Luis Farías Mackey
Las profecías condenan hasta a los dioses: Urano tenía que ser destronado por un hijo, para evitarlo condenó a todos al tártaro, pero el amor de madre pudo hasta contra el déspota miedo del dios progenitor; armó a Cronos, el menor, con una hoz de pedernal y éste cumplió la profecía: destronó al padre, lo castró. Urano no murió, los dioses no mueren, esa es una categoría humana, pero desde entonces no lo dejan vivir.
Y como el miedo no anda en burro y menos en dios, Cronos optó por devorar a sus hijos para que no le pagaran con la misma moneda. Nuevamente vuelve a ser la madre, ahora de sus hijos, la que da a luz a Zeus en la oscuridad y en el silencio, quien con engaño hizo a Cronos vomitar a todos los hijos devorados y luego luchó contra el dios ya envejecido por diez años. Zeus tuvo que echar mano de los cíclopes quienes lo armaron junto con sus hermanos: a Zeus obsequiaron el rayo, a Hades el yelmo que lo hacía invisible, a Posidón el tridente para enardecer los mares. Hades, invisibilizado, robó las armas a Cronos, Posidón lo distrajo con el tridente y Zeus lo derribó con el rayo. Tras de eso fue desterrado junto con toda su corte celestial hasta el fin de los tiempos.
La mitología nos habla de un tiempo lineal implacable, nadie puede durar más que él, el tiempo mismo nos devora, pero entonces nada más que el tiempo persistiría, sin embargo, encontramos que el devenir deviene, no devora y que sólo sobre sepulcros se pueden erigen las resurrecciones, tal y como el día sigue a la noche, y la primavera al invierno. Tal vez Cronos no devoraba a sus hijos para acabarlos, sino, como savia refugiada al interior del árbol, para protegerlos del invierno.
Hades le roba a Cronos sus armas, el tiempo mismo, pero ¿cómo robar el tiempo? Rompiéndolo, y aquí entra Nietzsche a escena. Zaratustra sube una pendiente empinada entre profundos abismos con un enano al hombro, el espíritu de la pesantez. En un paraje cualquiera encuentra un umbral, de un lado corre hasta el infinito el futuro, del otro el pasado. En el umbral ambos hacen eclosión, se tocan: es el instante en fugaz devenir. Por el umbral corre incesante el infinito al futuro y desde el pasado, pero el instante toca el infinito, el tiempo lineal, es en el instante donde podemos imprimir nuestra impronta en el tiempo. Es decir, quebrar el tiempo, asaltarlo con el “acontecimiento”.
El acontecimiento es aquello que trastoca a Cronos, el acontecimiento le roba sus armas, lo lineal del tiempo, el acontecimiento es lo imprevisible, lo absurdo, el arte, y esas otras cosas inentendibles del humano como el amor, la belleza, la justicia y hasta la locura, que hacen aquello que nadie espera, que rompen el tiempo, lo esperado, lo normal.
Y claro, los griegos también lo consideraban deidad, una menor, pero bien situada, hijo menor de Zeus. Le llamaban Kairos, algo así como la oportunidad. Mientras Cronos cuenta el tiempo (segundos, horas, siglos, eternidad), Kairos le otorga calidad, oportunidad, génesis. Cronos transcurre, Kairos quiebra y crea (toda creación es siempre un quiebre, una herida). El acontecimiento es ese instante que cimbra todos los fundamentos de la tierra y del entendimiento humano mostrándonos formas nuevas de entender al mundo y a nosotros en él. Es la obviedad que nadie vio hasta que el caos se rasgó y por esa rendija entró a nuestra vida un océano de posibilidades. Como diría, De Chardin: “en la escala del universo solo lo imposible puede ser verdadero” (cito de memoria).
El acontecimiento entra como Hades, imprevisible; distrae como Posidón, como tormenta; y tumba como Zeus, como rayo. Pero, sobre todo, llega cuando el pensamiento está listo para ser mentado, como Kairos, oportunamente.
No ha llegado el tiempo de Kairos político en nosotros. Cada vez surgen más voces e inquietudes, propias del parto de una nueva cosmovisión, pero aún no estamos listos para lo que habrá de venir. Y en eso, el tiempo lineal es implacable: Kairos no pelea contra Cronos, su abuelo, hace con él sinfonía, oportunidad.
Frente a ambos, los hombres necios le rezan a Kratos, la fuerza, el dominio, el control, la “potesta”, le decían los romanos, para diferenciarla de la “autoritas”.
Pero si ni los dioses se pueden desentender del devenir, su continuidad y sus quiebres, poco puede hacer el hombre que sustenta todo su ser en Kratos, si no que le pregunten a Urano y a Cronos.
Es el umbral del instante por el que imprimimos el ser en el devenir, lo demás es un fluir constante sin nosotros.