Palabra de Antígona
Sara Lovera *
Nada me quita de la cabeza que estamos en un punto de inflexión, en la puerta de nuevos cataclismos y tremendas crisis que de manera diferenciada impactan la vida y el transcurrir de las mujeres. Una nueva etapa cuando ninguna mexicana se calla.
La madre tierra está herida, desangrada, en el agotamiento del parto y la crianza, y se anuncia, en medio del horror y el crimen, el fin de la naturaleza. La deforestación atenta contra el canto de los pájaros, la vida de los riachuelos; se desmoronan los ecosistemas. Nos cunde la desazón y la guerra.
Para bordar y tejer obras de arte regadas por todo en México escasea el algodón. Están en peligro cotidiano las creaciones, la cosmovisión, el aprendizaje milenario, la trasmisión cultural ancestral, expresadas en un sinfín de huipiles y vestimentas, como si alguien las echara al viento. Piezas complicadas, a fuerza del telar de cintura, diría Ita Yuyu Sierra Mendoza, porque no son productos en serie, sino el resultado de los sueños, del contacto con las diosas o de inspiraciones que se recogen de camino a cortar la leña o prender el fogón.
Ahora se imprime en las fábricas trasnacionales de la moda el detalle, el dibujo de los cuatro puntos cardinales de la tierra; se diluye el mensaje, se interviene la sabiduría para quedar en las cuentas de la ganancia y el comercio. No se trata sólo de un simple acto de plagio ni de reglas del intercambio de bienes y servicios. ¿Quién puede plagiar el alma?
Son esas vicisitudes de las creadoras que vienen de su espíritu y de una manera de ser, vivir, pensar, de construir, de su cosmogonía. A ellas les ha quedado claro que su arte es imprescindible. Sus lienzos en los que se despliega su mundo, en cada símbolo, suman siglos —quizá milenios— de conocimiento y espiritualidad.
A ellas, hoy se les quiere poner en un catálogo burocrático, un registro de autoría, en nombre del patrimonio cultural. No saben del conocimiento de millones de bordadoras, tejedoras, alfareras, armadoras de sombreros y tocados; de vestidos para baile, boda, bautizo, para la simple cotidianeidad de un montón de pueblos: 68 con lengua propia que suman entre 11 y 25 millones de mexicanas y mexicanos de las comunidades en desplazamiento continuo por el hambre. Que ya, que se registren, claman burócratas.
Eso oí, escuché, de las mujeres cooperativistas, integrantes de las Red de Cooperativas del Sur (Recosur), que dicen que La Ley Federal de Protección del Patrimonio Cultural de los Pueblos y Comunidades Indígenas y Afromexicanas — promulgada el 17 de enero de 2022— es una ley imperfecta, hecha con prisa política, sin escucharlas, sin acercarse siquiera a lo realmente pluricultural.
Fue en San Cristóbal de las Casas Chiapas, donde anunciaron la creación de una red nacional. Están en pie desde hace más de 10 años y apuestan a una economía distinta a la capitalista. Son mujeres migrantes, mixtecas en Baja California o mayas de Yucatán no visibles, las experimentadas de Chiapas y Guerrero, las del Estado de México, quienes se están juntando para exigir protección a su trabajo. Aun circulaba entre ellas el sabor de la traición de los acuerdos de San Andrés.
Ellas no saben de la política del poder patriarcal, ni tienen interés en las votaciones de cualquier clase, pero sí saben que se derrumban los árboles en todo el sureste para construir un tren que no necesitan. Quieren respeto, escucha y seriedad. Como diría el clásico: nada de politiquería, sino derechos y justicia. ¿Quién las oye? Veremos…
*Periodista, directora del portal informativo SemMéxico.mx