Porfirio Díaz fue un hombre extraordinario en muchos sentidos. Como soldado fue tenaz y enérgico, pero también caballeroso con el enemigo, nunca se le conoció exceso o atrocidad en la guerra, sino todo lo contrario fue siempre reconocido por propios y extraños. Muestra de ello, fue que al ser hecho prisionero por los franceses en 1865, Bazaine le ofreció el mando del Ejército Imperial Mexicano, lo cual rechazó contundentemente y poco después en Puebla, el Barón Louis de Salignac, militar húngaro a cargo de la prisión militar y con quien trabó amistad, permitió su sonada fuga. Ser magnánimo con sus contrarios, jamás mermó su prestigio o talento como soldado de la República.
Un genuino espíritu de concordia fue prenda característica de su personalidad y dio muestra de ello no solo en el campo de batalla, sino en la política y en la extraordinaria diplomacia que México desplegó a lo largo del porfiriato. Como presidente permitió la reincorporación a la sociedad mexicana de antiguos conservadores e imperialistas, todos fueron amnistiados con la lógica excepción de Leonardo Márquez. Cuando Mariano Escobedo, su viejo compañero de armas, se rebeló, no lo fusiló solo lo amonestó y lo hizo senador, de igual forma se casó con la hija de Manuel Romero Rubio, un connotado lerdista, su otrora adversario.
A pesar de haber combatido a Napoleón III, estrechó con Francia una destacada relación en todos los campos, no en vano, París fue no solo escenario de honores, sino su hogar en el exilio y al final su tumba. La genuina reconciliación con España, también la selló Don Porfirio durante las fiestas del Centenario de la independencia, cuando el Marqués de Polavieja entregó a México los trofeos de guerra tomados a los insurgentes, entre ellos la casaca del General Morelos. Con Estados Unidos, la relaciones se llevaron con más cautela, pero siempre con respeto y la primera vez que presidentes de ambas naciones se reunieron, fue en la sonada entrevista Díaz-Taft. A José Martí lo invitó a abandonar México por su filiación lerdista, pero años después lo recibió en audiencia y reconoció su carácter de patriota.
Con Austria-Hungría el tema fue más espinoso, Juárez fusiló a Maximiliano y Francisco José, hermano del malogrado archiduque aún reinaba en Viena. De hecho Francisco José jamás perdonó a Napoleón III haber abandonado a Maximiliano, pero en cambio sí reanudó relaciones diplomáticas con el México de Don Porfirio. Aquí el General Presidente, no solo echó mano de su pericia diplomática sino que cosechó lo sembrado durante sus años de guerrero. Resulta que durante la guerra contra el imperio, uno de los jefes que más apreció Maximiliano fue el conde Carl Kevenhuller, quien perteneció al cuerpo de voluntarios austriacos. El conde provenía de la más rancia nobleza austriaca y de una familia muy afamada. Sin embargo, el joven noble resultó ser un dolor de cabeza para su padre, continuamente se vió en medio de toda suerte de escándalos y deudas que su padre pagó para no manchar el honor de la familia. Cuando se formó el cuerpo de voluntarios austriacos para Maximiliano, los Kevenhuller vieron ahí la salida idónea para deshacerse del borrego negro de la familia y lo incorporaron de inmediato.
Al llegar a México, Carl Kevenhuller sufrió una transformación radical y se convirtió no solo en un hombre honorable sino en una de las mejores espadas del imperio. Como en todos los episodios decimonónicos, el amor no estuvo exento, y Kevenhuller se hizo amante de una bella aristócrata mexicana, Leonor Rivas Mercado, casada por acuerdo con un hombre mayor. Cuando Maximiliano partió a Querétaro, previendo lo que estaba por venir, ordenó a los austriacos permanecer en la guarnición de México, esto último no solo garantizó a Kevenhuller no caer prisionero, sino conocer a Porfirio Díaz quien lo salvó del paredón y le dio un salvoconducto para regresar a Europa, para cuando Carl dejó México, Leonor esperaba un hijo suyo.
De vuelta a Viena, con la reputación restaurada, Carl ascendió a príncipe, sucediendo a su padre y continuó la amistad con Porfirio Díaz, tanto así que fue un gestor de primer orden para restablecer las relaciones diplomáticas entre México y Austria Hungría. En 1900, regresó a México para la consagración de la capilla a Maximiliano en el Cerro de las Campanas, Don Porfirio puso un tren especial a su disposición y le dispensó todas las atenciones posibles. Con gran amargura, Kevenhuller narró en sus memorias la impotencia de haber estado en la Ciudad de México sin poder ver a Leonor y mucho menos, conocer a su hijo. Cinco años después, en 1905 el príncipe Karl Kevenhuller murió en Austria, cuentan las crónicas, que al centro de su capilla ardiente, colocaron una gran corona floral, con un vistoso listón tricolor, misma que fue enviada por su amigo el general Porfirio Díaz, presidente de la República Mexicana.