Carlos Alberto Duayhe
Apasionado del cine, periodista, articulista y escritor; son quizá los rasgos más destacados de la vida de David Martín del Campo, hoy participante de la Feria Internacional del Libro en Guadalajara. Y a manera de referencia la Enciclopedia de la Literatura en México señala: Premio Nacional de Novela José Rubén Romero 1986 por Isla de lobos. Premio Internacional de Novela Diana/Novedades 1990 por Alas del ángel. Premio Nacional de Cuento Infantil Juan de la Cabada 1995 por El hombre del Iztac. Premio IMPAC-Monterrey 1996 por El año del fuego y Premio Mazatlán de Literatura 2012 por Las siete heridas del mar.
–David, ¿cuándo empezaste a descubrir al escritor que llevas dentro?
–Lo menciono en la novela que estoy escribiendo ahora, cuando un personaje le dice al protagonista Alex, que tiene dieciocho años: “Nunca conocí a nadie tan observador como tú, estás destinado a ser escritor”. Pues eso. La curiosidad es mi fuerte, mis debilidades todo lo demás. No puedo dejar pasar un detalle sin resolver… ¿por qué el remolino de la cañería torna siempre a contrarreloj?, ¿por qué los atunes tienen bordes como estoperoles en la cola?, ¿por qué los pintores buscan siempre estudios con ventanales que den al norte? En fin, asuntos que, a la larga, se incorporan inconscientemente en tu cuento. Por cierto que lo del remolino se debe a un principio físico llamado Efecto Coriollis, y lo de los remates en la cola del atún se debe a que las emplean como “macanas” para golpear a sus presas antes de devorarlas… A los nueve años elaboré varios “comics” con mis lápices de color. Historietas de acción y de superhéroes. Supongo que fueron mis inicios como narrador. Después, a los dieciocho, un grupo de amigos organizamos un campamento en la playa Mocambo de Veracruz. Tuvimos algunas aventuras más o menos descabelladas, era el año de 1969, y le dije a mi amigo Ricardo: “De esto que nos ha ocurrido, voy a escribir una novela”. Sí, claro. En 1976 la publiqué. Se llama “Las rojas son las carreteras”, título que decidió mi editor, el legendario don Joaquín Díez Canedo.
–Luego, el quehacer escritura-periodismo abarcó algunos años de tu desempeño laboral. ¿Cómo fue ese proceso?
–Sí, en 1977 fui el primer reportero contratado para el naciente periódico unomásuno dirigido por Manuel Becerra Acosta. Iba recomendado por Fernando Benítez, mi maestro en la facultad de Ciencias Políticas. A pregunta expresa de don Manuel, me defendí, “pues… acabo de publicar esta novela (se la extendí) y he realizado varios cortometrajes en la Universidad Nacional” (lo cual era cierto). Sin más, decidió incorporarme en aquel proyecto que, la verdad, debo agradecer al cielo. Significó mi segunda formación como escritor. Un reportero (lo fueron Hemingway y García Márquez, Vargas Llosa y Revueltas) incursiona por todos los rincones de la sociedad… basureros municipales y la residencia presidencial, sindicatos, plataformas petroleras, guaridas de hampones, hospitales, centros nocturnos, sets de filmación. Cumples y entregas tu reportaje, luego de conversar (es decir, “entrevistar”) a miles de personas. Durante un par de años me desempeñé como corresponsal del diario en Madrid, luego, al regresar, llegué convencido de que debía dejar esos afanes informativos y convertirme en escritor. Publiqué una segunda novela, una tercera, una colección de cuentos… Fue un proceso natural.
– ¿O sea que tu experiencia como reportero está presente en tu obra literaria?
–Pues sí. Recuerdo que en 1978 cubrí un “paro” camaronero en Mazatlán, cuando las cooperativas se enfrentaban con los armadores, es decir, los dueños de los barcos. Entrevisté a decenas de pescadores y empresarios del ramo, entregué el reportaje en varias partes. Luego, años después, publicaría mi novela “Isla de lobos” que habla de ese ambiente. Obtuve el Premio Bellas Artes de Novela en 1986, lo cual me hizo ganar mucha confianza en mi desempeño. Cubrí también, como corresponsal de guerra, el conflicto que mantenía el Frente Polisario contra el ejército marroquí en el Magreb. He realizado otros reportajes indelebles… uno con los últimos guerrilleros de Lucio en la sierra de Guerrero, otro sobre la situación de los mares en México, y que publicó la editorial ERA como “Crónicas de la tercera frontera”, otro sobre los chicleros en la selva de Quintana Roo, otro sobre la presencia de Liz Taylor y Richard Burton en Puerto Vallarta durante la filmación de “La noche de la iguana”. En fin, de todos ellos han resultado, a la larga, sendas novelas que ya, algún día, un crítico se encargará de relacionar.
–Tu registro literario es vasto. Has publicado novela, relato y cuento, pero también biografías, literatura infantil, incluso poesía. ¿Cómo explicar esa visible versatilidad?
–Bueno, sí, es verdad. Más de cincuenta libros circulan por ahí con mi nombre en la portada. Mi fuerte, pienso, es la novela; un género en el que me desenvuelvo a mis anchas. La novela lo incluye todo… inspiración, retrato de personajes, diálogos, descripción de ambientes, investigación documental, muchas “entrevistas”, malicia literaria y todas las lecturas del mundo. Y no sólo de libros de literatura, sino también volúmenes especializados en aeronavegación, migraciones históricas, exorcismo, psicoanálisis, biografías, en fin. En 1990 gané el Premio Internacional Diana de Novela con “Alas de ángel”, y en 2012 el Premio Mazatlán de Literatura con mi novela “Las siete heridas del mar” (que se debió haber titulado Acapulco blues). Creo que son mis mejores libros. Lo de la literatura infantil (y para jóvenes) responde a dos principios: uno, que soy muy juguetón y siempre celebro al niño que aún vive dentro de mí. Tuve una infancia feliz, debo celebrarlo, aunque no ausente de dos o tres traumas. El segundo principio es que la mitad de la población mundial tiene menos de 18 años… ¡y alguien debe escribir libros para ellos! Como los que yo leía en mis años mozos, y que disfrutaba inmensamente. Mark Twain, Salgari. Lo de la poesía fue un tropiezo contingente: en 1995 el huracán “Ismael” azotó al golfo de California ocasionando la muerte de más de 200 pescadores que fueron sorprendidos por el quiebre sorpresivo del meteoro. Mi amigo, el pintor Antonio López Sáenz, me llamó desde Mazatlán: “David, estoy dibujando puros ahogados. Son los que arriban todos los días a la playa. Dibujos muy tremendos… ¿no podrías escribir un texto para ellos?”. Y así resultó ese librito titulado, precisamente, “Ismael”. Y que no quedó tan mal.
–El cine está muy presente en tu obra. Personajes, anécdotas, ambientes. ¿Cómo es que se puede explicar esa influencia?
–La verdad es que al principio yo quería hacer cine. Estudié un par de años en el CUEC, que era la escuela de cinematografía de la Universidad Nacional (mientras concluía por las mañanas mis cursos de Periodismo). Soy de la generación anterior a la de Alfonso Cuarón, la de Rafael Montero y los hermanos Carlos y José Luis García Agraz. Nuestro mentor era Alfredo Jozkowicz, que impartía “Lenguaje cinematográfico”… manejo de personajes, flash back, toma subjetiva, plano-secuencia. Todo ello, la verdad, era para mí un curso especializado de novela, que ha venido a ser como la hermana pobre del cine (por lo menos en términos financieros). Vimos centenares de películas, ¡hasta cinco por día!… todo Fellini, todo Truffaut, todo Wajda. Luego, invitado por Hugo Gutiérrez Vega en Difusión Cultural de la UNAM, organizamos un equipo de cortometrajes en 16 milímetros, que era lo más moderno. Dirigí algunos documentales que luego eran exhibidos en TV Unam. Por ello, cuando algún lector me confiesa con cierta fascinación… “¡N’ombre, tu novela se lee como si fuera una película!”, yo lo agradezco de corazón. Fue mi primera traición; ésa de abandonar el cine para dedicarme a la literatura. La segunda traición, ya lo dije, fue la renuncia al periodismo cotidiano. Reportero, cronista.
–Aseguran que un escritor se hace leyendo y conociendo mundo, para lo que resulta indispensable viajar. ¿Cuáles serían los viajes que más recuerdas?
–Madrid es mi segunda ciudad. He vivido ahí más de dos años, y regreso a ella a la menor provocación. La ciudad, de hecho, está presente en algunas de mis novelas. Insisto, en 1979 y 80 viví ahí como corresponsal, luego me permití un semestre sabático en el barrio de Moncloa hace algunos años. También he pasado largas temporadas en Los Ángeles, donde transité durante los últimos años del hippismo. Hice un viaje loco de dos meses mochileando por media Europa, con pase ferroviario, en los que visité 17 ciudades; desde París hasta Berlín, desde Amsterdam hasta Lisboa, pasando por Viena, Roma, Niza y Barcelona. Creo que ya no lo podría repetir. Y bueno, de chamaco visitaba todos los rincones del país bajo cualquier pretexto. Al cumplir veinte años, recuerdo que me permití afirmar: “He pisado todos los estados del país”. Lo cual, rigurosamente, era cierto. Los viajes ilustran, es cierto… pero también fatigan.
–Lectura impresa versus lectura digital. ¿Qué puedes comentar de esa dicotomía?
–Soy un vicioso del papel, el libro, los periódicos, las revistas. Cada año pasaba largas temporadas en la Hemeroteca Nacional hurgando en periódicos peculiares… el Trópico, de Acapulco, en los años cincuenta, o el pasquín “Pancho Pistolas” que editaban los combatientes del Escuadrón 201 en Manila durante la guerra del Pacífico… Tengo una novela de ese tema, “Cielito lindo”, que me ganó la enemistad de varios veteranos de ese batallón. En fin, ahora, por cuestiones de la pandemia, me he visto constreñido a leer en mi tableta varios periódicos a la vez. No es lo mismo, pero es lectura necesaria, a fin de cuentas. Casi no leo libros electrónicos; prefiero los tradicionales que puedes subrayar con lápiz. En el fondo debo ser un horrible conservador… me gustan los libros como antes, las cantinas como antes, los romances como antes. El día que el periódico El País anunció el fin de su circulación en los kioscos mexicanos, fue para mí una verdadera catástrofe… cada fin de semana le dedicaba tres o cuatro horas de lectura deleitable. Y ahora nada. Supongo que las futuras generaciones verán al libro de papel como nosotros veíamos los discos de nuestros abuelos, aquellos de 78 r.p.m. girando en el gramófono. O los cassetes, o las películas en formato VHS, o los mensajes por fax…
– ¿Cómo te aproximas al futuro globalizado?
–Más bien al revés. El futuro ése que nombras ya se hizo presente. Ya casi no voy al banco, hago las operaciones desde mi celular. Mi familia existe en el whattsap, mis amigos en el E-mail. En 2003 el cierre de las plantas fotográficas de la Kodak fue también un ramalazo. Me encantaba hacer fotos con rollo de 35 milímetros. Ahora no más fotos-fotos sino asomos culeros en la pantallita del celular. Es tema, por cierto, de una novela mía que anda correteando editor. En fin; Marshall Macluhan lo predijo pero no le creímos. “Todos estamos en todas partes y lo sabemos todo”, pero la verdad es que nadie está en ninguna parte ni sabe nada. Las enfermedades, las epidemias de hace 200 años, viajaban a golpe de herradura, o en goleta. Ahora tardan siete horas en llegar de Pekín a Los Ángeles, y ya vemos las consecuencias. Todo es inmediato, todos se enteran de todo, hemos perdido el pudor y la intimidad. No es que el mundo, la realidad, sean peor (ni mejor), simplemente es que son distintos. Y hay que acostumbrarse.
– ¿Cómo ves la literatura mexicana?
–La respuesta políticamente correcta sería: “goza de plena salud”. La verdad es que el medio literario está flaco desde hace rato. Hablemos de la cosa material antes de los talentos. El país tiene poquísimas librerías, en comparación con naciones como Argentina, Francia, ya no se diga Alemania. La lectura en México es igualmente raquítica. Solamente los dos deciles más altos de la población (los que tienen ingresos de 17 mil pesos mensuales o más) son los que se animan a visitar las librerías. Y que conste, adquirir un libro no supone leerlo necesariamente. Así que el 80 por ciento de los mexicanos, y estoy siendo optimista, no carga más libro que los de texto gratuito. Luego está la realidad artística (porque la literatura, dicen, es un arte). Existen muchos autores contemporáneos interesantísimos bastante superiores que al común de los nacionales… John Irving y Cormac MaCarthy, norteamericanos, el inasible Murakami, los ingleses Ian McEwan o Julian Amis, incluso J.K. Rowling… que ahora puedes leer gracias a las traducciones españolas, principalmente de la editorial Anagrama. Y encima que los novelistas en México pareciera que estuviésemos condenados a los temas que nos han dado fama reciente: la violencia de las mafias y los escándalos de corrupción. Como si toda la realidad mexicana se pudiera resumir en el Chapo Guzmán y Emilio Lozoya tras las rejas, o casi. Sin embargo tengo esperanza, qué remedio, y sigo con lo mío concluyendo un libro cada par de años. Leo a algunos de mis coetáneos, incluso algunos que no son tan amistosos. El talento siempre estará ahí, lo básico es engañar muy bien al lector, en los términos rigurosos narrativos: verosimilitud, lenguaje, garra, concisión e ingenio. Que no siempre se da y por eso abandonamos en la página 25. No es fácil.
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Algunas lecturas del novelista
- Dama de noche
- Alas de ángel
- Las siete heridas del mar
- El año del fuego
- Isla de lobos
- Las rojas son las carreteras
- Las viudas de blanco
- Daños a terceros