El escribidor tiene su propio héroe olímpico, que pocos recuerdan y menos conocen ni siquiera aquellos a quienes benefició.
POR GERARDO GALARZA Libre en el Sur
No hay discusión: los Juegos Olímpicos son el mayor y más importante evento deportivo del mundo: también el mayor espectáculo. Los deportes son, por sí, la mayor competencia entre los humanos y, es evidente, la competencia genera espectáculo.
Ya se ha escrito aquí: son un recreo mundial, símbolo de paz, cada cuatro años desde 1896, cuando se buscó revivir, -antes hubo diversos intentos-, los originales Juegos Olímpicos griegos, que datan de unos 776 años (ocho siglos) antes de Cristo, es decir casi tres mil años.
A lo largo de los más recientes 128 años, es la única competición internacional en la que participan deportistas de todos los países. Desde 1896 ha habido grandes hazañas deportivas, récords impensables, escándalos de todo tipo: por racismo y discriminación; exclusiones, boicots, terrorismo, manipulaciones políticas, meas culpas y rectificaciones a destiempo y actos de dignidad humana que llenarían toda una enciclopedia de decenas de tomos, lo que hace imposible incluirlas en un texto de unas cuantas cuartillas como éste.
Sin embargo, cada uno tiene su propia lista de esos hechos, porque los supone trascendentes y los supone impactantes para todos.
El escribidor debe confesar que nunca ha asistido a unos Juegos Olímpicos. Es y seguramente será una asignatura pendiente. Pero, a través de los medios de información, de la televisión y la lectura puede “recordar” muchas de esas hazañas relevantes para él.
A puro ejercicio de memoria, lo que implica muchas omisiones, el escribidor se permite hacer un recuento que puede ser cuestionado por cualquiera, pero que de inmediato le saltan ante la nueva edición de una Olimpiada.
Para él es imposible evitar el recuerdo de Jim Thorpe, un estadunidense con raíces indígenas, que en los Olímpicos de 1912, en Estocolmo, ganó las competencias de pentatlón y decatlón y obtuvo además el tercer lugar en lanzamiento de jabalina, el cuarto lugar en salto de altura y el séptimo lugar en salto de longitud.
Las crónicas que cuentan aquellos años relatan que el rey Gustavo de Suecia al entregarle sus medallas olímpicas le dijo: “Usted, señor, es el más grande atleta en el mundo”.
Un año más tarde, ese muchacho indígena, según se describió a sí mismo, fue despojado de todos los titulos y reconocimientos olímpicos porque se demostró que había recibido ínfimos pagos por haber jugado futbol americano y beisbol, por lo que fue considerado deportista “profesional” indigno de una Olimpiada, según los cánones de la época.
La causa real fue su origen ético, racismo según el lenguaje de hoy. Thorpe fue además una “estrella” (“crac”, se dice ahora) en futbol americano, beisbol, basquetbol, natación, boxeo, tenis, arquería y también ganó bailes de salón.
Murió en la absoluta extrema pobreza en 1953. En 1982, el Comité Olímpico Internacional (COI) le restituyó sus medallas olímpicas, y en 1999 la Cámara de Diputados de su país lo reconoció como el “Atleta del Siglo de los Estados Unidos”.
Otro atleta olímpico estadunidense, negro, eclipsó las Olimpiadas de Berlín en 1936, las de Adolf Hitler, en las que la raza aria buscaba demostrar su superioridad: Jesse Owens ganó las medallas de oro en los 100 y 200 metros, salto de longitud y en los relevos 4 por 100. La leyenda asegura que Hitler se negó felicitar a Owens, por el color de su piel.
Los Juegos Olímpicos, en 1960 en Roma, fueron la cuna deportiva de Cassius Clay (conocido años después de Mohamed Alí), cuando ganó la medalla de oro de los pesos completos en boxeo.
Ahí mismo en Roma, un escuálido etópie, Abebe Bikila, ganó e implanto récord en la maratón corriendo descalzo porque no tenía para comprar unos tenis y nadie se los proporcionó. Cuatro años después, ya con zapatillas, volvió a ganar esa carrera, que simbólicamente representa a los Juegos Olímpicos.
No es chauvinismo, pero la Olimpiada México, en 1968, son un hito en la historia. Fueron los juegos de los récords, principalmente en atletismo, lo que se atribuyó, para menospreciarlos, a la altura de la Ciudad de México. Pero hubo otros hechos que pasaron a la historia: la revolución en el salto de altura, donde un rubio estadunidense Dick Fosbury saltó, contra los cánones, “de espaldas” para ganar la competencia. Desde entonces, el “estilo” Fosbury es el único en esa competencia.
También octubre de 68, Bob Beamon -otro negro- ganó la medalla de oro en salto de longuitud, con un salto de 8.90 metros, 55 centímetros más que el récord mundial. El “salto del siglo” se le llamó, con toda razón, aunque hubo algunos desvergonzados que impugnaron su medición.
En los juegos de1968 hubo otro hecho histórico: fue la primera vez que una mujer, Enriqueta Basilio, encendió el pebetero olímpico.
Por supuesto que el escribidor recuerda muchos hechos olímpicos más que lo emocionaron y lo marcaron: las siete medalas de oro de Mark Spitz en los juegos de 1972 en Munich, en donde también once atletas israelíes fue asesinados por un comando del grupo terrorista “Septiembre Negro”, en plena Villa Olímpica. La marca de Spitz fue superada por el nadador también estadunidense Michael Phelps hasta el 2008 en Pekín.
O las calificaciones perfectas de la niña rumana Nadia Comaneci en Montreal 1976.
O lo que usted quiera agregar o lo que sea.
Y lo que vendrá.
Pero, el escribidor tiene su propio héroe olímpico, que pocos recuerdan y menos conocen ni siquiera aquellos a quienes benefició.
Ese héroe olímpico de toda la historia se llama Peter Norman, nacido australiano.
Peter Norman no ganó ninguna de medalla de oro. Su mayor logro fue una medalla de plata olímpica en México, la destinada al “primer perdedor” o, en el mejor de los casos, el “segundo mejor”.
El miércoles 16 de octubre de 1968, en el estadio olímpico de la Ciudad Universitaria de la ciudad de México se corrió la final de la carrera de los 200 metros planos.
A Norman se le impidió competir en los Juegos Olímpicos de 1972, a pesar de haber ganado las competencias eliminatorias: vivió una vida de castigo y desprecio de las autoridades deportivas de su país.
Aquella tarde, los negros estadunidenses Tommie Smith y John Carlos ganaron las medallas de oro y bronce en esa competencia. Norman se les coló en medio.
Smith y Carlos habían decidido protestar contra el racismo y apoyar el movimiento del “Power Black”, desde el pódium olímpico. En Estados Unidos, su país, los negros luchaban por sus derechos civiles (cómo olvidar a Martin Luther King y a Malcom X); en el mundo, los jóvenes protesteban y actuaban, incluso en México, contra el autotitarismo y lo establecido.
Los dos negros estadunidenses habían acordado hacer pública su protesta y apoyo mediante la utilización de guantes negros en su puño izquierdo, en la ceremonia de premiación. Sin embargo, Carlos había olvidado su par de guantes en la Villa Olímpica. Así que tenían sólo un guante izquierdo y uno derecho y comenzaron a discutir.
Norman los convenció de que usaran el único par de guantes que tenían; les dijo que no importaba si uno de llevaba en el puño izquierdo y el otro el derecho, que lo trascendente era el testimonio. Norman estaba también en contra de la discriminación contra los indígenas en su país.
Además, él decidió presentarse -en apoyo a sus compañeros rivales- a la premiación mostrando un pegote del Proyecto Olímpico para los Derechos Humanos. Hay dos versiones sobre cómo obtuvo ese pegote: una, que lo consiguió en los vestidores del estadio cuando convencía a Smith y Carlos de que no debían evitar su protesta a falta de un guante izquierdo; la otra, que rumbo a la premiación se lo pidió a otro atleta estadunidense que lo portaba en su uniforme.
El hecho fue que, al momento que se escuchó el himno de los Estados Unidos Smith y Carlos levantaron sus puños enguantados en negro (Smith, en el derecho y Carlos en el izquierdo) y agacharon sus cabezas; Peter Norman se mantuvo impasible, con su rostro en alto con aquel pegote en su pecho, como lo llevaban sus competidores.
Al día siguiente, los tres atletas fueron expulsados de la Villa Olímpica e ignominiosamente regresados a sus países. Los tres sufrieron la denigración y el ostracismo. A Norman se le impidió competir en los Juegos Olímpicos de 1972, a pesar de haber ganado las competencias eliminatorias: vivió una vida de castigo y desprecio de las autoridades deportivas de su país.
Más todavía. Llegaron los tiempos de la corrección política, y la Universidad de California, de la que Smith y Carlos habían sido sus atletas, les levantó un monumento en su campus de San José: un pódium olímpico con los dos negros levantando su brazo de protesta, pero en el espacio del segundo lugar no hubo nadie, como si no hubiera existido.
También en su país, Norman seguía olvidado.
En el año 2000, durante la inauguración e los Juegos Olímpicos en Sydney, Australia, el Comité Olímpico de los Estados Unidos invitó a Norman a desfilar con su delegación, como reconocimiento a su gesto de 1968. Peter Norman murió en el 2006 y Tommie Samith y Jonh Carlos viajaron a Australia para cargar su féretro.
La hazaña olímpica del 16 de octubre de 1968 de Peter Norman no tiene, a juicio del escribridor, parangón alguno.
Por ello, contra los cánones, el escribidor lo considera su máximo símbolo de los Juegos Olímpicos.
En su memoria tiene y también en su estudio, una copia de fotografía original -rescatada del archivo del periódico Excélsior– del aquel pódium de premiación los 200 metros planos en la pista de Ciudad Universitaria con tres héroes de la lucha por los derechos humanos de los negros, que muy pocos recuerdan, apoyada por un “blanquito”, quien con ello ganó la mejor medalla de oro.
Fue hasta el 2019, 51 años después de su gesto solidario, que en Melbourne, Australia, se levantó una estatua en su honor.
En 1968, el escribidor tenía 12 años y muy pocas luces políticas, pero el recuerdo es imborrable. Hoy ante los nuevos Juegos Olímpicos que registrarán muchas nuevas hazañas de todo tipo, ese recuerdo es imprescindible.
¡Gloria a Peter Norman!