La conquista de México, consolidó a España como una potencia de primer orden en el mundo y a un vasto imperio de casi cuatro siglos, que comenzó con la destrucción de Templo Mayor de Tenochtitlan en 1521 y que culminó con la perdida de Cuba, Filipinas y otras posesiones españolas de ultramar en 1898. Chovinismo aparte la joya de la corona la constituyó el poderoso y rico virreinato de la Nueva España, de quien también dependían administrativamente las Filipinas, el Caribe y Centro América.
Por más asombroso que parezca, la metrópoli nunca destinó un gran ejército para salvaguardar un territorio de más de cuatro millones de kilómetros cuadrados y que a mediados del siglo XVIII, tuvo alrededor de seis millones de habitantes. La razón no obedeció a displicencia, negligencia o falta de recursos sino al fundado temor de que un ejército poderoso estacionado en la Nueva España podía alentar proyectos independentistas entre los criollos o bien a algún virrey a coronarse monarca de México.
Para aquella primera mitad del siglo XVIII, las fuerzas del rey en nuestro territorio ascendieron a escasos tres mil hombres, que se distribuyeron principalmente entre la guardia del virrey, las guarniciones de las fortalezas en las costas y los presidios en el norte. A pesar de lo ostentoso de sus denominaciones como batallones o regimientos, muchas de estas unidades estuvieron conformadas apenas por unas decenas de hombres y unos cuantos oficiales al mando.
La situación dio un vuelco en 1762, cuando una fuerza combinada de 15,000 británicos redujo a los 1,600 hombres de la guarnición de La Habana y ocupó por once meses Cuba. Los españoles no podían darse el lujo de perder su más preciada posesión en el Caribe y después de arduas negociaciones canjearon la devolución de la mayor de las Antillas a cambio de entregar la Florida al enemigo.
La toma de La Habana encendió las alarmas en Madrid, asombrados vieron en la corte, como otras potencias europeas podían hacerse de virreinatos y capitanías generales. Particularmente hubo temor que la Nueva España tan cercana geográficamente a Cuba pudiera ser tomada por los británicos. Entonces se decidió reforzar las tropas y fortificaciones en México, aun así, a pesar de la llegada de fuerzas peninsulares, el ejército español en México no aumento considerablemente.
Entre las obras que se llevaron a cabo para reforzar el sistema de fortificaciones militares se construyó la fortaleza de San Carlos en Perote, Veracruz. La fortaleza tenía por objeto proteger el valle de México y cerrar el paso a fuerzas invasoras que pretendieran avanzar del puerto a la capital. Su construcción inicio en 1770 y la concluyó en 1776 el afamado 46 virrey Don Antonio María de Bucareli.
A partir de entonces San Carlos en Perote ha sido un sitio de enorme relevancia en la historia de México, además de sus funciones militares fue cárcel de personajes ilustres como Fray Servando Teresa de Mier, ahí murió en 1843 Guadalupe Victoria primer presidente de México y durante la Segunda Guerra Mundial fue campo de internamiento de súbditos italianos y alemanes. Pero su mayor gloria estriba en que ahí se fundó, justo hace doscientos años, el 11 de octubre de 1823 el Colegio Militar, heroico por decreto presidencial desde 1949.
La memoria de los trescientos años de presencia española en México, es rica en leyendas, crónicas y anécdotas, afortunadamente se han preservado gracias a la pluma de grandes historiadores como Don Luis González Obregón en su monumental México Viejo o de manera más cruenta por Manuel Payno y Vicente Riva Palacio en el Libro Rojo de 1870.
La fortaleza de San Carlos no es ajena a estas leyendas y aquí surge la historia alrededor de dos toscas esculturas, talladas en roca negra, que se yerguen como vigías en la puerta de acceso a la fortificación. Representan a los centinelas Francisco Ferrer y Jaime Castells, soldados de infantería del ejército español.
Se cuenta que en el fuerte de Figueras cerca de la frontera franco-española, en 1793, se encontraban durante una obscura noche cubriendo el servicio de centinelas en la puerta de la fortificación, los soldados Ferrer y Castells ambos de origen catalán.
La noche transcurrió sin novedad, y a la mañana siguiente al hacerse el cambio de guardia, los relevos se percataron que Ferrer y Castells se encontraban muertos uno frente a otro y atravesados con sus respectivas bayonetas. Pronto iniciaron las indagatorias y se supo que ambos se atacaron mutuamente atravesándose con sus bayonetas, el motivo de la disputa fueron los amores de una bella mujer de nombre Olalla de Olot.
El crimen pasional derivó en un escándalo, no solo por el mutuo asesinato sino por haber infringido la más elemental disciplina militar y haber puesto a toda la guarnición en riesgo al quedar la fortaleza sin centinelas durante la noche. Incluso la pena por abandonar un puesto de guardia se castigaba con la pena de muerte.
El rey Carlos IV, entonces ordenó como ejemplo para todas las tropas y para amonestar a los centinelas para no cometer en un futuro actos similares, que fueran esculpidas dos tallas de piedra representando a Ferrer y Castells, cuyo castigo seria estar de guardia de manera perpetua en una fortaleza en América, lo cual correspondió a Perote.
A partir de entonces las estatuas han permanecido en guardia en San Carlos, y el castigo que no se les pudo dar en vida a los irresponsables centinelas ha trascendido de manera perpetua tal como se dispuso en 1793.