Max Weber, en su obra La política como vocación, define al Estado como “el monopolio de la violencia legítima”, refiriéndose a que el Estado es la única entidad con el derecho de usar la fuerza de manera legítima para mantener el orden y hacer cumplir la ley dentro de un territorio. Esta definición, fundamental en la teoría política moderna, subraya que el control de la violencia es esencial para la existencia misma del Estado.
Sin embargo, en México, este monopolio ha sufrido un deterioro no visto en otros países, no solo por factores tradicionales como el crimen organizado y la corrupción, sino también por la incapacidad del Estado para adaptarse a los desafíos que plantea la tecnología en el siglo XXI y por no aliarse de manera efectiva con el sector privado para enfrentar estos retos.
Según el INEGI, en 2023, México registró 35,625 homicidios, lo que representa una tasa de 27.3 por cada 100,000 habitantes, colocándonos muy por encima del promedio global de 6.1. Este nivel de violencia, más propio de un país guerra, pone en duda la capacidad del Estado mexicano para cumplir con su papel. Si el monopolio de la violencia es la esencia del Estado, ¿Cómo puede seguir existiendo cuando ese monopolio ha sido desafiado diariamente durante años?
Un aspecto que quiero abordar, y que normalmente se mantiene al margen de este tema, es el papel de la tecnología.
Mientras que en otras naciones la tecnología es un aliado para reforzar el control estatal, en México ha sido utilizada en su contra. Un estudio del Instituto para la Seguridad y la Democracia nos muestra que más del 80% de las actividades delictivas en el país, desde extorsiones hasta narcotráfico, están apoyadas en tecnologías avanzadas como la criptografía, redes encriptadas, y drones. Estas herramientas permiten a los criminales operar con una eficacia y discreción que hace unos años ni nos podríamos haber imaginado.
En cambio, la respuesta del Estado mexicano ha sido lamentablemente lenta. La Ciudad de México, con sus más de 60,000 cámaras de seguridad, muchas de ellas instaladas durante la actual administración, es un claro ejemplo de cómo una infraestructura tecnológica incompleta y mal coordinada es insuficiente para enfrentar la magnitud de la criminalidad. Esto contrasta con Londres, que cuenta con más de 627,000 cámaras integradas en un sistema centralizado de vigilancia con reconocimiento facial, a pesar de tener una población parecida entre ambas ciudades.
Países como Estonia le han enseñado al mundo que la tecnología puede ser una aliada poderosa en la lucha contra la violencia. Este pequeño país, el cual me encanta usar de ejemplo debido a la digitalización de los servicios públicos y a la implementación de sistemas avanzados de ciberseguridad, han permitido reducir su tasa de homicidios a 1.5 por cada 100,000 habitantes en 2022. Estonia ha logrado lo que México aún no: crear un entorno en el que la tecnología refuerza el control estatal y garantiza la seguridad de los ciudadanos.
Otro factor clave es la adopción de la inteligencia artificial (IA) en la prevención del crimen. En Estados Unidos, por ejemplo, la IA se utiliza para analizar grandes volúmenes de datos y predecir patrones criminales, permitiendo a la policía actuar antes de que se cometan los delitos, sí, tipo Minority Report. En México, esto apenas está comenzando a explorarse, y solo el 15% de las agencias de seguridad han implementado algún tipo de IA, según el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM). Esto nos coloca en desventaja frente a organizaciones criminales que adoptan y adaptan las últimas innovaciones tecnológicas para lograr sus cometidos.
No obstante, existen ejemplos que muestran que un cambio es posible. Israel, por ejemplo, ha convertido la colaboración entre el gobierno y el sector tecnológico en un pilar de su seguridad nacional. Con una tasa de homicidios de 1.2 por cada 100,000 habitantes, Israel demuestra que la tecnología, cuando se implementa de manera estratégica y con una visión de largo plazo, puede ser un excelente aliado para mantener la paz y el orden.
El monopolio de la violencia, en la era tecnológica, ya no puede ser exclusivo del Estado. Si bien Max Weber identificó este monopolio como la esencia del Estado, hoy en día, la seguridad y el control no se sostienen únicamente a través de la fuerza física. En el mundo moderno, se trata de quién controla la información, quién tiene la capacidad de anticiparse a los movimientos criminales y quién puede garantizar la seguridad en todos los frentes, incluidos los digitales.
El Estado mexicano debe reconocer que, para recuperar y fortalecer su control sobre la violencia, es fundamental no solo invertir en tecnología, sino también formar alianzas estratégicas con el sector privado. El sector público no tiene las herramientas ni la capacidad de hacer lo que se necesita. Desde la implementación de sistemas de inteligencia artificial hasta la ciberseguridad, las soluciones del sector privado pueden complementar y potenciar las capacidades del Estado para enfrentar los desafíos contemporáneos.
La colaboración entre el Estado y las empresas privadas debe ser el eje central de una nueva estrategia de seguridad. En lugar de ver el monopolio de la violencia como un dominio exclusivo, debemos verlo como una responsabilidad compartida en la que todos los actores, públicos y privados, tienen un papel que desempeñar.
Si el Estado mexicano realmente quisiera restaurar el orden y garantizar un futuro más seguro, reconocería que no puede hacerlo solo. El monopolio de la violencia ya no puede ser un dominio exclusivo del Estado en un mundo donde la tecnología y el dinamismo del sector privado ofrecen soluciones más rápidas y eficaces.
Se debe reducir la intervención estatal y permitir que las empresas privadas, con su innovación y capacidad de respuesta, asuman un papel más central en la seguridad del país. Solo así se puede construir un México donde la libertad y la seguridad vayan de la mano, con un Estado que se limite a ser un facilitador y no un obstáculo en el camino hacia un futuro que realmente pueda ser seguro y próspero.