El sonido y la furia
Martín Casillas de Alba
La paleta de colores en La Oscurana de Tapalpa.
Ciudad de México, sábado 2 de abril, 2022. – A veces me pasa que, cuando escribo, la primera idea se va encadenando con otras como si fueran eslabones que forman parte de la línea del tiempo hasta que, de pronto, me estrello con lo actual. Tal vez me pasa, como dice William Soroyan, porque “simplemente estoy relatando, de modo que si me voy un poco por las ramas es porque no tengo prisa y porque no conozco las reglas” como lo acabo de leer en “Setenta mil asirios” el primer cuento de El joven audaz sobre el trapecio volante (Acantilado, 2004).
Después de casi dos años de confinamiento, pasamos unos días en La Oscurana en Tapalpa, el pueblo enclavado en la sierra con una flora que, en estas épocas del año, ofrece una paleta ocre y verde pálido. Mi abuela Cova nació en Tapalpa en 1859, porque su madre, Maclovia González Hermosillo decidió refugiarse ahí durante la guerra de Reforma (1858-1861) y la invasión francesa (1862-1867).
Años después, José Juan Tablada la conoció para describirla de la siguiente manera: “tenía la tez morena, el cabello negrísimo y los ojos de antílope de las bellezas que en las miniaturas persas ilustran Las mil y una noches, cuando miran sobre las praderas floridas de los huertos del sultán Sharhiar. Cova era una mujer que unía la belleza plástica con el encanto peculiar de las mujeres de esa tierra”.
A partir de mayo de 1994 me dediqué a escribir su historia. Primero, un mes a Chapala para reconstruir los años cuando Cova estaba casada con el abuelo para tener en 1902 a su hija Mina que pasó tantos días en el pueblo de pescadores que creían era nativa, antes que el pueblo se convirtiera en una Villa, a partir de la segunda década del siglo XX, después que don Porfirio y su corte pasaba las vacaciones de Semana Santa en El Manglar (1904 a 1910), invitado por su concuño, Lorenzo, “el Chato” Elízaga, casado con Sofía, la hermana de doña Carmen Romero Rubio.
Durante ese mes recorrí la Villa tratando de encontrar huellas de todo tipo, incluso restos de los rieles del ferrocarril que iba hasta Atequiza desde la estación de Chapala en 1920, diseñada por el abuelo en donde queda claro que había estudiado en la escuela de arquitectura de Chicago.
De ahí, me fui a Las Camelinas en Nuevo Vallarta para terminar de escribir las Confesiones de Maclovia en 435 páginas, feliz de hacerlo a cualquier hora del día o de la noche, una vez que había librado horarios y compromisos.
Por la cita de Tablada me fui a buscar a Sherezada, la persa que salvó su vida y la del resto de las doncellas que quedaban en la región, una vez que pudo entretener al sultán Shahriar con mil y un cuentos, durante casi tres años seguidos, cuentos que he vuelto a disfrutar en la versión de Yasmine Seale en The Annotated Arabian Nights (Liveright, 2021).
Divagando con estas historias, como si me hubiera ido por las ramas, de pronto, enfrento una realidad que me acongoja desde hace más de un mes cuando empezó la invasión de Ucrania que ha conmovido al mundo, hecha por un enfermo mental. Entonces, busco La tierra baldía de T.S. Eliot, dedicada a un amigo muerto en la Primera Guerra Mundial y leo esto:
Abril es el mes más cruel,
hace brotar lilas en tierra muerta,
mezcla memoria y deseo,
remueve lentas raíces con las lluvias de la primavera.
…
Ciudad irreal,
bajo la parda niebla de un amanecer de invierno,
sobre el Puente de Londres la multitud fluía,
nunca hubiera creído que la muerte deshiciera a tantos.
Tal como lo dice el poeta, abril es un mes cruel porque durante este tiempo salen las flores de la primavera en tierra muerta, como los ucranios han visto cómo sus jardines en Kiev y Mariúpol se han convertido en tierra baldía, sin poder creer que la muerte deshaga a tantos inocentes.