Francisco Gómez Maza
• A nadie se le niega un vaso de agua
• Ahora redacto desde La Chingada
Cuando era pequeño, a nadie se le negaba un vaso de agua. Mucho menos si estaba deshidratándose. Así decían, a manera de enseñanza, los abuelos a los padres, y estos a sus hijos. El agua era un gran símbolo de solidaridad con el caminante, con el hambriento, y más con el sediente.
Nadie, ni rico, ni pobre, ni persona “decente”, ni delincuente podía quedarse deshidratándose.
Además, no hace muchos años, uno podía beber agua corriente del río, de la llave y hasta, exagerando, de un charco. Y es que el agua es vida y parte importantísima del cuerpo humano. Dicen quienes saben que el cuerpo humano es agua en sus dos terceras partes.
En la actualidad, en estos tiempos del imperio de la tecnología de la comunicación – de hacer todo en común, significa comuni-cación – en el aeropuerto de la Ciudad de México, por poner un ejemplo, medio litro de agua envasada en una botella de plástico, con la consistencia de cartón quebradizo, cuesta 60 pesos mexicanos y, como el plástico no es biodegradable, contaminamos al planeta con los miles de millones de toneladas que se van a todo el globo, comenzando con los océanos.
No tengo a la mano el costo de producción de un envase de plástico, ni lo que se invierte en potabilizar el agua, pero hasta el economista más indecente diría que cobrar 60 pesos por una botellita insuficiente de agua para apagar la sed es un robo. Un gran robo que debería de ameritar castigo del sistema de justicia. Si en este sistema económico fuéramos justos.
Al cobro avaricioso del agua, no puede llamársele de otra manera: ¡Robooo! Y en un escenario muy poblado, de millones de personas, que no tienen por qué ser víctimas de la avaricia de los procesadores de agua tomable.
Indignación, por lo menos, podrían abrigar el corazón del prócer oaxaqueño, indio de prosapia, si viera lo que ha pasado en el mundo. Una botella de agua potable, imposible de pagar para un habitante de una de las barriadas más pobladas de Iztapalapa.
La práctica de revender, carísimo, uno de los cuatro elementos de la vida -agua, aire, fuego, tierra- no tiene perdón de ningún dios. Clama venganza. Como que contradice los principios de la justicia. Cuestiona seriamente el axioma lopezobradorista de “Primero los pobres”.
Si los vecinos de las zonas más pobres del país no disponen del servicio de agua corriente, ni para beber, ni para lavar la ropa, ni para cocer los alimentos, y menos para bañarse, cómo creen, señores de ”ciel”, o de cualquiera otra marca, que podrán pagar esa carísima, pinchurrienta, botellita. Debería de darle vergüenza al señor de Conagua el hecho de que, pongo mismo ejemplo, en el aeropuerto internacional Benito Juárez
el litro del inevitable alimento cueste 120 pesotes. Y ni qué decir de una botella de Perrier o Voss, o Evian, en el súper. Hechos totalmente antieconómicos.
Pero, en fin, el presidente López Obrador está tan ocupado en denunciar y luchar contra los corruptos, que ni el secretario de Hacienda, ni la de Economía, ni el de la Procuraduría Federal del Consumidor van y multan a los potabilizadores, a los distribuidores y a los que comercial con la vida, que es el agua.
A DESFONDO: Desde el sábado 25 de septiembre soy vecino de “La Chingada°, una casona por la entrada norte de Palenque, ciudad muy progresista del estado de Chiapas, que tomó dicho nombre de quizá la ciudad más importante del viejo imperio maya, cuyos adelantos científicos, humanistas, de organización social, ya quisiéramos tener en estos tiempos de capitalismo trasnochado, de oscurantistas neoliberales. Aquí, redactando esta nota en una mesa de café, el más delicioso café que he bebido en mi vida. No hallé a José Patrocinio, ni a Tito Rubí, que era el notario del pueblo, Pero sí a mi familia Maza López. A Marco Antonio, a Marlén, a Marquito y sus pequeños, a Marcos David.