Por Aurelio Contreras Moreno
Desde siempre, el uso de la represión policíaca contra la ciudadanía erosiona la legitimidad democrática y demuestra que ante la ausencia de argumentos y de capacidad, lo único que se impone es la fuerza.
La movilización de granaderos para disolver manifestaciones ciudadanas de los últimos días en Xalapa —de maestros jubilados y padres de familia de zonas indígenas, específicamente— muestra el talante autoritario de la gobernadora Rocío Nahle, que a menos de un año de haber asumido el poder demuestra cómo es que está dispuesta a ejercerlo, y que lejos de dialogar, opta por blindarse.
No parece ser un hecho aislado ni una reacción improvisada, sino más bien una respuesta de Estado al descontento que crece en una de las áreas más delicadas de la administración estatal: la de la educación. Aunque las de la salud y la seguridad no están muy lejos de provocar reacciones similares.
A pesar de sus esfuerzos por desmarcarse de los estilos y mañas de su antecesor, el paralelismo con lo sucedido en el sexenio de Cuitláhuac García es inevitable. El anterior gobierno persiguió, apaleó, encarceló y hasta asesinó a quienes se atrevieron a “salirse del huacal”, a protestar por los abusos o simplemente a oponerse a su desastrosa administración. La sangre llegó al río cuando uno de esos excesos terminó con el asesinato de dos campesinos en Totalco, en la región de Perote, a manos de policías estatales. El caso fue emblemático no solo por su brutalidad, sino por la impunidad que lo rodeó, ya que los únicos que la pagaron fueron los uniformados que recibieron las órdenes de reprimir, pero no quienes se las dieron.
Hoy, Nahle repite el libreto. Y con otro antecedente que lo vuelve aún más oprobioso. Hace casi diez años, el gobierno de Javier Duarte de Ochoa –quien desde la cárcel le ha hecho varios guiños a la actual mandataria, a la que apoyó en campaña, vaya a saber si con algo más que saliva- reprimió con la fuerza policiaca a jubilados del estado a los que se les dejaron de pagar sus pensiones, habida cuenta de la quiebra total de las finanzas estatales a manos del gobernador más corrupto de la historia de Veracruz. Y vaya que le han buscado disputar ese título.
La semana pasada, maestros jubilados que llevan años reclamando al mismo gobierno de Veracruz el pago de un seguro institucional y que han arreciado sus protestas en las últimas semanas, también fueron “invitados” a desalojar la vía pública por una cincuentena de policías listos para reprimir, tolete en mano y escudo al frente. Imposible no relacionarlo con aquel episodio vergonzoso de diciembre de 2015.
Un día antes, sucedió prácticamente lo mismo con padres de familia de Tehuipango que bloquearon la avenida Lázaro Cárdenas, afuera de la Secretaría de Educación, hartos de que en sus comunidades no hay maestros. Les aplicaron la misma receta: granaderos para “disuadirlos”. Lo bueno que dicen que son “diferentes”.
La narrativa oficial pretende convencer de que se trata de “contención” o “protección del orden”. Pero los escudos, toletes y cascos no protegen a la ciudadanía: la intimidan, la agreden. La disolución de protestas legítimas no es para mantener la gobernabilidad. Es una muestra palpable del miedo al escrutinio público y a las demandas ciudadanas que no se conforman ni agachan la cabeza por una beca.
Así, mientras se habla de “cercanía con el pueblo”, se criminaliza la protesta y se normaliza la presencia de cuerpos de choque, institucionales o no, para mantener no el orden, sino el control. Lo que estamos presenciando no es solo un estilo de gobierno: es una lógica de poder.
Cuando no impera la razón ni hay capacidad para resolver los problemas, se impone el “garrote”. Así parece entender el “diálogo” Rocío Nahle.
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