Por María José González Alonso
Cada 10 de octubre se repite el discurso: “la salud mental es importante”. Pero entre la consigna y la realidad hay un abismo. México reformó la Ley General de Salud en 2022 para reconocer la salud mental y las adicciones como prioridad nacional, sin embargo, los presupuestos, los servicios y la ejecución siguen siendo mínimos. La narrativa pública crece, pero la política pública se queda corta.
Según datos del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, entre el 1.3% y el 1.6% del presupuesto en salud se destina a salud mental, muy por debajo del 5 % que recomienda la OMS. Este nivel de financiamiento es insuficiente para cubrir una problemática que afecta a millones. Mientras tanto, los discursos institucionales promueven la importancia del bienestar emocional, pero los hospitales psiquiátricos siguen saturados y los servicios psicológicos, ausentes en la mayoría de los centros de atención primaria.
La evidencia internacional muestra que la pobreza se asocia consistentemente con mayor riesgo de depresión y ansiedad; revisiones recientes estiman que las personas con menores ingresos pueden tener entre 1.5 y 3 veces más probabilidad de padecer estos trastornos. La salud mental, entonces, no se cura sólo con terapia: necesita condiciones dignas de vida, políticas de prevención, vivienda segura, empleos justos y comunidades sanas.
A esto se suma la centralización del sistema de salud. De los 33 hospitales psiquiátricos que existen en el país, 60 % se concentra en tres grandes ciudades. El resto del territorio queda a merced de la atención generalista o de organizaciones civiles que hacen lo que pueden con recursos limitados. El resultado es una red fragmentada y sobrecargada.
Adicional a lo anterior, la falta de personal especializado sigue siendo una de las mayores barreras estructurales para llevar esas políticas a la práctica.
Aunque el país cuenta con más de 350 000 psicólogos titulados, la mayoría no trabaja en el sistema público ni en atención clínica, por lo que no cubren la demanda real de atención psicológica. El número total de psicólogos parece alto en papel, pero es insuficiente en términos de cobertura, distribución y formación clínica causando enormes vacíos en la atención primaria, donde debería comenzar la detección y prevención de trastornos.
Sumado a lo anterior, muchos profesionales del sector público enfrentan condiciones laborales precarias: contratos eventuales, sueldos bajos, falta de supervisión clínica y de formación continua. Esta precariedad desincentiva la permanencia en el sistema y empuja a los especialistas hacia el sector privado o hacia la migración, generando un círculo vicioso de desatención institucional.
En México, cerca del 85 % de las personas que padecen algún trastorno mental no reciben atención especializada, y aquellas que finalmente acceden a tratamiento suelen esperar en promedio hasta 14 años desde la aparición de los primeros síntomas antes de recibir ayuda profesional. Durante ese tiempo, los síntomas se agravan, las redes familiares se fracturan y la productividad, tan defendida por los indicadores económicos, se desploma.
Los factores estructurales como la violencia, la desigualdad, la precariedad laboral, y la falta de espacios públicos seguros son causas psicosociales tan potentes como cualquier diagnóstico. Hablar de salud mental sin hablar de contexto social es ignorar la raíz del malestar.
El Día Mundial de la Salud Mental no debería ser una fecha para publicar frases motivacionales, sino para exigir rendición de cuentas. La salud mental no puede seguir siendo una promesa pospuesta ni un tema de moda. Necesitamos que el Estado mexicano asuma su responsabilidad histórica: garantizar acceso real, equitativo y comunitario a los servicios, capacitar al personal de salud y financiar programas sostenibles más allá del sexenio en turno.