del ‘Condottiero’ idóneo, del líder prototípico pues.
Y el ‘pueblo’ al que hace alusión en toda la obra, en donde residía el supuesto poder democrático, era una construcción abstracta, simbólica.
La verdadera utopía de la obra de ‘El Príncipe’, consistía en todo lo anterior, no obstante el autor le aportó elementos pasionales, que se volvieron míticos con el paso de los siglos y gracias a sus interminables relecturas por parte de estudiosos y críticos.
Recursos dramáticos de gran efecto aunados a una contundente lógica y a un gran rigor metodológico, construyen en la mentalidad de todos sus lectores en lo sucesivo, la síntesis de la forma y del accionar de todo aquel personaje que pretenda conducir a un pueblo a la formación de un nuevo Estado…. Así de grandilocuente y pretensiosa la novela y así las dimensiones de la equivocación de muchos politólogos románticos.
A partir de esa interpretación de ‘El Príncipe’ de Maquiavelo, a lo largo de los últimos siglos muchos oradores han prostituído el concepto ‘pueblo’, asignándole alcances sobredimensionados, como segmento uniforme de gente ‘juiciosa’, heróica, prudente, resiliente, abrumadoramente mayoritario, que se impone a las élites y estructuras de poder fáctico en general.
Y es que la formación de un profesional de la política, no puede quedar en el alcance de un clásico como ‘El Príncipe’; así como tampoco la formación de un economista puede quedar confiada a la interpretación de la filosofía política de ‘Das Kapital’, la obra cumbre de Kärl Marx.
Son sólo referentes clásicos…. Formativos, más no únicos ni decisivos.
De esa concepción errónea del concepto ‘pueblo’, derivan decisiones que en la historia de la humanidad dieron paso a aberraciones de ‘oclocracia’, que significa el ‘gobierno de los peores’, asociado también a ‘los gobiernos de las mayorías’; formas aplastantes de totalitarismo e injusticia.
En ese tipo de oclocracias, se han presentado tragedias donde ‘el pueblo’ sabio e ‘implacablemente justo’, aplicó ‘justicia’ en su momento, en actos inhumanos de verdadera irreflexión de los hombres en lo individual ni en el plano colectivo.
Los llamados ‘tribunales populares’ han dado cuenta de los homicidios de Juana de Arco en el siglo 15, tras la ‘Guerra de los Cien Años’ de Francia contra Gran Bretaña; de Jacques de Molay, en el siglo 14; a ambos por faltas menores como la herejía, bajo el patrocinio asesino de la llamada ‘Santa Inquisición”.
Y también por un tribunal de ‘usos y costumbres’, fue brutalmente humillado y torturado en la cruz en al año 33 de nuestra era, en la provincia romana de Judea, el venerado Jesús de Nazareth, de sagrada memoria para un amplio sector del mundo occidental.
Exactamente en fórmulas de ‘ajusticiamiento’ popular como los que estamos viendo cada vez con más frecuencia en el sur y el sureste de México, con la complacencia del gobierno de López Obrador, donde supuestos tribunales comunitarios, costumbristas, (les conceden ser tradiciones milenarias indígenas, pero no hay forma de comprobarlo científicamente), aplican castigos azotando toda la comunidad o simulando ahorcamiento –peligrosamente- hasta la muerte algunas veces, a quien cometa faltas.
Los dos primeros mártires, De Arco y Molay, murieron calcinados en la hoguera de la incomprensión y el tercero, el más conocido por el mundo, en un madero agonizó y murió de dolor, crucificado por un pueblo rabioso, implacable, manipulado por ideologías y dogmas. Un pueblo injusto; un pueblo inerte, por eso insensible… sin corazón para la misericordia y sin ojos para ver la injusticia invocada con rabia, casi siempre para complacer a un tirano.
Aunque lo que veremos el próximo primero de agosto en México, cuando el Gobierno Federal esté lanzando a los expresidentes vivos –a excepción del nonagenario Luis Echeverría- a una consulta ‘popular’ para que el pueblo pondere si debe o no aplicar justicia el Gobierno, no debe llegar al absurdo de los sacrificios como los tres casos anteriores, el someter a una especie de tribunal popular a individuos, de la calaña que hayan sido, para generarles escarnio y a la vez, popularidad a favor del príncipe en turno, constituye un acto malsano, solo propio de una actitud mentalmente patológica.
Que al final, si no llega ninguno de esos exmandatarios a juicio formal en tribunales, será la burla de su malqueriente opinión pública del mandatario mexicano.
Un acto que, como muchos de los que intenta López Obrador, pretende ser sublime… terminará siendo ridículo.
Porque la línea que divide lo sublime de lo ridículo es milimétrica, apenas imperceptible… y hay que saberla siempre distinguir… y respetar.
Autor: Héctor Calderón Hallal
@pequenialdo