Por Alejandra del Río
Hay en nuestro México querido un elefante en la sala, que pocos quieren ver, o que quizás muchos prefieren ignorar bajo el influjo de la narrativa oficial. Hablo, por supuesto, de esa bola de nieve silenciosa, pero voraz, que es la deuda pública. Y no, queridos lectores, no es una invención de la oposición ni una conspiración neoliberal; son los fríos, implacables y tozudos números los que gritan una verdad incómoda: en las últimas dos administraciones, ambas bajo el cobijo de Morena, la deuda pública de nuestro país se ha disparado a niveles alarmantes. Casi al doble, para ser exactos.
Hagamos un pequeño viaje al pasado reciente, con la lupa de la memoria histórica. Cuando Andrés Manuel López Obrador asumió la presidencia en diciembre de 2018, la deuda pública, medida como el Saldo Histórico de los Requerimientos Financieros del Sector Público (SHRFSP) –esa cifra que engloba casi todo lo que el gobierno debe– rondaba el 44.9% del PIB. Una cifra manejable, con sus bemoles, sí, pero dentro de los rangos que nos permitían respirar sin la soga al cuello.
Hoy, a principios de julio de 2025 y en una segunda administración bajo el mismo estandarte, la perspectiva es desoladora. Sin caer en alarmismos infundados, pero sí con la sana preocupación que debería invadir a todo ciudadano pensante, los datos preliminares y las proyecciones más conservadoras nos indican que el SHRFSP podría estar coqueteando peligrosamente con el 60% o incluso superando esta marca del PIB. ¡Casi quince puntos porcentuales de incremento en apenas seis años! Y ojo, que no es un salto lineal; es una aceleración preocupante que ha tomado fuerza en el último tramo.
Las cifras que no mienten:
• Al cierre de 2018, con el PRI de Peña Nieto, la deuda pública total ascendía a alrededor de 10.4 billones de pesos.
• Para junio de 2025, después del sexenio de López donde se sirvieron con la cuchara grande y en estos meses del sexenio de Sheinbaum, esa cifra había escalado a 17.9 billones, un incremento de un 69 % en siete años .
¿De dónde viene este despropósito? La narrativa oficial nos dirá que fue la pandemia, que fueron los vaivenes internacionales, que fue la herencia maldita del pasado. Y sí, claro, todo eso tiene un matiz de verdad. La crisis del COVID-19 exigió gastos extraordinarios, y la volatilidad económica global no ha sido una luna de miel. Pero seamos serios: ¿es esto lo único que explica un aumento de esta magnitud?
Aquí es donde la razón nos obliga a mirar más allá del discurso simplista.
Durante la primera administración morenista, la política de austeridad republicana, tan cacareada, se enfocó en recortar gastos corrientes, sí, pero también en destinar ingentes recursos a apoyos sociales ya insostenibles, a proyectos faraónicos y “emblemáticos” que no han demostrado su rentabilidad ni su eficiencia.
Pienso en la refinería de Dos Bocas, en el Tren Maya, en el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles. Proyectos que, sin entrar a debatir su utilidad a largo plazo, que todos sabemos que será basicamente nula, han significado una sangría constante para las arcas nacionales, alimentando la deuda a base de financiamientos absurdos y con retornos de inversión inexistentes.
Y en la administración actual, la inercia se ha mantenido, con una política de gasto que no parece querer cerrar la llave. Se ha hablado de mantener los programas sociales, de subsidios, de intervenciones estatales en sectores estratégicos. Todo muy loable en teoría, pero cuando la factura la pagan las generaciones futuras, la ecuación se desequilibra peligrosamente.
¿Qué significa todo esto para usted, para mí, para los mexicanos de a pie?
Las implicaciones son profundas y multifacéticas, como las arrugas en el rostro de un país que ha visto demasiado.
* Menos margen de maniobra para el futuro: Una deuda pública abultada significa que una parte cada vez mayor del presupuesto nacional se destina al pago de intereses. Es dinero que no se invierte en educación de calidad, en hospitales dignos, en medicinas, en infraestructura moderna, en investigación y desarrollo. Es dinero que se va por el drenaje de la irresponsabilidad fiscal. Solo imaginemos por un momento, cuánto podríamos avanzar si esos miles de millones se destinaran a combatir la pobreza extrema o a fortalecer nuestro sistema de salud.
* Presión fiscal creciente: Para pagar la deuda, los gobiernos tienen dos opciones: endeudarse más (un círculo vicioso) o aumentar los impuestos, la segunda opción siempre termina cayendo sobre los hombros de los ciudadanos. Prepárense, si la tendencia continúa, para futuros ajustes que, aunque no se llamen “nuevos impuestos”, sí afectarán nuestro bolsillo de una u otra forma, pero solo a ese amplio sector de la población que decidimos no votar por ellos, al microempresario, a la clase media y a las empresas que no se venden a su modelo de “Transformación”
* Vulnerabilidad ante crisis externas: Un país altamente endeudado es un país frágil. Ante cualquier shock económico global, una recesión, (Que se ve venir a nivel internacional a pasos agigantados) un aumento de las tasas de interés internacionales, nuestra economía se vuelve extremadamente vulnerable. Los inversionistas huyen, el peso se devalúa, la inflación se dispara. Es un escenario que ya hemos vivido demasiadas veces en nuestra historia y que, al parecer, estamos empeñados en repetir.
* Carga para las generaciones futuras: Lo más doloroso de todo es que esta deuda no la estamos pagando nosotros. La están pagando nuestros hijos y nuestros nietos. Estamos hipotecando su futuro, limitando sus oportunidades y condenándolos a una vida con menos recursos disponibles para su desarrollo. Es una irresponsabilidad moral que debería avergonzarnos a todos.
No se trata de descalificar por descalificar, sino de señalar con datos y con argumentos que la euforia populista y la retórica de la transformación no pueden ocultar la cruda realidad económica. La deuda pública no es un concepto abstracto; es una espada de Damocles que pende sobre la cabeza de cada mexicano.
Es hora de que la razón se imponga sobre el adoctrinamiento y la desinformación. Es momento de exigir transparencia, responsabilidad fiscal y una gestión prudente de los recursos públicos. Porque si seguimos por este camino, el legado de la Cuarta Transformación no será un país más justo, sino un país más endeudado y con menos futuro. Y eso, es una tragedia que ningún discurso puede maquillar.