Magno Garcimarrero
San Bartolomé es el santo patrono de mi pueblo, desde que los conquistadores españoles impusieron la religión cristiana y, edificaron un santuario dedicado a él. Fijaron pues el 24 de agosto como el día de la celebración en su honor, mediante una feria que se lleva a cabo en el mero corazón del pueblo, donde está precisamente el templo a su memoria y, otro más en honras del “Padre Jesús”, ambas iglesias guarnecidas por un gran atrio que, en sus buenos tiempos fue camposanto.
Todos los fieles se refieren al santo como “Bartolo”, no saben que no es el nombre real, sino el patronímico de “hijo de Tolomeo” y que es el mismo Natanael de quien el evangelista Juan refirió que Jesús expresó de él: “He aquí un verdadero israelita sin dolo ninguno”. Aunque la leyenda cuenta que el rey Astiajes de Armenia, lo mandó desollar vivo y luego decapitar, por andar queriendo convertir al cristianismo a sus súbditos.
Más famoso se hizo el santo por “La noche de San Bartolomé”, el 24 de agosto de 1572, en la Francia imperial, cuando bajo el reinado católico de Carlos IX y su madre Catalina de Medici; éstos mandaron a pasar a cuchillo a tres mil protestantes calvinistas… el número es un cálculo aproximado, hay historiadores que afirman que fueron más de diez mil hugonotes los asesinados esa noche y el día siguiente.
A san “Bartolo” solamente se le baila en los días feriados, es en cambio al “Padre Jesús” a quien se le adora todo el año y, se le atribuyen los grandes milagros tales como embarazar señoras infértiles, componer labios leporinos, engordar tísicos, abundar cosechas y, por supuesto propiciar las lluvias oportunas. Se corre la conseja de que el Jesús de cuerpo entero apareció en un gallinero del pueblo y al propalarse la noticia, los pueblos circunvecinos: Altotonga y Xiutetelco, reclamaron la imagen; los altotonguenses vinieron por él y se lo llevaron a su pueblo, pero Jesús se regresó a Jalacingo… por un camino de herradura, porque en ese entonces no había carretera; los Xiutetelcas hicieron lo mismo con los mismos resultados, así que se entendió que debía estar en Jalacingo… y ahí está de cuerpo entero, desde el siglo XVI.
En 1946, cuando nuestros padres nos mandaban a cumplir función de monaguillos del cura Arteaga, un día en que a mi hermano y a mí nos ganó la curiosidad y la compulsión de chamacos maldosos, nos metimos atrás del altar y le levantamos la túnica morada a la efigie del Padre Jesús, para ver cómo era por debajo… Jaja… Y nos llevamos la sorpresa tremebunda de ver que, bajo el manto, solo había unas cajas o “rejas” de madera, para empacar fruta, sobre las cuales se había acomodado el busto de la imagen, a modo de que únicamente fuera visible a los fieles el cuello y la cabeza coronada de espinas del santo. Es posible que las manos que sostienen la cruz, también estuvieran sujetas a tablillas de ocote. Seguramente el cuerpo de la efigie había sido consumido por la polilla… o sea que, los insectos estaban libres de pecado, porque habían comulgado con el cuerpo de nuestro señor Jesucristo.
Guardamos el secreto hasta… hasta hoy que lo platico, pero quizá ese fue el primer golpe a nuestra fe, que nos llevó con el tiempo al ateísmo.
Volviendo al asunto del “santo patrono” del pueblo, en torno al 24 de agosto se efectúa año con año una feria a la que concurren miles de ciudadanos entusiastas, comerciantes de productos locales: frutas, semillas, pan de burro, chicle natural; carpas de títeres y de espectáculos anómalos como “la mujer araña”. Juegos mecánicos, fondas al aire libre, y burdeles ocasionales.
El ayuntamiento, con apoyo de los mayordomos de cada cuartel, organiza… u organizaba, según mi recuerdo, palo encebado con premios en su cumbre, cochino encebado, torneos de cintas a caballo, carreras de encostalados… niños metidos en un costal hasta los sobacos, brincando hacia una meta, no los encostalados actuales que son cadáveres descuartizados dentro de bolsas o costales y, tirados en la calles; jaripeos y corridas de toros, en cosos de empalizadas provisionales que duraban levantadas sólo el tiempo que duraba la feria. El tiro al blanco se practicaba de dos maneras: con rifles de postas en pequeñas carpas, apuntando a figuritas de lámina, y el tiro al borrego, con máuser calibre siete milímetros, de tiempos de la Revolución, con premio del propio borrego asesinado. No puedo olvidar esta forma cruel de diversión, porque en una ocasión fue mi padre quien dio en el blanco y ganó el difunto borrego.
La competencia se hacía de este modo: en un gran terreno llano que, remataba en el peralte de un cerrito, ubicado en el lado poniente del pueblo, se ponían dos estacas bien cimentadas a distancia una de otra de treinta metros y, un grueso alambre sujeto en sus extremos en cada una de ellas; del alambre se colgaba una argolla giratoria en la que se sujetaba un arnés y, del arnés se amarraba el borrego. La línea de tiro se ponía a una distancia de cincuenta metros. Al competidor se le habilitaba con un viejo máuser, previo pago de treinta pesos, que era lo que valía el derecho a la participación en la competencia y, propiamente el borrego. Como el tiro era en movimiento, el organizador lanzaba un cohete cerca del animal que, asustado, corría a todo lo largo del alambre y regresaba, sin poder escapar hacia ninguna otra parte. La oportunidad era única para cada competidor; quien mataba el borrego comía barbacoa.
La carpa donde se exhibía a la mujer araña, era un espectáculo digno de verse. Costaba veinte centavos la entrada, no había butacas, así que los espectadores se acomodaban de pie frente a una cortina que al abrirse dejaba ver un escenario iluminado donde una chica de hermoso rostro maquillado a todo rubor, mostraba un espeluznante cuerpo de araña, o más bien de tarántula peluda. Los espectadores lanzaban expresiones de sorpresa y admiración.
Entonces se entablaba un diálogo entre la mujer araña y una voz que brotaba de un megáfono oculto:
-A ver, mujer araña, saluda a la concurrencia…
-Buenas tardes señoras y señores…
-Dile a la concurrencia por qué estás así.
-Estoy así por castigo de Dios…
-Ahora diles por qué te castigó Diosito…
-Porque desobedecí a mis papases…
-Ahora dale un consejo a la concurrencia…
-Si, les aconsejo a todos, pero más a los niños, que no desobedezcan a sus papases ni a sus mamases, para que no los vaya a castigar Diosito y se conviertan en arañas como yo… Entonces la pobre mujer araña se echaba a llorar amargamente y, el telón caía, se había terminado la función.
En el pueblo, como en otros muchos pueblos autóctonos, se tenía y, quizá se conserva aún la creencia de que los cuates (gemelos o mellizos), tienen virtudes sobrenaturales, que dan suerte, que pueden curar algunos males, que logran encontrar objetos perdidos por sus dueños y, otros atributos esotéricos.
En este caso mi hermano y yo gozábamos de la invitación gratuita a carpas, juegos mecánicos y otros eventos populares, porque los dueños creían fervientemente que, si los gemelos asistíamos e la primera función, la suerte les produciría buenas ganancias y si no, no les iría tan bien, así que año con año, los cuates teníamos entrada libre a cada espectáculo. Poco faltaba para que nos contrataran como fenómenos de circo, o de carpa, al lado de la mujer araña y del gigante de dos metros.
Los gemelos entonces no estábamos en edad para concurrir al burdel itinerante que año con año y con pretexto de la feria se instalaba en el pueblo, pero la, o el regente del negocio, rentaba en las afueras del pueblo un jacal de madera que tenía rendijas por los cuatro costados, así que para la chiquillada curiosa era un espectáculo más, aunque a éste había que asistir a hurtadillas.
No todo era “miel sobre hojuelas”, la irrupción temporaria de tanta gente a un pueblo que no estaba preparado para prevenir los servicios necesarios, hacía que las callejuelas se convirtieran en desaguaderos y excusados públicos; tenía que andarse con cuidado para no pisar la porquería que dejaba la gente apremiada por la necesidad.
Había entre la chiquillada del pueblo un niño superdotado, se llamaba Jaime Telles y, era quien invariablemente lograba llegar a la cima del palo encebado y ganarse asimismo el cochino encebado. Todos los demás chamacos participábamos con entusiasmo, pero a sabiendas de que, finalmente, Jaime Telles sería el ganador. El carnicero del pueblo a quien apodaban “Chiva Seca”, se convenía en ocasiones, de antemano, con Jaime para comprarle el cochino.
El torneo de cintas era una diversión más refinada, participaban en él los muchachos que tenían caballo y, las muchachas más bonitas del pueblo quienes portaban bandas de colores que serían los premios para los jinetes. En un alambre que cruzaba una calle convertida en carril, se colgaban cintas de colores que remataban en una argolla; los jinetes tenían que pasar bajo el alambre, a todo galope y ensartar la argolla con un lápiz; de acuerdo al color de la cinta era como la chica que llevaba la banda del mismo color premiaba al acertado jinete poniéndole la banda y dándole un beso en la mejilla. Por supuesto que no faltaba quien arrancaba la cinta con la mano, pero aún eso ya era una proeza.
Los jaripeos los hacían año con año los hermanos Becerril, quizá el apellido era supuesto y propuesto dado su espectáculo donde coleaban y toreaban becerros, lazaban las patas de caballos a todo galope, montaban potros cerreros, se pasaban de un caballo a otro al galope y, hacían toda clase de florituras con reatas de lazar. Costaba buenos pesos asistir a ese espectáculo… pero era el único entretenimiento no gratuito para los gemelos.
El grupo de chiquillos que corríamos la feria de extremo a extremo teníamos apodos, nadie se conocía por su nombre de pila, el hijo de “Chiva Seca” era el “Jabalín”, el Guatija era otro chico habilísimo y bien adaptado a su mundo, el Triacatán era un mocito algo retrasado, hijo de padre alcohólico, “los cuates” éramos mi hermano y yo sin distinción de cual era cual. Esa pandilla que en la temporada de feria carecía de rienda, en el curso del año éramos obligados por nuestros padres a ir a misa los domingos, a confesarnos y comulgar una vez al mes, asistir a las procesiones, la víspera del 12 de diciembre, desde el templo del Padre Jesús hasta el cerrito de Guadalupe para oír la misa de gallo y, ocasionalmente a fungir como monaguillos en otros días de fiestas religiosas o, a cargar con los santos oleos cuando el cura era requerido a dar el viático a algún moribundo, en alguno de los cuatro cuarteles del pueblo.
Como en tiempos de feria la demanda de productos religiosos crecía, porque los fieles compraban en el estanquillo del templo, reliquias, rosarios, estampitas, velas; era entonces que el párroco nos llamaba a los chiquillos siempre dispuestos, para hacer velas. El trabajo consistía desde levantar con una charrasca la cera derretida en los velatorios y el altar y, llevarla al curato para disolverla en una gran paila que se calentaba sobre un brasero descomunal. Sobre la paila pendía un aro hecho de bejuquillo trenzado del que pendían largos pabilos de algodón. A los cinco o seis chamacos encargados de la tarea, nos daban sendos cucharones con los que debíamos cucharear la cera derretida de la paila y derramarla sobre cada pabilo, mientras alguno de los mismos iba impulsando el aro para que girara lentamente, mientras íbamos bañándolos y haciéndolos engordar conforme la cera se solidificaba. Cuando don Pi, quien era el encargado de supervisar el trabajo, consideraba que ya las velas tenían el grosor adecuado, ordenaba parar, para después retirarlas de los clavos que las sostenían por la punta del pabilo y acostarlas sobre una tabla para recortarles el rabo que, por el escurrimiento quedaba en punta. Una vez recortadas, las velas iban al estanquillo para ser vendidas. A los chamacos manufactureros no nos pagaban nada, bastaba con pensar que Dios nos lo agradecía y con ello perderle un poco el temor.
Mundo Cuevas era el ciudadano ilustrado del pueblo, treintañero, soltero, poseedor de la única biblioteca del lugar, hijo de Joaquinita, madre viuda siempre vestida de negro. Él era el único que protestaba ante la comuna para impedir el maltrato de los animales, demandaba que se prohibiera el tiro al borrego, el marrano encebado, las peleas de gallos, las corridas de toros y, ante la falta de respuesta de la autoridad, amenazaba con presentarse a esos espectáculos desnudo, cosa que nunca hizo porque, casualmente logró cancelar el tiro al borrego y el cochino encebado. Sin embargo, corría la conseja en el pueblo de que, por las noches, Mundo salía desnudo de pies a cabeza y recorría el pueblo con un trotecito de tameme. Quien quisiera verlo pasar en pelotas, solo tenía que asomar las narices por la ventana a deshoras de la noche. Joaquinita su madre desmentía el infundio, porque nunca lo vio andar encuerado en la calle… aunque lo supuso… cuando le rentó el cuarto contiguo a los recién casados César y Evelina, quienes la noche nupcial hicieron tanto alboroto iniciático, que doña Joaquina se levantó a poner en paz a los desposados y, al pasar por el cuarto de Mundo, se dio cuenta que él no estaba en la cama, pero su ropa del diario sí estaba colgada en el respaldo de la silla y sus zapatos al lado del buró.
Justo el 24 de agosto de 1947 cayó en domingo, el mero día de san “Bartolo”.
Para celebrarlo, nuestro padre le dio a mi hermano un billete de cinco pesos y le ordenó que lo cambiara en la tienda y me diera la mitad. Esa cantidad era un poco más de un día de salario mínimo, dado que entonces, estaba tasado en cuatro pesos. Mi gemelo, lejos de hacer lo que le ordenó nuestro padre, se sintió rico y espléndido, así que se guardó muy bien de compartir conmigo el dinero e invitó a dos amiguitos a recorrer la feria y a escoger algún juguete que les gustara en los puestos de chucherías, los cuales él pagó con esplendidez. Manuelito Perdomo y el Triacatán escogieron unos pequeños “largavistas” dentro de los cuales se podía ver la fotografía en diapositiva de un desnudo femenino. Los cuates escogimos lo mismo y, mi hermano pagó por los cuatro juguetes que costaron cuarenta centavos cada uno. Pero ya en casa a la hora de la comida familiar papá nos preguntó en qué habíamos invertido nuestro “domingo” y, en la respuesta se percató de que mi hermano no había compartido conmigo la mitad del dinero. Enojado por esa falta de solidaridad entre hermanos, regañó a mi cuate, nos dio una lección de hermandad, equidad, y como castigo mandó al gemelo desobediente a pedirle los juguetes a los amiguitos, con toda la vergüenza que eso implicaba.
Son inolvidables para mí, las danzas tradicionales de “Los Negritos” y de “Los Santiagos”, ejecutadas año con año en el atrio, frente a la puerta de los templos; no recuerdo, sin embargo, haber visto a “Los Voladores de Papantla”. Se contaba entonces que alguna vez, se presentaron a llevar a cabo su ceremonia pero que, al cavar el hoyo para sacrificar ahí un guajolote y enterrar el palo volador, se toparon con el cráneo de un difunto, dado que el atrio, antes de serlo, había sido camposanto, como ha quedado antedicho; obviamente el encuentro fue un mal augurio y, su acto ceremonial jamás se llevó a cabo en mi pueblo.
La danza de Los Negritos, sí que se efectuaba. Las ropas negras vistosas, los sobreros llenos de plumas, nos llamaban mucho la atención. Esa danza tiene una interesante historia: sus orígenes se remontan a la dotación de encomiendas de los españoles en el continente americano; cuando Papantla pertenecía a la encomienda que fue dada a Andrés de Tapia, español que, habiendo organizado su propia expedición, alcanzó a Cortés en Cozumel para realizar la conquista. Como encomendero tenía bajo su servicio a numerosos indios y esclavos negros traídos de África, utilizados principalmente en las actividades agrícolas en esta región.
Entre los tantos esclavos negros se encontraban un muchacho y su madre capturados en África, como tantos otros, y traído al continente para realizar trabajos de fuerza y resistencia física. Un día el joven al estar trabajando en el monte, fue mordido por una víbora. La madre se dio cuenta de lo sucedido y de inmediato corrió a su auxilio acompañada de otros esclavos e indios. Al ver a su hijo tirado y a punto de morir, comenzó a realizar una ceremonia de sanación típica de África, que consistía en un baile, canto y gritos alrededor del joven. Los indios totonacos que observaron este ritual quedaron asombrados con lo que la madre hacía y, se incorporaron al ritual de sanación.
Así nació la danza de los negritos. Este baile representa la cultura afromexicana. Se caracteriza por los fuertes golpes de percusión. Se realiza generalmente a ritmo de mapalé, que se desprende a su vez de una danza de los negros esclavos, de los que llevamos una buena proporción genética.
Por lo que toca a la danza de Los Santiagos, se debe también al sincretismo nacido de la “conquista”: El grito de guerra de las tropas españolas era precisamente una invocación al entonces santo patrono de España: Santiago Apóstol. Esa voz estentórea a la vez de la embestida de los jinetes, para iniciar una matanza, quedó terriblemente grabada en los mexicanos. Los danzantes que año con año asisten a la feria del pueblo, reproducen el suceso: portan machetes, a falta de espadas, se sujetan la cabeza de un caballo hecha de madera, en la zona púbica, llevan espejos en los sombreros y en otras partes del cuerpo, quizá para representar los reflejos de las armaduras metálicas de los soldados españoles. Danzan, porque la danza para los mexicanos equivale a la oración, al ruego, a la adoración hacia dios.
Como se ve claramente, estas danzas rituales son una mezcla de rogativas religiosas; en este caso el baile ceremonial náhuatl, va combinado con aquel mito católico de la aparición de Santiago Apóstol montando un caballo blanco para ayudar a los españoles en la batalla de Clavijo, contra los moros, ocurrida en el año 844, cuando los musulmanes andaluces del emirato de Córdoba, reclamaron como tributo la entrega de 100 doncellas, a lo que Ramiro I se negó, entablando la famosa batalla al grito de “Dios ayuda a Santiago” y venciendo a los moros que perdieron 5000 combatientes.
Con la expansión territorial de la España beligerante, el nombre de “Santiago” se dio a muchos lugares que cayeron bajo el dominio español, en América, en Filipinas, en islas como Cuba y Cabo Verde. Podrían contarse más de 140 lugares homónimos, además de Compostela que, dicho sea de paso, es un sustantivo compuesto que significa “campo de estrellas” o “camino bajo las estrellas”; lugar de peregrinaciones desde muy antiguo, pues se creía que caminar bajo el palio de la vía láctea, (el semen de Dios), propiciaba la fecundidad.
Los “Santiagos” danzarines de la feria de mi pueblo, no saben que su apodo se debe a ese mítico apóstol que en tantas partes y tiempos del mundo se le conoce igual como San Tiago, Iago, Yago, Diego, Jacobo, Jacob, Jacubus, Xacobe, Jaíme, Jaime, y que el nombre en hebreo significa: “Dios compensará”.
El año de 1942, o quizá 43; para darle realce a la feria, visitó Jalacingo el obispo de la diócesis de Veracruz, Manuel Pio López Estrada. Entonces, se regó ocozacatl, zacatillo u hoja, o aguja de pino, que también le llaman juncia; con ella se formó un camino desde el primer pórtico del atrio hasta el portón del templo y ya dentro hasta el pie del altar, esa era la forma reverencial de recibir a la autoridad religiosa. El primero en pisar las agujas del pino tenía que ser el obispo; al machacarse éstas sobre el suelo de laja, emanaba un aroma fresco, exquisito, a bosque de coníferas, hasta la santísima nariz del obispo que, complacido, inhalaba hondo y elogiaba tan ancestral, medicinal y bella costumbre.
En 1945 tuve la ocasión de conocer esa forma reverencial de halagar a un visitante distinguido: Miguel Alemán Valdés, en gira de campaña para ser presidente de la República, llegó a Jalacingo, no era tiempo de feria del santo patrono… “ora pior”: era feria política armada por el invencible a la sazón Partido Revolucionario Institucional. Por alguna razón pidieron a mi padre que fuera el anfitrión del candidato y, fue nuestra casa el lugar de recepción de don Miguel y su comitiva. Entonces también se regó ocozacatl desde el zaguán hasta la sala de recepción convertida en comedor; previamente se habían matado borregos, cerdos, gallinas, conejos y calabaza melón en dulce, para servir de comer a todos los asistentes, nuestro padre lo recibió desde la entrada y, nos presentó con orgullo de progenie; el candidato nos hizo una caricia en la cabeza despeinándonos y pisó el zacate de pino que aromó el ambiente, también elogió la costumbre, comió, escuchó, prometió, sonrió, se despidió, se fue y nunca más volvió a Jalacingo.
En los días de la feria, llegaban desde Xalapa, a mi casa un buen número de familiares, las hermanas de mi madre con sus hijos, hijas y marido… quien lo tenía. Sumaban diez personas entre grandes y chicos. Lo mismo ocurría en las festividades decembrinas, para entonces se sumaban los familiares de mi padre quienes llegaban desde las ciudades de Córdoba y México: hermano y hermanas con sus vástagos, el número de este grupo era regularmente de doce personas. La casa que habitábamos era tan grande que permitía el alojamiento de todos ellos. Colchonetas en el suelo, un cuarto para chicas y otro para chicos resolvían las noches, los días eran de fiesta, musicales preferentemente y, horario abierto para la mesa. Ahora cuando yo recibo ocho personas de visita familiar, por una tarde, me doy cuenta del esfuerzo económico que hacían mis padres para solventar el gasto de una semana de 24 entrañables visitantes. En casa había un solo excusado inglés sin caja de agua, y en el patio una letrina con dos agujeros… siempre estaban ocupados en esa temporada, pero solo durante el día, porque de noche nos daba miedo cruzar el patio para llegar a la letrina. Una de mis primas contó que, una vez ahí, un fantasma le tocó los hombros para que volteara a verlo, pero ella huyó desaforada a contar entre gimoteos el espeluznante sucedido.
Quizá resulte grato recordar aquí un suceso ocurrido en los días de feria del año 1945, del cual seguramente la generación actual no tiene conocimiento.
Llegaron el 24 de agosto a cumplir una manda, eran dos muchachas entre 25 y 30 años de edad, según recuerdo, muy guapas, llevaban a la abuela, la bajaban y la subían al coche como si jugaran con ella a la “ollita de miel” tomándola de un brazo una y la otra del otro. La condujeron casi en volandas por el atrio de la iglesia y en el altar mayor, le prendieron al santo Jesús un corazón de plata reluciente.
Por azar del destino fueron a mi casa a preguntar dónde podrían alojarse porque la abuela estaba fatigada por el viaje y no querían regresarla el mismo día; Nacho Perdomo que estaba cortando pastura para las vacas en el patio, les dijo que en casa de Miguel Roa se podían quedar. Miguel tenía, en el mero corazón del pueblo, un hotelito todo de madera, que a la fecha debe haber sucumbido íntegramente a la polilla.
Entre Miguel y las muchachas subieron a la anciana a un cuarto alto y la acostaron a reposar, resignadas a regresar a su casa hasta el día siguiente. Nunca se supo si venían de Xalapa, de Puebla, de México o, de otra parte; los que refirieron el chisme después las llamaban simplemente “las fuereñas”.
Al siguiente día los chamacos que jugábamos en el kiosco del parque central vimos pasar al único doctor del pueblo y entrar al hotel de Miguel; como reguero de pólvora corrió la versión de que la abuelita estaba grave, lo que se confirmó después, cuando el padre Arcadio salió del templo seguido de don Pi el sacristán, llevando la ampolla de los santos oleos y tocando unas campanitas al paso de los instrumentos sacramentales de la extremaunción.
No pasó nada más ese día ni el siguiente, cuando quisimos ir a enterarnos del chisme ya las muchachas y la vieja se habían ido. Miguel era un pan de cera y su mujer, que de por sí era pálida, estaba peor, sin embargo, seguían despachando en su tienda: que medio almud de maíz, que una onza de aceite de ricino, todo como si nada, pero luego se les echaba de ver que algo ocultaban.
Fue hasta el 24 de agosto del año siguiente cuando volvieron las muchachas y
le contaron lo sucedido a mi padre, que era el abogado del pueblo, a fin de que las ayudara de alguna manera. Traían un auto distinto, venían de luto y, antes de llegar a mi casa fueron a la iglesia a quitar el corazón de plata y a prenderle al sudario del patrono un milagro de cuerpo entero chapado en oro.
La historia que contaron fue más o menos así:
La madrugada del día se su desaparición se levantó una de ellas preocupada por la salud de la abuela dándose cuenta de que ya estaba fría; su primera reacción fue tratar de resucitarla: inútil; la segunda fue darle masaje al corazón: doblemente inútil; la tercera fue hacerle la prueba del espejo y, al no empañarse éste se echaron a llorar como plañideras corzas y, finalmente pensaron en ¿qué carambas iban a hacer con el cadáver de la vieja? No se les ocurría nada.
A eso de las cinco de la mañana bajó una a despertar a Miguel para informarle lo sucedido pero, éste se alarmó muchísimo, se imaginó en líos judiciales, en autopsias, testimoniales, rejas y, principalmente pensó que podría costarle la presidencia municipal para la cual estaba siendo candidateado por el PRI; por todo ello les aconsejó que envolvieran el cuerpo y lo bajaran entre los tres, lo subieran al coche y lo regresaran a su tierra, ahí podrían decir que acababa de morir en su lecho y pedir la dispensa de la autopsia. A ellas les pareció sensato el consejo, seguramente porque era el único, así que la enrollaron en una sábana, luego en una cobija de algodón y finalmente en un petate que, la esposa de Miguel se encargó de coser con una pita ensartada en una aguja de arria.
Bajaron el cuerpo por las escaleras de madera que, les pareció rechinaban como nunca, pero como la calle estaba ocupada por puestos y cobertizos de marchantes, hubieran tenido que caminar cargando la mortaja dos cuadras y media hasta donde estaba su Volkswagen, de no haber tenido la suerte de toparse con un comerciante que, a esa hora había descargado su burro de pan de burro y, el buen Miguel le pidió de favor ayudarlos a llevar el bulto amarrado al fuste hasta el callejón de “tumbaburros”, donde estaba estacionado el cochecito. Ya ahí, trataron de poner el bulto dentro, pero… ¡gran problema! El cuerpo no cabía ni parado ni acostado ni canteado; el alba se asomaba con sus claridades indiscretas, la niebla nocturna estaba levantando, el día prometía ser esplendoroso.
La ansiedad las obligó a atarla en la canastilla sobre el techo del automóvil, la sujetaron bien y, aguantando el llanto, una de ellas aceleró a fondo y se perdieron sobre la carretera. Se detuvieron más adelante, en la cuesta de Champilico para llorar un poco; cuando pasaban por Perote la tensión había disminuido, tenían hambre, así que decidieron detenerse a comprar unas tortas en el restaurante Covadonga. Tenían horas de no haberse llevado nada a la boca, la última vez que habían probado alimento había sido en la fonda de doña María Chichis de Hule, conocida con ese apodo porque sólo tenía un viejo vestido grasiento al que le brillaba la pechuga de tanta mugre.
Estuvieron en el restaurante Covadonga aproximadamente veinte minutos.
Nunca supieron describir si fue sorpresa, asombro, terror u otra emoción humana la que se apoderó de ellas cuando se percataron que el automóvil no estaba donde lo habían dejado; después de su azoro pensaron que estaba mal estacionado y lo había llevado la grúa, no descartaron un posible robo; fueron a las oficinas de tránsito y ahí les aclararon que no había sido levantado y que, seguramente ya avanzaba con rumbo a algún desguazadero.
Pero ¿cómo hacer una denuncia? No era posible confesar que llevaban a su abuela muerta enrollada en un petate sobre la canastilla. ¡Y si la policía seguía al ladrón y encontraba el cadáver! Llanto, náuseas, sudor, desesperación.
Desde entonces cada 24 de agosto las dos damas regresaban al pueblo a pedir que las iluminara al Padre Jesús, dándoles respuesta a su triste pregunta:
¿Dónde quedó la abuelita?