* Las imágenes de las hambrunas en África, de los desnutridos en América Latina, de los sin hogar en Estados Unidos, son un golpe a la razón, tremenda afección al corazón. La fe no alimenta ni mitiga, y quienes tienen a su cargo a grey y fieles, quedan contritos ante lo que son incapaces de solucionar
Gregorio Ortega Molina
Hay una manifestación de la angustia que muchos no quieren aceptar, pero que a todos afecta, ya sea a los que la padecen o como consecuencia social de los que la sufren, y casi sin remedio, a no ser la empatía con los muertos de hambre o la filantropía, aunque los proyectos no cuajan porque crece el número de los afectados.
¿Importan las cifras, los datos duros, o con los hechos es suficiente? Hay un efecto Jean Valjean: se roba para alimentar a los hijos, y lo que se sustrae es comida; se ha constatado que “amas de casa”, modositas mujeres casadas, se prostituyen cada vez que el hambre aprieta en sus hogares. Y claro, también se mata por hambre, lo mismo que se muere por su causa. Las imágenes de las hambrunas en África, de los desnutridos en América Latina, de los sin hogar en Estados Unidos, son un golpe a la razón, tremenda afección al corazón. La fe no alimenta ni mitiga, y quienes tienen a su cargo a grey y fieles, quedan contritos ante lo que son incapaces de solucionar.
Es parte de la condena a la expulsión del Paraíso. Sin trabajo no hay alimento, y las naciones se muestran incapaces de crear suficientes empleos.
Escribe Kierkegaard en El concepto de la angustia: “El educado por la angustia es educado por la posibilidad, y sólo el educado por la posibilidad está educado con arreglo a su infinitud. La posibilidad es, por ende, la más pesada de todas las categorías. Oyese con más frecuencia lo contrario: la posibilidad es muy ligera, la realidad muy pesada. Pero, ¿a quién se oye decir estas expresiones? A hombres infelices, que no han sabido nunca lo que es posibilidad y que, así como la realidad les ha mostrado que no sirvieron ni servirán para nada, reavivan mentirosamente una posibilidad bella, encantadora, pero que en el mejor de los casos responde a una simplicidad juvenil, de la que más bien deberían avergonzarse”.
Los que se avergüenzan por no poder satisfacer el hambre de sus gobernados renuncian, como Elizabeth Truus, y con todo pudor se alejan de esas quimeras que todo lo complican en lugar de resolver.
¿Cómo desprenderse de esta angustia? Todos convivimos con ella.
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