RODOLFO VILLARREAL RÍOS
Si bien los nombres son similares, además del lenguaje en que se encuentran escritos, entre ellos existen diferencias varias. Para empezar, media una distancia de poco más de diez mil kilómetros. Una, era la avenida ubicada en la capital del antiguo Imperio Mexica y la otra, es una iglesia, en la que fuera sede del Imperio Romano.
Como es de esperarse, cada una tiene sus características peculiares. Eso vino a la mente de un camínate cuando, de pronto, se vio parado en medio del lugar que alberga a la segunda. En ese contexto, fueron llegando a su mente imágenes de la primera mientras iniciaba un proceso que paliaría un poco su ignorancia acerca de la segunda. Al mismo tiempo, comprendería algunas cosas que le habían pasado de noche. Vayamos a ver de qué se trató.
De súbito, recordó como una mañana de hace muchísimos años, tantos que los arrepentidos de hoy decían que la democracia aún no llegaba. Transitaba, como lo hacía desde meses atrás, por la avenida San Juan de Letrán camino a su trabajo. Apenas había pasado por enfrente del cine símbolo del “pecado” y, en medio de un tráfico que se movía lentamente, esperaba que la luz del semáforo apareciera en verde. Sin que mediara motivo, de pronto, sobre el parabrisas del auto se estrella un pedazo de concreto que no adivinaba a saber de dónde provenía.
Acto seguido, un tipo sucio, desaliñado, perturbado obviamente de sus facultades mentales, se acerca al vehículo lanzando improperios y azotando el cristal de la ventanilla. En eso, aparece la luz esperada y acelera sin importarle los estropicios que el objeto había realizado, ya habría tiempo de ocuparse de ello. Ese camino no le era extraño, recién llegado a la capital lo había recorrido varias veces a pie.
Cuando llegó a la capital, al escuchar el nombre de San Juan de Letrán, lo primero que le venía a la mente era lo que durante su infancia-adolescencia provinciana oyera y leyera acerca de que por ese rumbo estuvo, durante muchos años, la vida nocturna de la Ciudad de México. Cuando él se apareció por aquellos sitios, todo eso tendía a desaparecer.
Apenas estrenado en la capital, le daba por salirse a dar marchas largas para conocer la ciudad. Uno de esos días, tomó camino hacia el este del lugar en donde moraba y terminó por encontrarse con aquella calle o mejor dicho con la continuación de esta. En ese sentido, decidió dirigirse rumbo al sur. Ignorante de cualquier cosa, recorrió un buen trecho y de pronto encontró una pared que ponía fin a la vía.
Para ese momento, ya asemejaba el nombre de ese tramo, Niño Perdido, y desconocía en donde estaba, así que decidió emprender el retorno. Los antiguos habrán de recordar que ahí en donde, hoy, entronca el llamado Eje Central con la Avenida Río Churubusco, un día existió un muro que marcaba límites.
Nunca le dio por comprobar cuanto quedaba de aquello que se viviera en otros tiempos. Cuando San Juan de Letrán ya era el Eje Central, las veces que anduvo por ahí fueron simplemente de paso diurno rumbo a otros lugares que nada tenían que ver con festejos o diversiones a las cuales la mitología urbana convertía en leyenda.
Con el trascurrir del tiempo fue observando aquellos lares como algo cada vez más lejano que nada tenía que ver con su vivir diario. Así, cuando pasaron muchos años y los kilómetros de distancia se median por miles, al revisar varios documentos que databan del Siglo XIX, encontró algo de lo cual ni idea tenía, pero no podía pasar por alto y que se enfocaba en los contornos de aquella calle de San Juan de Letrán.
Aquel legajo indicaba que era el año de 1869. En dicha pieza, se daba cuenta de que en el sitio marcado con el número 5 de la calle de San Juan de Letrán moraba, desde cuatro años atrás, un joven quien llegó a México con veintitrés a cuestas proveniente de Hannover en el Reino de Prusia. Aquí, cabe indicar que el Imperio Alemán nace hasta el 18 de enero de 1871. Tras de la victoria de Prusia en la guerra franco-prusiana, el canciller Otto Eduard Leopold von Bismarck-Schönhausen, príncipe de Bismarck y duque de Lauenburgo, unifica los diversos estados alemanes en torno a Prusia. Dejemos disgregaciones históricas y retornemos al relato original de este párrafo.
En sus correrías por rumbos ‘letranescos’, el inmigrante conoció a una joven de origen guanajuatense quien, desde la infancia, moraba en el sitio marcado con el número 3 en la calle de Tacuba. Conforme la simpatía entre ambos fue acrecentándose, las cosas llegaron al grado en que él decidió que con ella sentaría raíces en el país. Al prusiano, sin embargo, se le presentaba un problema originado en la forma de practicar su relación con El Gran Arquitecto, algo en lo que no coincidía con aquella damita apegada al catolicismo recalcitrante. Para resolver el dilema ocurrió en busca del consejo de un amigo a quien conocía desde su llegada.
Era un sacerdote católico de origen italiano quien pasó la mayor parte de su vida en Uruguay. En 1869, oficiaba en la Iglesia de San Camilo y, tiempo después, sería maestro de los novicios jesuitas en San Simón y profesor en el Colegio de San Juan Nepomuceno en Saltillo. El religioso escuchó la naturaleza del problema y, como había “trabajado su tierrita” en pos de escamotearle un cliente a la competencia, planteó al dubitativo la alternativa más viable que era abrazar la interpretación de la fe de su amada.
Lo hizo con tal poder de convencimiento que, el 9 de junio de 1869, “habiendo abjurado los errores de la secta luterana a que pertenecía y hecha la protesta de fe…” el sacerdote en cuestión afirmaba “bauticé y puse los Santos Oleos a un adulto…” cuyo nombre mencionaba.
Un mes más tarde, el religioso indicaba conocer al converso, como feligrés de la calle de San Juan de Letrán, mientras actuaba como testigo del matrimonio religioso que se efectuaba, el 7 de julio, en la Parroquia del Sagrario Metropolitano de México. Tras de ello, la pareja salió de prisa, se desconocen los motivos, rumbo a una ciudad del centro-norte del país en donde pasarían cuatro meses antes de legalizar la unión, el 10 de noviembre, ante la autoridad civil. Adelantados a sus tiempos los jóvenes aquellos. Eso no los alejó del entusiasmo religioso.
Vaya que la pareja lo demostró al abrazar con fervor la causa de los jesuitas. Una vez asentados en su hogar, entre otras cosas, se ocuparon de cumplir con eso de “creced y multiplicaos…”, a ello contribuyeron engendrando siete hijos a quienes endilgaron, entre la larga retahíla de nombres que les colocaron, el apelativo del Sagrado Corazón de Jesús.
Y uno de esos siete, continuó la costumbre al enjaretárselo a los doce hijos que procreó. Ni duda cabe que el prusiano, y al menos uno de sus retoños, salieron aficionados al deporte nacional de “los que Dios mande”. Para cuando el examinador de legajos se enteró de esa relación en torno a la calle de San Juan de Letrán en la Ciudad de México, ya se había tropezado con otra historia que no acababa de entender el porqué.
En su revisión de las relaciones Estado Mexicano-Iglesia Católica, se encontró que la firma de los Tratados de Letrán fueron la causa de que, durante un año más, los mexicanos continuaran matándose unos a otros por diferencias religiosas. Por descuido, no profundizó en el tema y simplemente lo registro como tal.
Sin embargo, como la ignorancia no es algo que gustara de llevar como compañera perene, decidió que alguna vez la alejaría. La oportunidad se le presentó un día cuando andaba por los rumbos de la que fuera capital del Imperio Romano. Miró el mapa y encontró el nombre de San Giovanni in Laterano. Indagó como llegar al lugar y tomó camino al sitio en donde aprendería varias cosas y terminaría por entender otras.
Sin duda de que lo que para él resultaba nuevo, al no practicar ninguna religión, era del conocimiento común para quien semanalmente acude a cumplir con su perspectiva, muy particular y respetable, bajo el catolicismo. Eso no le impedía adquirir conocimientos nuevos.
En aquel lugar, se mostraba grandiosa la construcción de la Basílica de San Giovanni in Laterano en cuyo pórtico encontró una estatua, de tres metros, del emperador Flavius Valerius Aurelius Constantinus o Constantino I. Este personaje fue quien mandó construir, en el año 314, el recinto. Asimismo, emitió el Edicto de Milán mediante el cual decretaba la libertad religiosa en Roma. En realidad, la declaraba bajo el palio de una sola religión, la católica.
Para entonces, Silvestre I (314-335) dirigía la Iglesia Católica como el papa número treinta y tres, vaya coincidencia con el número, y ahí es cuando realmente inicia la que habría de transformarse en la trasnacional más antigua del planeta. Esa basílica sería la primera erigida en el mundo cristiano y habría de ser la sede de los papas hasta que se fueron a vivir a Aviñón (1305-1377) de donde retornarían a Roma para morar en la Basílica de San Pedro la cual desde los tiempos de Silvestre se mandó edificar junto con varias más.
Cabe precisar que el nombre oficial del recinto, el de Letrán, es “Archibasílica del Santísimo Salvador y de los Santos Juan Bautista y Juan Evangelista”, que, a diferencia de las otras basílicas que Constantino ordenó edificar, no se erigió sobre la tumba de un “mártir”.
Ya imaginamos a los católicos doctos comentando sobre la ignorancia de ese caminante. Este, también, aprendió que la Basílica de Letrán es la catedral de la diócesis de Roma y que quien sea el CEO de la trasnacional ocupa el cargo de obispo de Roma con sede en ese recinto.
Con esa conocencia en las alforjas, el hereje ingresó al recinto de cuyo original quedaba poco, un terremoto lo destruyó en el año 836. Sobre esas bases, papas diversos, en especial Lorenzo Corsini Strozzi, Clemente XII (1730-1740), la transformaron en una pieza de arte.
La forma en que percibía su relación con El Gran Arquitecto no le impedía reconocer las expresiones de cultura en cualquiera de sus manifestaciones y en ese contexto, procedió a disfrutar el arte que albergaba aquel lugar. Observaba con admiración las pinturas y esculturas. Le llamaron la atención las figuras de los doce apóstoles y las imágenes que adornan la cúpula en especial, la que, acorde a la narrativa del obispo de Cesárea, Eusebio, es la efigie “verdadera” de Jesucristo que se le reveló a Constantino en sus sueños, invitándolo a colocar la cruz en los escudos de sus soldados. Acorde con la conseja, corría el año 312 cuando Constantino luchaba, en contra de seis ambiciosos igual que él, por apoderarse del control del Imperio Romano de Occidente. El más sobresaliente de ellos era Marco Aurelio Valerio Majencio hijo del emperador Maximino.
La hija menor de este último, Fausta, casó con Constantino y fue ella quien descubrió, en 310, una conspiración en contra de su marido quien primero eliminó a su suegro y, más tarde, con la recomendación recibida por vía onírica procedió a enfrentar, el 28 de octubre de 312, la batalla que inició en Saxa Rubra y concluyó en el Puente Milvio, mientras Majencio se ahogaba en las aguas del Río Tíber y Constantino entraba triunfal a Roma. El hereje continuó su recorrido.
Tomaba su tiempo para caminar por las naves cuando al arribar a la mitad de una de ellas, la ubicada en el lado derecho, observa una tienda de souvenirs y hacia allá se dirige. Antes de la entrada, encuentra un busto, de dimensiones mayores a las usuales, el de Pietro cardenal Gasparri Sili quien fuera secretario de estado durante la administración de Ambrogio Damiano Achille Ratti, el papa Pío XI (1922-1939). El nombre, de inmediato, le hizo recordar lo que había estudiado. Procedió a husmear dentro del recinto en donde se mercaban objetos para turistas. Tras de un rato, salió y continuó el recorrido por ese mismo lado.
Al finalizar el corredor, se topó con un segundo establecimiento de mercancías. Pronto, le vino a la mente el señalamiento que algunos hacen con respecto a que la Iglesia Católica no ha cambiado. Vaya equivocación, acaso no recuerdan el pasaje en donde se indica como Jesucristo corrió a los mercaderes del Templo.
Hoy, eso un anacronismo. Adentro del recinto religioso se realizan transacciones de compraventa. Y ahí fue al segundo local de ventas. Con los Tratados de Letrán revoloteando en su mente, se acerca a la religiosa que atendía el negocio. Era una integrante de las Misioneras de la Divina Revelación quien resultó ser mexicana originaria de Zacatecas. Le cuestionó en donde se ubicaba el sitio en el cual fuera firmado aquellos Tratados. Ella respondió, amablemente, que, al salir de la catedral, diera vuelta a la izquierda hasta encontrar un obelisco en la plaza de San Giovanni y a la izquierda encontraría el Palazzo del Laterano. Eso sí, le advirtió, sería difícil que pudiera acceder.
Tomó rumbo a la salida, mientras en su mente reaparecía la fotografía en donde se ve al cardenal Gasparri, como representante del ciudadano Ratti, mientras firmaba los Tratados de Letrán con el Duce Benito Amilcare Andrea Mussolini Maltoni, en nombre del rey de Italia Víttorio Emanuele III, Vittorio Emanuele Ferdinando Maria Gennaro di Savoia,
Asimismo, recordaba como a consecuencia de las negociaciones que desde tiempo atrás se realizaban, a Pío XI le importó muy poco que, en mayo de 1928, los actores de la reyerta inútil ocurrida en México hubieran decidido finiquitar el pleito en donde la razón se fue de paseo y la estulticia se apoderó de todos. Pero, México era una minucia, poco importaba que, durante un año más cientos perecieran, ya habría tiempo para justificarlos-victimizarlos-canonizarlos. Nada debería de distraer las negociaciones con el entonces niño consentido del catolicismo, el tal Benito.
Así, el 11 de febrero de 1929 mediante los Tratados señalados, surgía el Estado Vaticano. ¿Coincidencia con que, en esa fecha en 1858, se diera la primera aparición, de 18, de la Virgen de Lourdes presentándose la Virgen María como la Inmaculada Concepción a la joven francesa Bernadette Soubirous? Sobre eso poco podía dilucidar el caminante-hereje, es un asunto para los católicos, lo que si le quedó claro era de porque se escogió Letrán para firmar aquel convenio.
Dado que en Letrán había nacido, en 313-314, la trasnacional, ahí mismo debería de originarse la independencia política de la Santa Sede del Reino de Italia como Estado soberano, el Vaticano, al tiempo que se reanudaban las relaciones diplomáticas, rotas desde 1870, entre la Iglesia Católica e Italia.
En 1929, todo se le perdonaba al Duce, más tarde otro de calaña similar se agregaría a esa lista. El 20 de julio de 1933, el secretario del Estado Vaticano, Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli, el futuro papa Pío XII (1939-1958), firmó el Concordato del Reich con el representante de la bestia austriaca, el vicecanciller alemán Franz Joseph Hermann Michael Maria von Papen. Inmerso en aquellos pensamientos llegó al Palazzo del Laterano en donde a la izquierda de la entrada se encontraba un vehículo del Ejército Italiano y, enfrente de él, un par de soldados, dama y caballero, quienes, como ejemplo de la igualdad de género, ambos, portaban metralletas con el índice muy cerca del gatillo.
Cauto, se acercó al umbral de la entrada en dónde lo primero que encontró fue una leyenda en que se advertía la prohibición para que los turistas entraran al sitio. La ignoró e ingresó, poco había caminado cuando le salió al paso un civil quien le recalcó el impedimento. Le solicitó, amablemente, que saliera de ahí.
Se quedó con las ganas de conocer el sitio en donde se formalizaron los acuerdos que dieron origen al Estado Vaticano. Si bien es muy respetable que cada uno determine si permite o no el paso a sus recintos, no podía quitarse de la mente el contrasentido que existe entre las palabras del ciudadano Jorge Mario Bergoglio Sivori, el papa Francisco, demandando el libre acceso de las personas en otros lares y las acciones que se realizan en los espacios de su organización en donde viven rodeados de soldados, guardias, murallas de diez metros de altura e impiden eso que exigen sea la norma en otros lugares.
Para entonces, el caminante-hereje prefería quedarse con la sensación agradable que le había generado observar las obras de arte en San Giovanni in Laterano, algo que, además, lo llevó, en la antigua capital del Imperio Romano, a recordar eventos ocurridos en la sede central del antiguo Imperio Mexica alrededor de la calle de San Juan de Letrán. Lo demás, la interpretación religiosa, es un asunto que cada uno enfrenta desde su muy personal y respetable perspectiva. vimarisch53@hotmail.com
Añadido (23.48.183) El orgullo de los regios llevado a niveles de carpa barata. ¿En verdad continúan creyendo que son un ejemplo único para imitar en el país?
Añadido (23.48.184) Para quienes, hoy, andan de sorprendidos les recordamos lo que precisamos en un par de nuestros Añadidos anteriores. En el del 27 de mayo, 2023: “Para no olvidarlo, el de naranja y el de guinda abrevaron del mismo aguaje”. Y, para que no quedara duda, el 15 de julio de este año lo recalcamos: “Se los dijimos, ambos son producto del mismo establo. El ‘opositor’ actuará acorde con los lineamientos que le marque quien más avanzó de los dos”.
Añadido (23.48.185). En las pruebas de PISA, los estudiantes mexicanos retrocedieron veinte años en su nivel de conocimientos de matemáticas. Es de esperarse que, con la reforma educativa implantada, la tendencia continue y la ignorancia se acreciente. De esa manera la transformación quedará asegurada. Para los incrédulos que no se convencen de que, con la 4-T, el cambio en el país va con paso firme… hacia el precipicio.
Añadido (23.48.186) Muy poco le importa la salud de los niños y ahora nos sale con que quiere proteger a los animales. El espíritu de Tartufo en todo su esplendor.
Añadido (23.48.187) ¿Cómo es posible que en Harvard University, University of Pennsylvania y Massachusetts Institute of Technolgy se permita tener esas rectoras quienes justifican el antisemitismo que pulula en dichos centros de enseñanza? Eso sucede cuando la izquierda se apodera de las instituciones educativas de excelencia. Los arrepentimientos son hipocresía pura.