Luis Farías Mackey
Hoy quiero rescatar una argumentación despolitizadora, neutralizante de lo político, en tanto uno de los ardides más recurridos para excluirnos de la discusión y escena pública, y hacer un uso hegemónico del poder.
Es del jurista alemán Carl Schmitt, para quien el argumento de lo “humano”, sustentado en los derechos humanos y en una supuesta aptitud y defensa humanitaria se utiliza para despolitizar, desnaturalizar la política y acabar con ella en tanto plural y por cuanto acción compartida.
Schmitt nos alerta sobre esta especie de superchería que pone por encima de cualquier interés político —entiéndase general y plural, un interés particular, probablemente legítimo pero restringido— alegando en su favor el interés universal de la humanidad y propio del hombre en general. Y, argumenta: “La humanidad en cuanto tal no puede hacer la guerra porque carece de enemigo, al menos en este planeta. El concepto de humano excluye el concepto de enemigo porque el enemigo a su vez no deja de ser hombre, y ahí no hay ninguna distinción específica”.
Para él, pues, el concepto de humanidad no puede ser uno político, propio de la alteridad, distinción y pluralidad. Así, para Schmitt, cuando lo humano, lo humanitario y lo humanista se utiliza para entablar una guerra, estamos ante una retórica mentirosa, un disfraz que enmascara el interés de un Estado—Nación, una soberanía determinada, o bien una agenda particular.
Él escribe su argumento a raíz de las guerras que en el siglo XX se entablaron a nombre de la humanidad, y así dice: “Cuando un Estado combate a su enemigo político en nombre de la humanidad, no se trata de una guerra de la humanidad sino, más bien, de una de aquellas —una de esas guerras, pues— en las que un Estado dado que se enfrenta a un adversario trata de acaparar un concepto universal e identificarse con él (.. .) el hecho de atribuirse ese nombre de humanidad, de invocarlo y de monopolizarlo, no podría sino manifestar una terrorífica pretensión de negarle al enemigo su calidad de humano (…) de llevar la guerra hasta los límites extremos de lo inhumano”. Por tanto, concluye: “La humanidad no es un concepto político, por lo tanto, no existe ninguna unidad o comunidad política, ningún estatus que le corresponda”.
Para él, el argumento “humanitario de humanidad” es una denegación polémica propia de órdenes compartimentados y excluyentes.
De este argumento de Schmitt, Jackes Derrida encuentra tres “gestos” destacables: la no politicidad del concepto de humanidad o de humanitario; pero, no obstante y paradójicamente, la hiperpoliticidad interesada y disfrazada de intereses políticos y “sobre todo económicos”. Finalmente, lo terrorífico de “esta hipocresía hiperestratégica, hiperpolítica, en esta intensificación astuta de la política”, toda vez que en nombre de la humanidad se trata a otros humanos como bestias, se les deshumaniza: “Nada sería menos humano que ese imperialismo que, actuando en nombre de los derechos del hombre y de la humanidad del hombre, excluye a hombres de la humanidad y les impone tratamientos inhumanos. Los trata como bestias”.
Pues bien, aquí hoy en casa tenemos una especie tropicalizada en populismo que aplica el mismo argumento y conclusión, pero no con el vocablo humanidad, sino con el de pueblo. Primero arguyeron al “pueblo bueno”, incluyendo y derivando que había un pueblo malo, donde el que mienta en su favor al pueblo bueno determina quién es el malo. Pero luego ya no les fue necesario calificar al sujeto y les bastó con mentarlo: el pueblo.
Detengámonos un momento sobre el vocablo “pueblo” para ver sus implicaciones. En su Diario Filosófico, Arendt escribía en abril de 1951: “el hombre existe en plural”. Expulsado del paraíso fue forzado a la pluralidad, igual que los animales. Así, “el Estado, como ‘civitas terrena’, existe para cuidar en lo posible de nuestra animalidad en una forma digna del hombre, para mantener al hombre precisamente en su ser animal, es decir, en su pluralidad”. Pero los judíos optaron por “suavizar” esta nuestra condición y “desarrollaron un concepto estúpido de pueblo” como “pretexto para salir del atolladero de la pluralidad y forjarse la imagen de una unidad singular. El pueblo judío se convierte en la imagen de Adán, lo mismo que Adán en la imagen de Dios”. Así, bajo ese concepto, adujeron ser el “pueblo de Dios” en una doble relación: Dios tiene un pueblo y ese pueblo tiene a Dios; fuera de ello no hay ni Dios ni categoría o naturaleza de pueblo disponible.
Pues bien, de ese concepto de “unidad singular” que niega la pluralidad humana y hasta la existencia de un Dios sin dueño ni pertenencia, nuestras teorías políticas han bordado utilizaciones de conceptos exclusivos y excluyentes como el de las guerras por la humanidad de Schmitt, o del “pueblo bueno y sabio” de López. Hoy, además, en la sociedad civil encontramos también universales con similar cariz.
Pero regresemos al carril de nuestro planteamiento: hoy, por ejemplo, la otrora Comisión Nacional de Derechos Humanos, convertida en piedra que arrastra el río de la ignorancia y la ignominia, dice no defender los derechos humanos, sino los derechos del “pueblo”, bajo el entendido que para ellos pueblo no es un plural omnicomprensivo, sino una unidad singular, exclusiva, excluyente, erizada y apropiada.
Y, al igual que Schmitt en tratándose de humanidad, López, por lo que hace a pueblo, lo utiliza como ardid hegemónico y antipolítico, donde el pueblo no somos todos, sino aquellos que comulgan con sus ruedas de molino, dádivas clientelares y delirios mañaneros. Un universal aún menos asible es la 4T: cualquier cosa que ella sea, no pasa de una superchería engaña bobos para polarizar y excluir de la humanidad y de la mexicanidad a quienes no comparten su fe con igual ceguera que sinrazón.
Por eso hay pueblo bueno, por un lado, y adversarios de multifacética descalificación, por otro; corcholatas en la ignominia idólatra y marrulleros voraces de poder y corrupción; democracia morenista y engaño opositor.
La verdad es que no existe pueblo de Dios, como tampoco pueblo que por esencia no sea plural, contradictorio y diverso: sólo hay hombres en pluralidad, nada más. La diferencia es que quien cree en “su” pueblo como propiedad y unidad indisoluble, olvida lo que hace al hombre hombre es su libertad, su bendita imprevisibilidad y capacidad de empezar a cada momento algo totalmente nuevo. Su capacidad de negar todo conductismo y toda predicción, incluso mandato. Su divina capacidad de decir no.
Lo he dicho hasta el cansancio: lo que hace al mandato es la obediencia; tú mandas hasta que te dejan de obedecer. Hasta con los dioses pasa; no es que mueran, es que simplemente dejan ser objeto de adoración.