• Las cuentas de Hacienda no cazan con la realidad
• País de las maravillas donde Alicia no ve la salida
La gran debilidad de la economía sigue desvelando a muchos expertos, que ven sobre el lomo de los trabajadores, los pobres, los pobres de los pobres, una carga tan pesada como la vida misma.
Pareciera que la vida no es un derecho para la mayoría, porque la vida que viven las mayorías no es vida. Huele a camposanto.
Millones se conforman con tener para comer hoy y no disponen de ningún otro derecho. Ni les interesa ningún otro derecho. Se ven resignados a su suerte.
Caminan por las calles de las ciudades como zombis, muchos con los oídos tapados por audífonos, como para no saber absolutamente nada de su entorno. Van ensimismados. No les interesa nada de lo que acontece a su paso. No ven nada. Ni su propio camino. Van sin nada. Ni siquiera esperanza, que es la virtud que muere al último.
Hace unos días rescaté una imagen impresionante: Una bellísima mujer, indígena de la etnia mexicana huichol, camina por un terregoso y árido sendero de la montaña, jalando un burro cargado de leña.
La mujer lleva en el costado izquierdo a su bebé y va amamantándalo.
¡Qué horror. Bella, con el bebé abrazado con el brazo izquierdo, el bebé prendido de su pezón, y con la mano izquierda, jalando al burro- Y caminando pesadamente de regreso a su paupérrima choza!
La imagen impactó a un buen grupo de cibernáutas del Facebook. Es la imagen de los trabajadores más pobres entre los pobres. Los olvidados de la ciencia económica, de los economistas del sistema fondomentarista, del capitalismo salvaje.. La imagen de las grandes contradicciones de la economía y de la política política.
Una fotografía muy hermosa de una triste realidad.
Y son millones los que van por este mundo macondiano, jalando el burro en este país que lleva toda una eternidad debatiéndose entre el trabajo injustamente pagado, cuando hay trabajo; la pobreza, el hambre, el mal vestir, el parir sin ayuda médica, el mal curarse, el morir de enfermedades curables, el ir a un hospital de cualquier institución pública sólo a morir porque no hay curas para su enfermedad.
Mientras tanto, los políticos responsables de la conducción de las políticas económicas sólo están preocupados por lo que ellos llaman macroeconomía, porque cuadren las cifras de la cuenta corriente en balanza de pagos, por lo que pasa o deja de pasar en la casa del poderoso vecino del norte, por los vaivenes de los mercados financieros de Nueva York o de Chicago. (No olviden que de Chicago, de aquellos Chicago Boys, precursores del capitalismo salvaje, provienen todos los males de las economías llamadas periféricas, del río Bravo a la Tierra del Fuego).
Pero ninguna de las cifras de la gran economía, ni la del crecimiento del producto interno bruto, ni la de los índices de precios que miden la carestía de la vida, ni las del comercio exterior, ni las del petróleo, ni las de la bolsa de valores, cazan con la economía real, con la de los trabajadores, ni con la de los micro, pequeños y hasta medianos empresarios. Y a estos qué les importa el comportamiento de lo macro. Ellos necesitan satisfacer tan sólo sus necesidades.
Los economistas del Banco de México y de la Secretaría de Hacienda crean y viven en su propio mundo, enajenado de la gran realidad, un país de las maravillas, donde Alicia no sería capaz de adentrarse, porque en este México, tierra de volcanes y de subrrealismo, todos los caminos no llegan a ninguna parte. Ni siquiera al vacío. El pesimismo no es mío. Es sólo sinónimo de realidad.
Don Enrique está seguro que está moviendo a México. Nomás que nadie le ha aclarado que México no deja de ser sólo una palabra, que se antoja hueca, vacía, cuando está escrita en el discurso. Y que el inmenso territorio llamado México, que él tiene bajo su responsabilidad, como presidente, es un conjunto de comunidades, pueblos, ciudades donde viven, sobreviven, muchos millones de seres humanos, que demandan mejores condiciones y mejor calidad de vida, que la que han vivido y han muerto en toda la vida.
Y que como dice el poeta, nadie tiene derecho a lo superfluo mientras alguien carezca de lo estricto.
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