Luis Farías Mackey
La primera campaña a la que fui y recuerdo, fue en 1967 en Monterrey. Hubo una previa, en 1955, a la que seguramente mi madre nos llevó tras pasarse la noche preparando tortas para los asistentes. Pero no guardo memoria de ello.
De la de Monterrey sí, sería el inicio de una serie de campañas de todo tipo que me han llevado por toda la geografía y fauna política nacionales.
En aquel entonces los chamacos éramos los que pegamos las calcomanías en las defensas de los coches, colgábamos la propaganda, entregábamos calendarios de bolsillo con la foto del candidato en los mítines y calles, repartíamos los cartones pegados a un palo de paleta que hacían las veces de abanicos para engañar al calor del verano regiomontano y unas viseras también de cartón delgado; finalmente colgábamos las fotografías, emblemas y letreros en lo que hacía las veces de mampara reusables en los actos.
En aquella campaña conocí a los hijos de Don Plutarco, vivían en Nuevo León en la punta de un cerro desde donde gozaban a los lejos y en el frescor la vista de un Monterrey ya ido. El mayor me causó tremenda impresión: era igualito a su padre. Por allí en los archivos deben de sobrevivir algunas fotografías de la ocasión.
Pero regresemos al hoy, donde los papeles se han cambiado: La candidata, en lugar de hablar con los “viejones”, como se les llamaba entonces, es la encargada de pegar calcomanías.
Entonces empezábamos a las 7 de la mañana y terminábamos después de las 10 de la noche o más tarde. Visitábamos fábricas, comercios, colonias populares, escuelas, universidades, mercados, viviendas, sindicatos, organizaciones de empresarios, campesinos, padres de familia, ganaderos, transportistas, ferrocarrileros, deportistas. Personajes de la vida regiomontana, desde los principales empresarios hasta personas enfermas o menesterosas. El candidato, mi padre, después de todo aquel ajetreo, llegaba a preparar sus artículos en los periódicos y sus discursos para eventos con temas especializados como transporte, agua, salud, educación, industria, medio ambiente, partido, democracia, ley, justicia, desarrollo urbano, vivienda, etc. En su archivo se guardan las centenas de discursos que, improvisados o preparados, dio a lo largo de sus campañas.
Diariamente había que atender a medios de comunicación: entrevistas a la prensa nacional y local, radio y televisión; responder a la oposición, debatir con los analistas y fijar una y otra vez el mensaje central de la campaña. Todos los días se salía a dar la cara. Todos los días se subía el candidato al ring, local y nacional. La gente le exigía expresarse sobre todos los temas, quería saber qué y cómo pensaba. No había ni cuartel, ni evasión. Bien se podría tener la elección ganada, que a nadie se le permitía nadar de muertito.
Aquella elección, además, fue concurrente con la de Gobernador, así que había que compaginar y alternar, identificar y contrastar, y apoyar sin diluirse para efectos del escenario nacional a la campaña de Don Eduardo Elizondo.
Luego había que buscar tiempo para organizar la elección: nombrar uno a uno representantes en casillas según las circunstancias electorales de ellas, promotores del voto, movilizadores y representantes generales; capacitarlos, entusiasmarlos y lograr que cumplieran el día de la votación. Organizar quiénes y cómo reportarían los resultados de casilla. Aquella noche en la pequeña casa de campaña a unas cuadras a espaldas de Palacio de Gobierno recibimos las copias de todas las actas de casilla. Encerrados en cuartito que hacia las veces de oficina, armados con un ventilador y dos calculadoras con rollo de papel, el Arq. Galguera y yo capturamos todos los resultados y llegamos con ellos todavía al festejo del triunfo, que no era otra cosa que tamales norteños y cerveza.
Pero hoy todo es pegar calcas matonas en autos que ni siquiera se sabe si son de electores de Monterrey. Una bebé de propaganda moralmente reprobable y un apellido trapeado con cancioncitas gringas de navidad.
¡Cómo han cambiado las campañas y la política!
¡Carajo!
Lo que me extraña es la molicie ciudadana al verse reducida a objeto y juguete de la frivolidad y el vacío.