homo políticus
- Cada Quien Carga su Cruz
La tarde del viernes 7 de abril del año 30, a los 36 años, murió el hijo de Celeste María y José.
El cuerpo de Cristo, Jesús, el carpintero de Belén, yace sobre una tabla. Cinco mujeres lloran, una de ellas, su Madre. Su Pater Putativus prefiere voltear la mirada a otro lado. La BBC News titula la escena como desgarradora. Duele su muerte.
Tumbado Jesucristo, el Hijo del Hombre, las figuras en tamaño natural, la Virgen llora desconsolada, como lo haría cualquier madre amorosa. Las tres María —María Magdalena, María Salomé y María de Cleofás— muestran rostros que taladran el alma. Gritan. Lloran.
San Juan lleva la palma de su mano a la barbilla, pensativo, observando meticuloso el cuerpo. Qué desgracia, qué dolor. José de Arimatea está a la cabeza de su hijo muerto, a quien no voltea a ver. Nadie aguantaría ver un rostro torturado de tal forma, aún con la corona de espinas.
Compianto sul Cristo morto, se llama la obra de arte.
Siete piezas escultóricas poco conocidas —tan valiosas como la Piedad de Miguel Ángel: María con su Hijo en su regazo—, de Niccolò dell’Arca, encontradas en una parroquia de Bolonia, Italia, sirva para conocer el penúltimo milagro de Jesús.
Un buen amigo —el cuarto dedo de una mano— me trae de España una joya: Jesús de Nazaret. Realidad y fabulación, de Francisco Morales Padrón.
Fue ese viernes. Simón de Cirene, junto a sus dos hijos, preparaba su regreso a casa, tras adquirir víveres [Capítulo XXIV, página 106]. «Un rebullicio de voces» aborta su viaje. Los dos hijos se colocaron a los costados de su padre. «Entre la turba, avanzaba una comitiva». A un piquete de soldados los mandaba un centurión a caballo. Detrás de él, tres reos sentenciados a la crucifixión.
Cargan cada quien su cruz. Quien va a delante, todo de blanco, no puede más. El escarmiento es brutal. Los rayos del sol pegan, también, inmisericordes. «Un gentío formado por sacerdotes, comerciantes, fariseos, campesinos, andrajosos desposeídos, mujeres, niños, forasteros, perros…», veían el cortejo, reprobando en silencio. «Los pretorianos despejaban el camino rudamente».
Simón se encontró los ojos de quien vestía túnica blanca y calzaba sandalias, de pisadas suaves que apenas podía con el madero. No pudo más. De rostro desfigurado y sangre cuajada, cayó. El centurión buscó con la mirada. Bajó de la montura y ordenó: «Cárgala tú». No hacía falta especificar qué tenía que cargar. Simón —quien padecía de una lesión de columna vertebral— soltó a sus hijos, y, obediente, se dispuso a levantar con trabajos la cruz, ayudado por sus hijos.
La cruz estaba ensangrentada. Pesaba. Simón, pese a ir detrás de Jesús, seguía sintiendo aquella primera mirada. Cargó el travesaño del mismo lado del sentenciado a la muerte. «Cuando llegaron al Gólgota», prosigue enorme Morales Padrón, «los ojos plenos de padecimientos, dulces y agradecidos de Cristo, se cruzaron con los de Simón Cirineo». Nadie sino Él, da las gracias en silencio y con lágrimas. En pocos minutos moriría…
Los males de la columna vertebral de Simón, acababan de desaparecer para siempre. Él y sus hijos, también para siempre, caminarían detrás de Él, al tercer día. Compelido Cirineo, humillado entre la muchedumbre, enfermo, hizo un servicio extraordinario: llevar a Jesucristo al Reino de Dios.
Cada quien carga su cruz…