Luis Farías Mackey
Todo pueblo tiene una voz inaudita, sutil; a veces monstruosa. Esta voz no se oye con el oído —órgano y sentido corporal para percibir sonidos—. Se requiere de un “tímpano hetero—auditivo (desigual, diferente) para escucharla: “prestar atención a lo que se oye”.
Solo unos pocos son capaces de captar su voz, de escucharla y, mucho menos aún, de entender su mensaje. Pero toda voz emite una frecuencia que vibra en el espacio. Se dice que Beethoven, ya sordo, seguía escuchando, “tal vez incluso más y mayores cosas que antes”, porque el oído oye más que lo oído (Heidegger).
Nuestro problema, hoy, es una voz que quiere usurpar la del pueblo; una voz omniaudita, monótona, pendenciera y pobre. Y ya sabemos que cuando “la voz humana pierde su carácter de signo, se vuelve abismal y demoníaca” (Byung—Chul Han). Porque todo parloteo es procaz.
Sí, somos palabra, pero también silencio, y es en esa mezcla de sonidos y silencios que logramos descifrar el significado. Quizás Beethoven logró, sordo, escuchar el silencio mancillado por el abuso de la palabra. Oímos sonidos, pero sintonizamos significados que armonizan sonidos, silencios, entonaciones, pausas, ritmos y hasta espacios.
Es ese “mundo sintonizador” el que hemos perdido en un universo de ruidos sin sentido ni significados, que hacen de suyo imposible la armonía y la armonización. Oímos demasiado para acabar por no oír nada. Dice Hiedegger que lo oído y visto pasaron a ser objetos de consumo. Pero el problema no es solo la voz monopolizada y la expropiación de los silencios, sino nuestra pérdida de capacidad para sintonizar las frecuencias y discernir entre la palabra chatarra y la palabra con sentido. Se trata, pues, de grados de tonalidad en la escucha que perciban cambios de voz, estados de ánimo, prestidigitaciones y engaños. Se trata de aprender a escuchar intencionalidades y, sí, desconfiar del sonido y de las flatus vocis (soplos de voz).
Hoy, además, se traiciona a la palabra y a los conceptos, se trastocan significados y se abusa del engaño: a un valla alambrada, propia para cargas de caballería alrededor del Palacio Nacional se le llama ¡Muro de Paz!; a la desforestación institucionalizada, “Sembrando vida”; al dispendio delirante, “soberanía”; a la locura, “Transformación”.
Por eso, debemos “pensar la voz desde la nota y su melodía, desde la afinación, a la que tanto el ojo como el oído deben su ser”; afinar nuestra escucha para “oír a pesar de la sordera o, más bien, justamente a causa de ella” (Byung—Chul Han).
Con el sonido viaja algo más que el sonido cuando la voz es sabia. En él vibra una frecuencia que el ser percibe incluso antes que el órgano oído, cerremos nuestros oídos al ruido y sintonicemos nuestro ser con la frecuencia de la voz inaudita de México. Llego la hora de callar a las chachalacas y vibrar con el silencio de las palabras que la patria palpita en nuestro ser.