Por Alejandra del Río Ávila
Mientras los reflectores mediáticos se encienden con fuerza sobre los nombres de Enrique Peña Nieto, Felipe Calderón, Carlos Salinas de Gortari y hasta sobre el empresario Ricardo Salinas Pliego, quienes ha sido puestos en el cadalso mediático, una verdad más incómoda y peligrosa se filtra en las cortes de justicia de Estados Unidos: Ovidio Guzmán está hablando, y lo que está diciendo no conviene al gobierno mexicano que hoy presume de una supuesta cruzada contra la corrupción.
En un país donde el show político se ha convertido en estrategia de Estado, donde la mentira desde el podium es tan frecuente que a los políticos ya no se les cree ni la verdad, desde hace un par de semanas, los titulares y los debates en redes sociales han sido secuestrados por las “revelaciones” (o más bien, refritos) sobre las riquezas de Peña Nieto, los fantasmas del salinismo o las reiteradas acusaciones contra Calderón que ya el expresidente nos hizo aprendernos de memoria, es necesario preguntarse: ¿qué ocultan los tambores de guerra contra los expresidentes? ¿Qué verdades buscan barrer bajo la alfombra con demandas de años pasados, auditorías selectivas y escándalos empresariales televisados?
Las declaraciones del hijo del Chapo Guzmán, detenido y extraditado, han comenzado a revelar una colusión profunda entre cárteles del narcotráfico y estructuras del Estado mexicano. No hablamos ya de policías corruptos o mandos medios vendidos. Hablamos de altos funcionarios, de los familiares de la casta sagrada de Tabasco y hasta del jefe de oficina del ex-presidente, de protección institucional, rutas garantizadas y pactos de impunidad.
En cualquier democracia funcional, las acusaciones que vinculan al poder político con el crimen organizado deberían abrir portadas, noticieros y debates legislativos. Pero en México, donde la narrativa oficial es más importante que la realidad, se opta por gritar hacia el pasado para no mirar el presente, por distraer a la opinión pública para no dar explicaciones ni abrir incómodas investigaciones que pueden manchar la supuesta imaculada imagen del movimiento de López y Scheinbaum.
Así, mientras mientras todas las figuras antes mencionadas se convierten en los villanos de la nueva saga de la 4T, pretenden que el país ignore que Ovidio Guzmán ha comenzado a describir cómo el narco se infiltró —o fue invitado— en las estructuras de poder durante los últimos años, incluyendo esta administración.
La pregunta ya no es si el narco está dentro del Estado, sino quién lo permitió, quién lo negoció y quién hoy lo sigue protegiendo. El silencio del oficialismo ante estas revelaciones es ensordecedor. No hay comunicados, no hay desmentidos, no hay investigaciones anunciadas. Solo hay fuegos artificiales mediáticos para distraer a una ciudadanía agotada y confundida.
¿Queremos justicia o venganza mediática? ¿Queremos transparencia o una coreografía de acusaciones para entretener al electorado?
Porque si de verdad existiera voluntad política para romper con el pasado corrupto, entonces el actual gobierno tendría que abrir la puerta a que se investigue a todos los políticos señalados, pero lamentablemente esto pudiera meter en apuros también al gobierno actual. Y eso, por supuesto, no está en el guion oficial.
Por ahora, seguiremos viendo el circo de los cyhivos expiatorios. Con expresidentes en el banquillo de los trending topics y empresarios en el paredón del linchamiento público. Mientras tanto, en una sala de audiencias en Washington, un narcotraficante suelta nombres, fechas y operaciones que podrían incendiar a todo un régimen… estamos ante un terremoto político de proporciones épicas. No se trata solo de señalar a uno u otro sexenio; se trata de exhibir la continuidad de una simbiosis perversa que ha desangrado a nuestro país. ¿Estará dispuesta la opinión pública a escuchar?