EL SONIDO Y LA FURIA
MARTÍN CASILLAS DE ALBA
Arquitecto Andrés Casillas de Alba (1934-).
Ciudad de México, sábado 6 de febrero, 2021. – Fui testigo de una de esas conquistas cuando lo acompañé a la capilla que había diseñado y estaba en obra, en donde se pasó horas viendo el muro bañado por la luz que caía por el muro, para decidir el color que debería tener. Era uno más de los tantos ejercicios que hizo en su vida para conquistar la belleza.
La única manera de disfrutar una obra de arquitectura –me decía Andrés, mi hermano–, es estar allí, en el espacio, la luz y el tiempo. Pero, como es difícil hacerlo, no nos queda otra que reconstruirla a través de las fotografías, recreando el espacio e imaginando el paisaje durante las cuatro estaciones.
En el libro Andrés Casillas de Alba (FATLB, 2020) vuelve uno a descubrir la belleza implícita de sus obras y una que otra huella de aquello que en su juventud pudo ver y admirar durante el tiempo que vivió en el rancho de Santa Bárbara en los Altos de Jalisco.
“No creo en la intelectualización de la arquitectura. Simplemente conozco mi línea, mis limitaciones, sé lo que soy capaz y me acepto tal como soy”, y esto que dice Andrés, lo he tomado como enseñanza de vida. Por mi parte, hace treinta años habito una casa diseñada por él en Tlalpan Centro, al sur de la ciudad de México. Es un town-house que desde entonces disfrutamos: los ventanales al Sur para que entre el sol en invierno y podamos ver las copas de los árboles; la triple altura de la sala-biblioteca que contrasta con la altura normal del comedor para percibir la intimidad de ese espacio y poder ver una pequeña fuente donde los pájaros se bañan y toman agua, cubierta por una azalea gigantesca que florea para el solsticio de invierno.
Conozco la obra de Andrés desde que tengo memoria desde que diseñaba un conjunto de casas en Corfú, Grecia. Siempre me ha gustado como si fuese parte del ADN que compartimos, por eso, cuando se trata de hablar de su obra, no puedo ser objetivo, ni trato. He visto cómo atiende al estilo de vida de cada uno de sus clientes: rutinas, gustos, tamaño de la familia y ubicación del terreno, antes de gestar la obra para que se acomode a ese estilo de vida en particular.
Es un arquitecto de la intimidad. Nos ofrece rincones que nos impelen a estar y, para platicar, nos sugiere cómo debemos sentarnos: cada quien en su sillón, al lado de una mesa cuadrada, cubierta con una tela clara, una lámpara de luz amarilla y otra para leer. ¡Listo!
Ahora disfruto de las obras que aparecen en su libro recién publicado por la Fundación de Arquitectura Tapatía Luis Barragán (FATLB), libro que ya lo he hojeado muchas veces, deteniéndome en las fotografías espectaculares, además de haber leído los dos textos: el de Juan Palomar Verea sobre si obra y el texto en donde Andrés recuerda su vida en “Primera persona”.
“Hay un misterioso nexo entre todo lo que haces, todo lo que vives y la arquitectura que al final produces. Un nexo que no pasa por lo intelectual, sino por la pura intuición. Pero hace que al abordar un problema de arquitectura lo hagas desde el fondo de todas tus experiencias”, como apunta Andrés.
Palomar enfatiza la originalidad de esas obras que forman parte del ámbito estricto de la belleza –y de la modestia que lo acompaña–, con un sello particular que reconocemos en sus fachadas e interiores, así como, en otros detalles, como esa ventanita que da a la presa de Valle de Bravo sobre una lámpara.
En el libro vemos, entre otras obras, los tejados y la vegetación alrededor de la acogedora casa de Carlos Casasús en la Peña de Valle de Bravo; gozo de ver, una y otra vez, la fachada de la casa de Jaime Muñoz de Baena en Tecamac: una obra de arte y una de sus más efectivas conquistas de la belleza.