Por David Martín del Campo
El levantamiento neozapatista de 1994 fue su confirmación. Elena voló temprano a San Cristóbal, aquel invierno, para entrevistarse con el Subcomandante Marcos y su pipa. Viajó con sus hijos, con la fotógrafa Maya Goded, para lograr esa plática de cinco horas. Estaba como extasiada, tenía 59 años y los más pobres entre los pobres se habían alzado en armas contra el gobierno de Carlos Salinas de Gortari. ¿Se podía pedir más? Por fin ocurriría el asalto al Palacio de Invierno… aunque sin Lenin ni las milicias bolcheviques.
Elena Poniatowska Amor recibe la medalla “Belisario Domínguez” que otorga el Senado de la República como reconocimiento a su obra y su labor social. Ya nonagenaria, Elena anda buscando el rincón de su casita en Chimalistac donde habrá de colgarla. Como colgaba aquellas otras medallitas, en 1949, cuando impartía el catecismo como cursillista de la hermandad católica francesa. Tenía 17 años, no había podido incorporarse al bachillerato. Quería trascender en este país “chaparrito” de adopción, así que se inscribió en un curso de taquimecanografía. Algo aprendería, porque el idioma español lo mamó (es el verbo) de su nana Magdalena, y de las escapadas que hacía a la Alameda, sentada en una banca, donde escuchaba a los novios y las comadres conversar… y que le heredarían ese deje particular de expresarse.
A Elena siempre le ha gustado platicar. Así logró su colaboración en el diario Excélsior, muy jovencita, donde publicó una entrevista diaria durante todo 1954. Dolores del Río, Juan Rulfo, la pintora María Izquierdo… cuyas conversaciones la “educarían” en los mejores términos, para incorporarse como autora y periodista en el medio cultural mexicano.
Descendiente de la realeza polaca (su nombre completo es todo un trabalenguas, Helène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor), llegaría a ser conocida con el tiempo como “la princesa roja” de la cultura mexicana.
Sus mentores personales, de los que lo aprendió todo, fueron Fernando Benítez, Ana Cecilia Treviño (Bambi), Juan José Arreola, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, a quien le profesaba una verdadera adoración. Platicaban, compartían conferencias. Una tarde, al volver a casa, el taxista que los transportaba, embebido con su charla, respondió cuando le preguntaron cuánto se debía: “No es nada, padrecito; con que me dé su bendición me doy por bien servido”.
Más que hablar de sí misma y su entorno privilegiado (La flor de lis, El amante polaco), Elena ha optado por “darle voz a los que no la tienen”, y así ha pergeñado las vidas noveladas de Demetrio Vallejo (dirigente ferrocarrilero) en Primero pasa el tren, o Josefina Bohórquez (la Jesusa Palancares de Hasta no verte Jesús mío), Angelina Beloff, la esposa repudiada de Diego Rivera (Querido Diego, te abraza Quiela), Gaby Brimer (biografía de esa muchacha minusválida), Tinísima, (de la fotógrafa Tina Modotti), Juan Soriano, Guillermo Haro, astrónomo (El Universo o nada), quien se convertiría en su marido, hasta que murió en 1988 al pie del Observatorio de Tonanzintla.
Pero quizás los mejores años de Elena hayan sido cuando enabolaban la temible “troika de Chimalistac”, las tardes de los jueves en que se reunían con ella las escritoras Silvia Molina y María Luisa Puga, para apabullar maridos, políticos y editores… cofradía a la que luego se le sumarían Guadalupe Loaeza y Sara Sefchovich. Un taller “literario” que no dejaba títere con cabeza.
El libro trascendental de Elena, sin lugar a dudas, ha sido La noche de Tlatelolco, en el que logró conjuntar voces y testimonios de los dirigentes y presos del movimiento estudiantil de 1968… y cuya autoría reclamaba Luis González de Alba (de un manuscrito suyo prestado en Lecumberri), hasta que se suicidó en 2 de octubre de 2016 en Guadalajara.
Una vida tremenda, si cabe el epíteto, ha sido la de Elena. Su amor a la palabra, al testimonio del otro, a las mejores causas, al país de adopción. ¡Cómo ha crecido esa niña, desembarcada en 1932, cuando huyendo del asedio nazi apenas farfullaba el idioma español! Merecidísima la Belisario Domínguez, quien cayó defendiendo la palabra y la libertad. Por cierto.