Joel Hernández Santiago
La mañana del 24 de diciembre, horas antes de que se celebrara la noche de Navidad, en una avenida de Cuautitlán Izcalli, Estado de México, un hombre arrolló con su vehículo a Jorge Claudio Mendoza, un vendedor de tamales que tranquilamente transitaba con su carrito-triciclo. El golpe fue mortal.
El conductor que cometió el atropello huyó del lugar inmediato; no prestó auxilio a Jorge Claudio; presuntamente iba a exceso de velocidad y con signos de embriaguez por alcohol. Gracias a las cámaras de vigilancia se le pudo dar seguimiento y más tarde fue detenido. Pero ese mismo día, horas más tarde, la Fiscalía del Estado de México lo dejó en libertad. El delito que se le atribuyó fue de menor gravedad y permitía dejar en arresto domiciliario al conductor.
El caso pudo haberse cerrado en estas condiciones. Una clasificación de delito extrañamente favorable a quien cometió el atropello, un trabajador muerto, una familia deshecha, un futuro incierto para los hijos que quedan en la orfandad y a los que Jorge Claudio, con su trabajo, había conseguido que ya estuvieran en la Universidad cursando una carrera profesional… Todo destruido en un momento-en un segundo.
Pero el tema se hizo mediático. Los hijos del fallecido dieron la voz de alerta. Se estaba cometiendo un doble atropello, según su criterio y el de sus abogados, toda vez que les indignaba que el conductor del mini vehículo había salido sin más que un cargo por el que luego de la reparación económica del daño podría quedar en plena libertad.
El escándalo se hizo mediático y fue mayúsculo. Siete días después, la mañana del 31 de diciembre, Ken Omar N., el conductor, fue detenido de nueva cuenta y puesto a disposición de la autoridad ministerial para revisar el caso y reclasificar el delito.
De no haber sido un asunto que escaló medios de comunicación, redes y opiniones, la cosa hubiera terminado pronto. Así, simple y sencillamente, sin más ni más: una forma de impunidad.
Y como este caso, que sirve como ejemplo de cómo se mueven los procedimientos de procuración de justicia en el país, existe la presunción de incapacidad o complicidad o ignorancia o mala fe o corrupción de las autoridades de la ley que pudieron dar carpetazo a este asunto.
Y la pregunta frecuente es ¿cuántos mexicanos están en la cárcel acusados de delitos que no cometieron sólo por capricho o voluntad o acuerdos de las autoridades? ¿Cuántos de aquellos que cometieron delitos están libres por obra y gracia de estas autoridades que mueven el tema legal a su libre albedrío sin que nadie pueda oponerse a ello y la gente, sobre todo la gente sin recursos, no pueda ejercer un derecho a la defensa propia o de sus familiares o amigos y conseguir justicia?
La impunidad en México sigue vigente. Y más aún en tiempos de extrema violencia criminal. En tiempos de delincuencia organizada. En tiempos de agravios por cualquier mínimo detalle en una sociedad nerviosa, cada vez más violenta, armada en muchos casos…
La impunidad enmudece a un país en donde sus habitantes desconfían de la justicia, de los representantes de la justicia y de aquellos que dicen que están ahí –retribuidos con recursos públicos—para cuidarnos y evitar delitos y atropellos e injusticias.
La desconfianza en la autoridad es preminente hoy en México. El miedo a la autoridad, también: cuando debiera ser lo contrario.
‘En México de cada 100 delitos que se cometen, solo 6.4 se denuncian; de cada 100 delitos que se denuncian, solo 14 se resuelven. Esto quiere decir que la probabilidad de que un delito cometido sea resuelto en nuestro país es tan solo de 0.9%.
‘De este tamaño es la impunidad en México. A estas cifras responde la baja confianza que reportan los ciudadanos hacia los ministerios públicos y fiscalías o procuradurías estatales, solo el 10.3% de las personas dice confiar mucho en estas instituciones.’ Según informes de las organizaciones Impunidad Cero, en colaboración con Jurimetría.
Esto es: 93.60 por ciento de delitos cometidos no fueron denunciados; 6.40 por ciento fueron denunciados y solo 0.90 por ciento fueron resueltos. Los porcentajes no pueden ser más dramáticos y resultan el retrato de la procuración de justicia en el país y de la falta de confianza en sus autoridades por parte de los ciudadanos.
Y no parece que las cosas vayan a cambiar a corto plazo. En todo el país, en este mismo momento ocurren violaciones a la justicia, corrupción, enjuagues, incapacidad, ignorancia, falta de presupuesto o una enorme sarta de deficiencias que hacen imponerse a la impunidad y hacen que el ciudadano se sienta inerme ante tal panorama de terror.
Esto de la procuración de justicia -hoy a través de las fiscalías federal, estatales o municipales- es un mundo que parece intocable e irreparable; un inframundo que está cubierto de tentáculos que estrangulan a la justicia y que difícilmente pueden ser cercenados: pero no imposible.
Es tema republicano y democrático que la justicia impere por encima de la impunidad; que en las cárceles no haya inocentes o sujetos a procesos que duran años interminables sin determinar inocencia o culpabilidad; que la gente que atiende el tema sea capaz, incorruptible, justa y bien pagada… Que haya justicia, sin adjetivos. ¿Es mucho pedir en un país en el que se presume que impera el Estado de Derecho?