Luis Farías Mackey
Madero (1911 — 1913) triunfa en su levantamiento y candidatura, y Porfirio (1876 — 1911) agarra sus cosas y aborda el Ypiranga. Huerta (1913 — 1914) traiciona y mata a Madero; Carranza se alza en armas y vence a Huerta, pero la Revolución se instala como costumbre tras el rompimiento de la Convención de Aguascalientes. Como jefe del Ejército Constitucionalista, en Veracruz, Carranza empieza a recelar de los militares que lo rodeaban y con los que estaba por triunfar para convocar al Constituyente del 17. Por sobre ellos, esperaba instaurar un régimen civilista.
Ya en la presidencia (1917—1920) se distancia de Obregón y, con él, de De la Huerta y de Calles, el Grupo Sonora. Al iniciar el proceso electoral en 1920, Carranza postula al embajador de México en Estados Unidos, Ignacio Bonillas, en lugar de Obregón. Don Venustiano cometió el más grave de los errores, no sólo le jaló los bigotes al trio sonorense, sino que alebrestó el gallinero militar en posesión de las armas y del mando de una tropa acostumbrada al olor a pólvora. Obregón en respuesta se lanzó a la presidencia por la libre y Carranza lo inhabilitó por la vía judicial denunciando una sublevación militar. Obregón huyó a Guerrero y se levantó en armas. Desde Sonora, Calles, gobernador, lanzó el Plan de Agua Prieta desconociendo al Ejecutivo Federal y llamando a la construcción de un Ejército fuerte (Ejército Constitucionalista Liberal), bajo el mando de Adolfo de la Huerta; plan al que se adhirieron otros gobernadores y antiguos generales de la División del Norte. La consigna era derrocar a Carranza, nombrar un presidente provisional y convocar a elecciones. Carranza, sin el apoyo del Ejercito, decidió trasladarse a Veracruz y en Tlaxcalatongo fue asesinado. Huerta protestó como presidente provisional y las nuevas elecciones las ganó Obregón (1920 — 1924). Así se instaló lo que hoy ya bien podemos llamar el “primer militarismo mexicano”.
Para 1923, el bloque sonorense ya estaba desgarrado, Obregón apoyó como candidato a la presidencia a Calles, secretario de Gobernación, por sobre De la Huerta, secretario de Hacienda, quien se alzó como opositor con el Plan Veracruz, a donde previamente había huido para evitar ser asesinado. Calles lo tildó de reaccionario y contrarevolucionario, además de acusarlo del quebranto de la Hacienda Pública. De la Huerta logró sumar a varios comandantes militares y hacerse de importantes plazas en varias entidades federales. Obregón enfrentó personalmente a los huertistas a quienes venció en 1924 con el apoyo de bombardeos de la recién creada Fuerza Aérea Mexicana. De la Huerta se exilió en Los Ángeles, Estados Unidos, donde vivió de una escuela de canto.
Durante el gobierno de Calles (1924 — 1928), Obregón se reelige y es asesinado en el Parque de la Bombilla; Portes Gil (1928 — 1930), exgobernador de Tamaulipas, asume la presidencia provisionalmente y convoca a elecciones para noviembre de 1929. Pero Portes Gil era civil y su nombramiento molestó a la clase militar (Calles cometió con él, el mismo error que Carranza con Bonillas). José Gonzalo Escobar, general distinguido en la derrota de Villa y contra la rebelión de De la Huerta, se alzó con el Plan Hermosillo (3 de marzo 1929) alegando corrupción de Portes Gil y proponiendo una Revolución Renovadora. Escobar tomó Monterrey por varios días para luego avanzar a Saltillo. Portes Gil destacó al propio Calles para combatirlo, y con él colaboró Saturnino Cedillo, a quien pronto veremos en otra rebelión y bando. Los escobaristas tuvieron sonados triunfos y ambas fuerzas se enfrentaron por primera vez en combates aéreos en México. Calles derrotó a Escobar en Jiménez, Chihuahua; los escobaristas, sin embargo, tuvieron que ser definitivamente vencidos en Sonora donde se refugiaron en Nogales. Escobar huyó a Arizona.
El último alzamiento militar postrevolucionario contra el gobierno fue de Saturnino Cedillo, que había peleado por Madero al inicio de la Revolución y más tarde en favor de los Cristeros en contra de Calles y luego a su lado en contra Escobar; fue gobernador de corte autoritario en San Luis Potosí y dos veces Secretario de Agricultura, con Portes Gil y Cárdenas (1934 — 1940), a quien le renunció en 1938 en oposición a la educación socialista, la expropiación petrolera y la forma colectiva del reparto ejidal. Murió en la Sierra de La Ventana, San Luis Potosí, combatiendo contra una fuerza del 36 Batallón. La refriega comenzó el 10 de enero de 1939 y se prolongó hasta las cuatro de la mañana del día siguiente. El cadáver de Cedillo fue encontrado junto a su caballo, que presentaba varios tiros de Mauser.
Calles, tras la reelección y asesinato de Obregón, sostiene ante la nación que el problema que su “desaparición plantea”, no sólo es de “naturaleza política, sino de existencia misma”. Por primera vez en su historia, dice, “se enfrenta México con una situación en la que la nota dominante es la falta de caudillos” que permite, por fin, “orientar definitivamente la política del país por el rumbo de una verdadera vida institucional, procurando pasar, de una vez por todos, de la condición histórica de ‘país de un hombre’ a la de ‘nación de instituciones y de leyes’ (…) pasar de un sistema más o menos franco de ‘gobierno de caudillos’ a un más decidido ‘régimen de instituciones’”. Luego añade: “No necesito recordar cómo estorbaron los caudillos, no de modo deliberado, quizás, (…) (a) la aparición y la formación y el desarrollo de otros prestigios nacionales de fuerza (…) cómo imposibilitaron o retrasaron (…) el desarrollo pacífico evolutivo de México, como un país institucional, en el que los hombres no fueran, como no debemos ser, sino meros accidentes sin importancia real, al lado de la serenidad perpetua y augusta de las instituciones y las leyes”.
El general García Barragán, secretario de la Defensa Nacional con Díaz Ordaz, narró a Julio Scherer (el bueno) una anécdota de sus épocas de ayudante militar del propio Calles: una vez, contó, el general Obregón visitó al presidente en Palacio, él lo recibió y antes de poder alcanzar la manija de la puerta del despacho presidencial, Obregón se le adelantó y la abrió sin tocar: “súbito, Calles se puso de pie y se cuadró” y “seco, una máscara, el jefe de la Nación rindió parte: ‘sin novedad, mi general’”. En aquel primer militariato, el presidente tenía jefe y disciplina militares. Dice Scherer: era “la estampa del inferior frente al superior inapelable”, del soldado hecho en la norma castrense.
Tiempo después, en la madrugada del 10 de abril de 1936, un cuerpo militar sacó a Calles de su cama, éste ya expresidente, pero aún general y jefe máximo de la Revolución Mexicana, y en bata, pijama y pantuflas fue conducido hasta un avión de la Fuerza Aérea Mexicana que lo voló a California, Estados Unidos. Estoy convencido que Calles iba contento de haber logrado morir en su cama. Aunque si hubiese sabido que el caudillismo reviviría a casi 100 años de aquel su discurso en la Cámara de Diputados (1928), se volvería a morir.
En su delirio, López Obrador vive en una historieta épica acomodada a su ignorancia y desmesura. Una de esas estampitas de colores que comprábamos de niños en la papelería de la esquina para pegar en las cartulinas de nuestras tareas de primaria, pero que él sólo vio por el frente y jamás leyó su texto al anverso o, quizá, leyéndolo no lo entendió.
Hoy quiere reconstruir ese México de caudillos, pero le hace falta un pequeño elemento histórico. Aquellos gigantes llegaron al poder por las armas y tras de una Revolución que pelearon a muerte, no tuvieron la oportunidad ni el tiempo para una formación democrática, de suerte que cuando se vieron en la necesidad de traspasar el poder sólo pudieron hacerlo con lo único que sabían hacer: matarse unos a otros. López ignora que la institucionalización del poder no fue un ideal romántico, fue una urgente necesidad: El asesinato de Obregón, dijo calles al Congreso, planteó una disyuntiva no sólo de “naturaleza política, sino de existencia misma”. Las fuerzas centrífugas en el tráfago de las armas amenazaban con desgarrar lo poco que de México había sobrevivido a la Revolución y sus caudillos. Un México cruzado por el odio, la desconfianza, el rencor, la traición, la hipocrecia y el resentimiento no tenía futuro, entonces, ni lo tendrá jamás.
Calles lo supo ver y murió en su cama. Muchos otros, al igual que la época del terror en la Revolución Francesa, murieron sobre un mar de sangre. A nadie deseo eso. A nadie; porque en el juego de la muerte como forma de gobierno se sabe cuándo y con quién se empieza, pero nunca cuándo y con quién se termina; pudiendo ser con la patria misma.
Pero reconstruir un Maximato sin caudillos que le disputen el poder, sin oponentes armados, en un México que sí tuvo la surte de construir, después de muchas vicisitudes, un sistema democrático, endeble, pero funcional, es llevar a México al suicidio.
No lo merecemos.
Pero, además, no existen circunstancias políticas que lo permitan. Por eso López tiene que inventarse, cual Quijote, enemigos en los molinos de viento: golpes de Estado que no pasan de ser ejercicios de la libertad de expresión y pluralidad democrática; conjuras donde sólo se expresa la división de poderes y el control de constitucionalidad; traiciones en el simple desempeño de funciones de transparencia e imparcialidad electoral; persecución en la rendición de cuentas y amenazas por lo que será el inapelable juicio de la historia. Por eso quiere congelar el devenir en una transformación concluida y momificada. Por eso juega a una sucesión controlada que aquellos hombres bragados y capaces sólo pudieron controlar por las armas hasta que éstas los alcanzaron.
Ahora bien, si no hay condiciones políticas, sí las hay de hecho en el crimen organizado con una gran capacidad armada, de inteligencia, estrategia y económica, capaz de hacer frente y posiblemente doblegar a las armas nacionales, debilitadas, desnaturalizadas y desquiciadas por una estrategia sin más estrategia de generar caos en todo el entramado institucional mexicano, incluidas las Fuerzas Armadas. Sí, bien visto el fortalecimiento desmesurado del Ejército y la Marina, es en el fondo su descomposición por sobredimensionamiento y dispersión: no los consolida, los destruye en la desmesura y desnaturalización de sus deberes.
Y con esa deformación y envilecimiento, en tiempos de crisis inducida, tendrán que enfrentar, no a las armas de los caudillos a los que se refería Calles, sino a las de una organización criminal de nivel global que no reconoce patria, democracia, libertades y menos ciudadanos. Mucho menos Jefes Máximos, al menos no de un poder democráticamente constituido y de las instituciones y leyes nacionales. Hoy López reconstruye un Maximato sin caudillos que le rivalicen el poder y sin un Ejército efectivo que pudiera sostenerlo. Basta ver cómo en los territorios conquistados por el narco se le irrespeta, agrede, corre, apedrea y asesina entre los abrazos y las risotadas en Palacio.
En su deliro López puede estar construyendo un nuevo Maximato, pero en todo caso éste no será detentado por él.
Quiera Dios y fracase en toda la línea.