EL SONIDO Y LA FURIA
MARTÍN CASILLAS DE ALBA
… and the plane flies through the air de Armando Hatzacorsian, (2005).
Ciudad de México, sábado 29 de enero, 2022. – “Uno anda cargando la culpa como si fuera una mochila llena de piedras”, fue lo que les comenté a mis amigos después de haber leído La caída de Camus. De pronto, me vino a la cabeza cuando trabajaba en IBM de México y viajaba a Nueva York muy seguido. Por eso, acostumbraba avisarle a la familia del próximo viaje a la hora de la comida. Un día de esos Martín mi hijo, con unos once años de edad, se enfermó súbitamente. Lo fui a ver cuando estaba acostadito en su cama para platicar con él: le decía que si él se imaginaba que el avión se podía caer, tal como podía haberlo deseado, no sería por su culpa, porque resulta que, a veces, los hijos se imaginan que se muere su papá y les da tal culpa que se enferman. Luego, nos acordamos cómo, al mismo tiempo, nos queríamos y nos gustaba jugar a muchas cosas. Por ahí lloramos un poco y fuimos poniendo las cosas en la balanza donde se equilibran los sentimientos encontrados. Había hecho consciente su sentimiento de culpa y descubrimos la causa. Nunca más se volvió a enfermar cuando me iba de viaje.
Las Erinias nos castigan como si fuera el efecto de los sentimientos de culpa. Divinidades violentas, Furias como les decían los romanos, cuya misión era vengarse de quien comete o se imagina cometer un atropello.
En esta vida encontramos miles de casos, como el puritano Andrew Eliot, quien vivió el resto de su vida infeliz, lleno de culpa, por el papel que desempeñó en la tortura y muerte de Tituba, una joven esclava antillana que la acusó de ser una brujas de Salem en 1692 en Massachusetts, como lo cita José Emilio Pacheco en Cuatro cuartetos de T.S. Eliot.
“Siempre me ha impresionado que ciertas personas hagan trabajos de alto riesgo y pongan en juego su vida. De algún modo quieren saldar una culpa, quieren dar oportunidad al destino de que se empareje con ellos y les pase factura por algo que hicieron en el pasado”, decía Juan Villoro a propósito de su libro La tierra de la gran promesa.
Raúl Páramo lo explicó en Sentimiento de culpa y prestigio revolucionario (MCE, 1982), en donde dice que “el peor pronóstico clínico ligado a una reacción terapéutica negativa sucede porque el principal conflicto está conectado con un marcado sentimiento de culpa. La terapia consiste en hacer conscientes esos sentimientos y descubrir las verdaderas causas.”
Por su parte Camus escribió esta versión (que no había considerado) de los efectos dramáticos del sentimiento de culpa: “Después de todo, la culpa ya estaba en sus comienzos; debía de haber oído hablar de cierta matanza de inocentes. Los niños de Judea asesinados mientras sus padres le llevaban a él a un lugar seguro, ¿por qué habían muerto los otros sino por culpa suya? Claro está que él no lo deseaba.
Aquellos soldados ensangrentados, los niños descuartizados le horrorizarían. Pero tal como él era, estoy seguro de que no lo pudo olvidar. Y toda aquella tristeza que se adivina en sus actos, ¿no sería la incurable melancolía de quien todas las noches oía la voz de Raquel, gimiendo por sus niños y rechazando cualquier consuelo? ¡El lamento se alzaba por la noche, Raquel llamaba a sus hijos muertos por él, y él estaba vivo! […] Sabiendo lo que sabía, conociendo todo lo del hombre (¡ah!, ¡quién hubiera pensado que el crimen no consiste tanto en hacer morir como en no morir uno mismo!), confrontando día y noche a su crimen inocente, se hacía demasiado difícil para él mantenerse en pie y continuar… vamos a liquidar eso de golpe, en la cruz.”
La caída de Camus me permitió darme cuenta del peso que implica el sentimiento de culpa, ese que andamos cargando como si fueran piedras en una mochila que, por cierto, desde hace rato, las he estado tirándo para caminar más ligero lo que me reste del camino.