Joel Hernández Santiago
Este 11 de octubre hubiera cumplido cien años el enorme historiador mexicano Luis González y González. Pero se nos fue el 13 de diciembre de 2003. No obstante dejó una obra suprema para la comprensión del pasado mexicano, de su historia y de su destino…
Desde “El entuerto de la conquista”, que son los dolores posteriores al parto, como lienzos sobre la Colonia y el siglo XIX mexicano en su “Galería de la Reforma” y por supuesto sobre la Revolución Mexicana en dos de los tomos de la “Historia de la Revolución Mexicana” en su etapa cardenista. Y su participación con dos tomos en la “Historia Moderna de México” que coordinó otro sabio mexicano, don Daniel Cosío Villegas. En toda su obra, que fue vasta, desgranó lo que hicimos los mexicanos a lo largo de los siglos.
Era un historiador extremadamente disciplinado y estricto en el proceso de historiografíar. Lo dijo en “Historia ¿para qué?” y en “El oficio de historiar”, en donde nos da avances de cuál es la ruta para llevar a cabo, con herramientas científicas y metodológicas, el camino o el viacrucis del historiador.
Cómo enfrenta los archivos, las huellas físicas, la historia oral, las huellas del pasado que son tantas y que no todas son ciertas. Y ahí está el trabajo de disección y de elaboración de caminos hasta llegar a la verdad… o lo más próximo a esa verdad de la historia que, como se sabe, no es una tía buena que todo lo ve y todo lo perdona.
Su principio ético era el saber la verdad de lo ocurrido en el pasado, porque a la manera de Heródoto, estaba convencido de que quienes no recuerdan su pasado están condenados a repetir los mismos errores. Y nos mostró los diferentes modelos de historiografía: la histórica crítica, la historia de bronce, la historia científica, la historia cuantitativa…
También decía que había que desmitificar a nuestros héroes patrios, los que no eran ángeles o demonios, en todos estaba el factor humano para aciertos o errores, para solidaridades o traiciones. El pasado mexicano no está poblado de ángeles purísimos ni de diablos con cornamenta y cola. Todos han sido humanos y por lo mismo sujetos de sus pasiones o sus odios, de sus grandezas como también de sus bajezas.
Pero junto a esta sabiduría y cuyos resultados podemos leer en los muchos libros que nos heredó, también está el bien escribir. Escribía tan bien que parece que el pasado lo tenemos en las manos, a la vista, al portador, nada de complicaciones metodológicas o teóricas, hechos y verdades, sabrosamente redactados para la sapiencia del hombre de a pie.
Y tenía una enorme pasión: La pasión de un hombre por su tierra de origen y su gente. Esto hizo que recurriera a una novedad historiográfica de la que él fue el fundador en México: la microhistoria.
Esto es, la historia de pequeños núcleos de vida, pequeños poblados, pequeñas acciones, gloriosas o no. La historia propiamente investigada y escrita, sobre pueblos en donde parece que no pasa nada pero ocurre todo, en lugares que se pueden percibir desde un montículo y hasta donde llega nuestra vista.
En 1968 don Luis tuvo un año sabático en El Colegio de México. Y a diferencia de muchos de sus colegas que aprovechan para descansar, pasear, disfrutar su merecido descanso, él se refugió en su pueblo, San José de Gracia, en el Municipio de Marcos Castellanos, en Michoacán. Ahí mismo en donde nació hace cien años.
En ese lapso se dio a la tarea de investigar la historia de su pueblo desde su fundación y hasta los años recientes a la fecha de su investigación. Revisó archivos, se metió en lugares inhóspitos en donde encontrar huellas del pasado familiar como colectivas, entrevistó a cientos de personas para recoger sus historias de vida y la vida que vivieron… utilizó las herramientas de la gran historia para aplicarlas a lo pequeño, a lo mínimo, pero también a lo más amado.
El resultado fue una obra magistral: “Pueblo en vilo” (‘Historia universal de San José de Gracia’). El libro fue publicado por El Colegio de México y con reediciones a granel en los años recientes, con traducciones, primero al francés y enseguida a otros idiomas. La Secretaría de Educación Pública lo reeditó en un tiraje de miles de ejemplares en edición de divulgación en su colección: “Lecturas mexicanas”.
Fue miembro de número de El Colegio Nacional, y de la Academia Mexicana de la Historia. Obtuvo el prestigiadísimo premio Haring por “Pueblo en Vilo” y muchos otros reconocimientos en vida.
Pero sobre todo don Luis fue un sabio que era un hombre bueno. Un hombre generoso y amigo de todos sus colegas, de sus cientos de alumnos y de quienes encontraban en él una palabra amable, cariñosa, cargada de alegría y de sabiduría. Al preguntarle sobre su vida, prefería decir que “la gente más o menos feliz tiene poca historia”. Pero él tenía mucha historia qué contar.
Lo conocí en 1981 gracias a Samuel I. del Villar, quien era profesor en El Colegio de México y editor de la Revista Razones, en donde yo era reportero y jefe de información. Nos hicimos amigos inmediato y en 1984 me invitó a acompañarlo en El Colegio de Michoacán, institución de excelencia educativa y de investigación del que él fue fundador en 1979 y su primer presidente.
Estuve muchas veces en su casa de Zamora; sobre todo en su hermosa casa de San José de Gracia, en el “Pueblo en vilo”; una casa al puro estilo michoacano, de techos de teja, gruesos muros, pasillos y corredores, un patio central florido y el brocal de un pozo.
Ahí conocí la vida ranchera de la región, y a gente de grandes cariños y gratitud por mi parte, como fue su tío don Bernardo González a la esposa de Don Bernardo, doña Tere, y a sus hijos. Fue una etapa inolvidable para mí, por la cara amistad de don Luis, una amistad que duró muchos años y por esos días de abrevar en su sabiduría y en su bonhomía y en su humildad sabia.
Cien años de don Luis González y a la manera del mejor lugar común diré con orgullo que he leído prácticamente toda su obra, he aprendido mucho, creo yo. Y recomiendo, con las manos puestas en Pueblo en Vilo, que se lea su obra, de pies a cabeza, de pe-a-pá. Es el mejor homenaje para don Luis… y para México.