Luis Farías Mackey
En Pepe y Luis (YouTube) comentábamos la semana pasada lo difícil que nos es enfrentar y resolver nuestra realidad, en muchos casos en lo individual y, casi en todos en lo colectivo; habida cuenta nuestra propensión a creer más que a saber.
La filosofía nos enseña que donde acaba el saber empieza el pensamiento, pero en las más de las veces, y más en México, donde acaba el saber e, incluso, contra él y aún antes que él y por sobre él, está la creencia. “Creo, luego existo”.
Nuestras dos vertientes históricas son más de fe que de saber. Moctezuma se rindió a Cortés mucho antes de recibirlo: estaba convencido que era Quetzalcóatl que venía a reclamarle el poder que ostentaba y que, según los códices, le era ajeno y desde el oriente vendrían a reclamárselo: “Señor nuestro: te has fatigado, te has dado cansancio: ya a la tierra tú has llegado. Has arribado a tu ciudad: México. Aquí has venido a sentarte en tu solio, en tu trono. Oh, por tiempo breve te lo reservaron, te lo conservaron, los que ya se fueron, tus sustitutos (…) Como que esto era lo que habían dejado dicho los reyes, los que rigieron, los que gobernaron tu ciudad: que habrías de instalarte en tu asiento, en tu sitial, que habrías de venir acá (…) Y tú llegaste con gran fatiga: ¡Llegad a vuestra tierra, señores nuestros!”.
La Conquista, por su lado, fue una empresa de fe, más que económica. Si no hubiese sido así, unos cuantos estaríamos en reservas indígenas y los demás habríamos sido exterminados sin misericordia: el “América para los americanos” nunca pensó en los originales de este continente, ni en ningún otro, sin importar su origen, que no sea de esa América que, por lo visto, a pesar de sus padres fundadores, jamás resolvió su problema con la otredad y hoy levanta muros entre ellos mismos y en contra del orbe todo, encerrándose en una especie de celda y manicomio, donde ni Foucault pudo imaginar el desenlace de la sociedad punitiva.
Pero, en fin, nuestra vertiente europea también se nos inoculó con la fe. La Virgen de Guadalupe, madre morena, amorosa y protectora, no nos arropó, sin embargo, con la tilma de Juan Diego, sino con la sotana y el cilicio del arzobispo y, más que confortarnos en nuestras raíces y redes de agujeros, nos dio carta de naturalización para ser aceptados por los europeos, no sin antes enviarnos al cabús de la creación y del futuro. Y, claro, para ello no echó mano del saber, sino del creer. Ya en este siglo, un delirante aprovechó la misma urgencia de creer de nosotros, modernos y desesperanzados Juan Diegos, y del inconsciente social guadalupano, para hacerse del poder y destruirlo todo, mientras su iglesia avanza alienada hasta el éxtasis y la agonía entre concentraciones, clases de box y promesas de medicinas en su deriva a la nada.
Más regresemos a nuestro tema. Somos un pueblo de creyentes, no de sabios, no de pensadores. Los hay, sin duda, pero como excepción. Lo nuestro no es la duda sistemática, ni siquiera la de ocasión, tal vez ni por distracción. Lo nuestro es creer contra el más consistente saber. Mientras más absurda, temeraria, contradictoria y beligerante sea la patraña ofrecida, más ciega y ardorosamente la abrazamos. Mientras más sean los elementos objetivos que la desmientan, más creemos en ella, más la defendemos, más chapoteamos en su sinsentido. Porque somos felices creyendo y guerreando permanente por nuestras creencias.
Uranga rescata de Fray Diego Díaz de Durán el concepto prehispánico de Nepantla, que significa estar en medio “estar neutros”, le decían a Fray Diego los indígenas: ni con una ni con otra creencia y fe. Pero, quizás, Nepantla no tenga nada de neutral, sino que, todo lo contrario, se coloca en el corazón mismo de una batalla eterna cuyo triunfo verdadero radica en que nunca termine, que jamás nadie gane, que perviva por siempre; una nueva especie de guerra florida donde lo que cuenta es la sangre derramada por ambos bandos para mantener con ella el orden de los astros celestes y no ningún triunfo alcanzado. Hace algunos años vi un asunto agrario, más enredado que un queso Oaxaca. Tras estudiarlo, nuestra recomendación fue: “Aunque tengas la razón, jamás vas a ganar el caso.
Aún con decenas de sentencias favorables, regresaran, como el cáncer, una y otra vez con nuevas demandas vacunadas contra las que ya ganaste, hasta que en un descuido te ganen todo. Nuestra recomendación es que tomes la iniciativa y seas tú quien enrede hasta lo imposible el asunto y sea tu esfuerzo, no solucionar el caso, sino mantenerlo siempre tan complicado como sea posible, hasta que ellos se cansen y opten por ir a aprovecharse de otro que sí se deje”. Esto fue ya hace algunas decenas de años, el cliente por poco y nos demanda, pero el caso sigue, hasta donde sé ha ido perdiendo márgenes de maniobra y lo más seguro es que termine perdiendo la tierra que, una vez en manos de sus contrarios, se la van a ofrecer en venta para volverla demandar y eternizar la lucha por la tierra, porque, también en eso, lo importante es luchar por la tierra, no trabajarla.
Nuestro mestizaje lo describió magistralmente Madariaga como “guerra en la sangre”, yo diría en nuestra alma escindida en creencias que presumimos haber sincretizado, pero que siguen guerreando eternamente, porque nuestro origen fue parido, no por una violación, como sostiene Paz, sino por una guerra de creencias y, quizás -tendremos que discutirlo con mi dilecto amigo Pepe Newman-, el problema de nuestra propensión a creer no sea tanto el creer, sino el de un creer épico y vindicante. Así se entendería la fijación de exigir excusas a un Rey por algo que sucedió hace 500 años, porque no es la ofensa, sino la necesidad de remover las cenizas de creencias que necesitan que nunca mueran ni se apaguen.
El problema, sin embargo, es que no vivimos en un mundo aparte, y mientras éste se cae a pedazos, implosiona o arde, nosotros creemos que, sin importar qué, todo estará bien. Newman los explica magistralmente en nuestra plática: la creencia amaina nuestras angustias, adormece nuestros miedos, apaciguas nuestras tinieblas. El saber, por el contrario, nos obliga a centrarnos en lo real, por más doloroso y atroz que pueda ser. El creer nos saca de este mundo y hasta de nosotros mismos, nos desencarna. Con el creer vivimos en un mundo en que nos es posible soportar la vida misma.
Así, Trump puede usarnos de saco de box, patio trasero, basurero y hasta bacinica, que nos basta con el doblado de Ebrad y la cabeza fría de Sheinbaum más la invisibilidad del Canciller -de cuyo nombre no puedo acordarme-, u otra concentración en el Zócalo, o clases de box o concursos de canciones populares, o series de Epigmenio, o escándalos de Noroña o de Andrea Chaves para estar ciertos que el creer salva.
Lo mismo pasa en el ámbito nacional, lo importante no es si hay muertos y desaparecidos, si no hay medicamentos o hay recesión, si nos quedamos sin agua, sin producción agrícola y la infraestructura nacional se cae de vieja; lo importante es el canto de las sirenas de cada mañana en el Salón Tesorería, una elección de jueces que terminará por enterrar la justicia en México, o la patraña nuestra de cada día mañaneramente reciclada
Pero ¡qué más da!, lo importante es que la transformación de la vida nacional no la para nadie, aunque avance al despeñadero. Eso sí, a velocidad del Tren Maya.
¿Cómo podremos salir de nuestra postración si caminamos de espaldas al saber, si nos basta con creer que México se cuece aparte, que la lluvia no nos moja y que Trump y sus aranceles nos pelan los dientes?
Y hay de aquél que pretenda sostener una conversación en sus méritos y con sustento en lo sabido, porque en México saber es propio del demonio, pensar es de locos y querer ver es rebelarse contra la ceguera y su verdad tan eterna como oscura.
¡Disfruten!, porque remedio no tenemos.