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Las tribulaciones de Sheinbaum

Redacción Por Redacción
27 octubre, 2024
en Luis Farías Mackey
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Luis Farías Mackey

 

Antonio Caso decía que el pasado es una verdad metafísica: “Es”. En el mismo sentido Nietzsche sostenía que la más solitaria tribulación de la voluntad es el pasado: el “fue”, que encadena a la voluntad hacia atrás.

Para Nietzsche “el querer libera: pero, ¿cómo se llama eso que mantiene todavía encadenado al libertador? ‘Fue’: así se llama el rechinar de dientes de la voluntad y su más solitaria tribulación. Impotente contra aquello que ya ha sido hecho es un mal espectador de todo pasado. La voluntad no puede querer hacia atrás; que no pueda quebrar el tiempo ni la voracidad del tiempo ―esta es la más solitaria tribulación de la voluntad” (Así habló Zaratustra; La redención).

Empecemos por la primera afirmación: “El querer libera”, y para nuestra actual conversación nacional el “deber ser” es un querer: el querer de una conducta que se aprecia correcta acorde a un fin. Si bien el “deber ser” obliga, su deber deriva de un acto de libertad que quiere y, en consecuencia, hace de su libertad obligación. Quiero la vida y por tanto hago del no matarás un “deber ser”. Dejémoslo por lo pronto aquí.

Sigamos con el texto de Nietzsche: ¿Qué encadena al libertador que quiere? Un libertador, por cierto, finito en el tiempo. El “fue”: la más solitaria de todas las tribulaciones humanas, porque contra lo que ha sido… ya sólo nos queda ser espectadores. “La voluntad no puede hacia atrás”. Tampoco el querer, menos el “deber ser”; ninguno de ellos puede quebrar el tiempo en su voracidad y avance incesantes.

Regresemos ahora al “deber ser”. Algo que se desea y que por eso se eleva a ley en expresión de libertad, pero que sólo puede ser y sólo puede ver a futuro; habida cuenta que lo que ya “fue” queda fuera del alcance de su libertad y deseo. Porque sólo se legisla hacia adelante y al hacerlo perfilamos nuestro deseo en norma y proyecto; más nadie los puede proyectar hacia un ayer que ya es. Igual que la luz avanza desde el punto emisor hacia adelante sin posibilidad de volver atrás, e igual que la palabra una vez salidas del cerco de los dientes, o la flecha lanzada por el arco —decía Homero —, nuestros deseos y leyes sólo gozan de vida a futuro.

Si hasta aquí estamos de acuerdo, esa libertad expresada en querer un futuro, que se rige, además, por un humano “deber ser”, es sólo eso: un querer, una libertad, una aspiración. Y mientras no sea, puede o no ser, o cambiar de deseo, de libertad o de futuro, porque lo único inamovible e inapelable es lo que ya “fue”.

Nuestra mayor tribulación es lo que “fue” o, en palabras de Caso, lo que ya es por haber sido; pero el futuro nos es inmarcesible, infinito; libérrimo mientras haya futuro y vida. Mientras aún no sea ni se convierta en “fue”.

Si nuestro ser es finito, nuestros deseos también. Y si son finitos, son revisables.

Tratemos ahora de aterrizar en el hoy y en el aquí: Una reforma constitucional, así sea hecha por unanimidad, es un deseo a futuro y por tanto no es aún en acto, ni es aún en “fue”: es gerundio abierto al infinito. Luego entonces es susceptible de todo susceptible.

Decir por tanto que una ley, que es un deseo expresado en norma, es inimpugnable y no puede cambiar antes de haber sido acto, es un absurdo, tanto o mayor que el pretender legislar para cambiar lo que ya ha acontecido. Se podrá sancionar lo que ya fue y es, pero no ordenar que no sea o que sea en contra de todo lo que debe ser.

El problema es que no tenemos legisladores, tenemos lacayos que sueñan ser libres para soñar un futuro que ya perdieron.

Tan saben que su primera reforma es execrable, que ahora impulsan otra para prohibir que sea revisada. Legislan al futuro para que no se juzgue su deseo de futuro y su acción no sea lo que ya es: caos.

El fondo es si la ley es cosa de número o de razón; de cantidad o de finalidades. Si fuese de cantidad, no habría necesidad de parlamentos ni de tribunales, no habría derechos frente a la mayoría ni de cara al poderoso. Pero la realidad humana no es tan burda, obscena ni inicua como el peso de un número sin densidad, sin sentido, sin razón.

¿En qué radica la juridicidad y legitimidad de una ley, en el número o en la razón? ¿Por qué una conducta debe ser: por una mayoría sicofante o por un fin legítimo y acordado? ¿En dónde radica la razón de la pluralidad, en el poder del más fuerte o en el acuerdo entre todos?

¿Tener poder es siempre tener la razón? ¿Entonces por qué murió el absolutismo? ¿Nada aprendieron del 68 sus autollamados hijos?

¿Qué sentido tiene elegir para representarse y parlamentar?

¿Para qué jueces si existen patíbulos a mano alzada?

¿Para qué los partidos y legisladores cuando ya una mayoría lo dijo todo? ¿Lo dijo?

Se puede tener todo el poder y ser más sola y aislada que la nada.

Se puede tener el poder y destruir en los hechos al poder, porque el poder sólo es si es eficaz en los hechos, pero no si solamente es detentado.

La vida va por delante y la ley sólo puede regirla en tiempo futuro, así como el poder sólo sirve cuando efectivamente puede debidamente: Rex eris si recti facias, si non facias non eris.

Se me podrá decir que no existe una atribución expresa para que la Corte revise la constitucionalidad de una reforma constitucional, pero no que la haya tacita para que lo contingente deje de serlo por locura y desesperación. Nadie puede conculcarle a la ley su derecho a la justicia, ni su debida defensa, su verdadero deber ser, incluso la mayoría misma.

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