Luis Farías Mackey
El problema no es el mal. Éste siempre será mal, el problema es cuando el mal se convierte en algo trivial, común, insubstancial. Cuando es parte del paisaje; cuando no sorprende, conmueve ni extraña, cuando es inconsciente e irreflexivo, cuando puede extenderse como la humedad hasta oxidarlo todo. Cuando se impone como normalidad, cuando ya nadie repara en él. El problema del mal es cuando alcanza su estado de banalidad. Para Arendt, Eichmann, el oficial nazi juzgado en el Tribunal de Núremberg, debió ser condenado no tanto por sus crímenes contra natura, sino por su incapacidad de reflexionar sobre lo que hacía desde la perspectiva del otro, en su caso, los judíos que condujo a la cámara de gases.
Se habla mucho del pueblo bueno, pero fue el pueblo bueno el que condenó frente a Pilatos a Jesús, a Sócrates a la cicuta, a Galileo a la hoguera. El pueblo bueno eligió y siguió a Hitler hasta casi su extinción; fue el pueblo bueno el que intentó acabar con la República norteamericana tomando el Capitolio en favor de Trump y puede ser el pueblo bueno el que acabe con la democracia en México y con México mismo.
Hoy se presumen las encuestas contra el INE como la verdad absoluta, cuando lo único que hacen es privarnos de nuestra reflexión y opinión propias. El tema es de vieja raigambre, para los padres fundadores de Norteamérica la opinión pública es la negación del espíritu público. Lo propio de los hombres es la pluralidad y la discusión, cuando en lugar de éstas lo que priva es la “verdad demoscópica”, el espíritu propio de la pluralidad y la libertad se pervierte y la Re—Pública (lo público, aquello que es entre nosotros y nos concita en unidad sin fundirnos ni callarnos — está en peligro.
James Madison escribió en El Federalista: “cuando los hombres hacen ejercicio de su razón de forma serena y libre en una gran variedad de asuntos, se forman inevitablemente diversas opiniones… pero cuando se rigen por una pasión común, sus opiniones, si es que pueden llamarse así, son idénticas”. En su caso, Jefferson se negaba a someter sus opiniones a ningún credo o capilla, “ya se trate de religión, filosofía, política o cualquier otro asunto con respecto al cual yo sea capaz de pensar por mí mismo”, por ser la “última degradación de un agente libre y moral” y, concluía: “Si la única forma de que yo pudiera ir al cielo consistiera en ir de la mano de un partido, no iría jamás allí”. El tema no es menor y lo separo para otra entrega sobre “la pasión común” en el voto ciudadano.
Regresando a nuestro tema, hoy la deliberación, propia de la Polis, está ausente. En su lugar se nos adminiculan encuestas y estadísticas de la verdad “medida”. ¿Para qué discutir, cuando ya una mayoría, sin deliberación pública previa, se ha expresado? Las encuestas no ponen en riesgo la verdad, sino “nuestra capacidad de creer en la realidad de los acontecimientos políticos como tales” y en tanto propios de nuestra responsabilidad, sostiene Kohn, porque al perder el sentido de la realidad perdemos libertad y poder políticos. La opinión pública, manejada con las herramientas digitales hoy en boga pueden llegar a ser una especie de totalitarismo social, sin campos de concentración, ni Gulags; sin alambradas y sin Eichmanns. El enjambre digital, le llama Biung—Chul Han.
Cuando los griegos van al campamento de Aquiles para que deponga su ira, Fénix, anciano enviado por Peleo —dios padre de Aquiles— como su escolta le dice: me envío para que te enseñase a “ser decidor de palabras y autor de hazañas”, porque la libertad política no es otra cosa que discurso y acción. ¿Cómo opinar en público —discursar—, cuando ya la métrica ha hablado, aunque la libertad y los hombres callen? Hoy encuestas y mañaneras se dan la mano para imponernos el padecimiento de una opinión única: el INE es el demonio y quien lo apoye unos apostatas. Tal es la “pasión” —la acción de padecer— común que se nos impone como cárcel, opinión y conversación, coartando nuestros pensamientos propios y plurales. Pues bien, el fenómeno de Eichmann es la petrificación del pensamiento, la anulación de percibir el presente, reflexionar y deliberar sobre él y estar en condiciones de actuar en comunidad ante el futuro desconocido. Ya lo hemos comentado, saber y pensamiento no son lo mismo, el pensamiento se acciona cuando termina el saber y nos asalta lo desconocido, la situación límite (Jaspers). El que sabe no tiene por qué pensar lo que ya sabe, es lo que se desconoce —la nada de Kierkergaard— lo que mueve a pensar. Y es aquí donde la banalidad del mal, su nimiedad, mata la capacidad de pensar. Sin ella, los hombres nos convertimos en superfluos (Arendt). Es curioso, porque Eichmann, como las estadísticas, conserva su capacidad de sumar y comparar, pero no la de pensar: Ante el exterminio masivo y sistematizado de seres humanos no piensa, obedece. Por eso Arendt sostiene que el súbdito ideal de un régimen totalitario es aquel para quien “la distinción entre los hechos y la ficción, entre lo verdadero y lo falso, ha dejado de existir”. Eichmann era ya incapaz de pensar en el sufrimiento ajeno, el genocidio a su cargo era un problema de eficiencia y productividad, una carga burocrática que nada tenía que ver ya con la humanidad ni su conciencia, entendida esta como saber que se sabe. Haber intentado hablar con él hubiese sido, dijo Arendt, como hablar con una pared. Algo parecido a lo que pasa hoy en ambos extremos de nuestra polarización nacional y en el Salón Tesorería.
Para la marcha del domingo 13 de noviembre tenemos que empezar por distinguir el bien y el mal, el mal de la banalidad y lo verdadero de lo falso. No es cierto que el mal sea el INE, ni su gasto, ni sus personeros. Podrán ser mejorados, sin duda; tendrán excesos, por supuesto; pero no son el problema; tampoco lo es un fraude omnipresente cual deidad y mantra; menos aún unas elecciones en riesgo. Menos lo es su presupuesto, que pudiera ser acotado racionalmente, pero que nada significa frente a los caprichos y dispendios egipcios del faraón tropical.
La marcha del 13 de noviembre del 2022 es sobre y en defensa de nuestros derechos políticos, de nuestra capacidad de pensar, de reflexionar, de evitar lo banal; de nuestras libertades, de nuestro espíritu público, no de la “opinión pública y medida”. Finalmente lo es de nuestra acción libre y soberana. Concluyo con el mejor ejemplo a la mano: la marcha del domingo es por salvarnos de convertirnos en Eichmanns de nuestra democracia.