Luis Farías Mackey
La crisis de la figura de la autoridad abrió las puertas del siglo pasado al fascismo y al totalitarismo. Hoy sus aprietos se han ahondado, desde el ámbito familiar hasta el estatal. Hoy, maestros y policías son zarandeados por cualquier mequetrefe, nuestros soldados son apedreados e insultados, pero también desnaturalizados sin reparo alguno. Hasta la autoridad y la lógica del lenguaje, junto con las libertades de pensamiento y palabra son masacradas en aras de modas y sinrazones.
La pregunta, sin embargo, es si el desdoro de la autoridad redunda en mayores libertades. Las respuestas más a la mano, Hitler, Stalin, Mussolini y Franco, muestra que no. Y las circunstancias del hoy y del aquí, tampoco: el populismo.
En otras palabras, la falta de autoridad lleva al autoritarismo.
Pero la confusión no surgió por generación espontánea. Fue pacientemente larvada y cultivada en las confusiones entre autoridad y autoritarismo, y entre norma y represión. Así llegamos al “Estado de los abrazos” en lugar del de Derecho, al que, por cierto, se le tacha y descalifica de represor.
Y quienes eso proclaman violentan impunemente derechos y libertades. ¿Cómo fue posible esto, cómo llegamos hasta aquí?
Se partió de la falsedad hecha dogma de que todo poder corrompe. El poder no es una cosa, es una relación; no se le puede comparar con un virus con efectos conductuales. El poder es producto de toda pluralidad y donde haya pluralidad de seres humanos habrá poder, sea en familia, iglesia, trabajo, club social, equipo deportivo o Estado. El poder es inerte en sí mismo, incoloro, inodoro, ininfectuoso. El poder no corrompe, solo saca a flote y muestra por su carácter de público la corrupción que ya traía el sujeto antes de llegar poder. En otras palabras, no orilla al sujeto a conducta alguna, pero si le abre opciones que sin poder le serían más azarosas de alcanzar. Por eso decía Guardini: “El sentido de nuestra época, su tarea central, será la de ordenar el poder de modo tal que al hombre le sea posible usarlo y al mismo tiempo subsistir en tanto hombre”, pues “en sí el poder no es ni bueno ni malo; sólo adquiere sentido por la decisión de quien lo utiliza. Ni siquiera es, por sí mismo, constructivo o destructivo, tan solo ofrece todas las posibilidades, al estar regido esencialmente por la libertad”.
De esa falsa premisa mayor de que todo poder corrompe se siguió que toda aplicación de la ley es represiva y, de ella, que la ley, por tanto, es contraria a la justicia. Y allí se dio el salto al vacío y la piedra de molino con que quieren que comulguemos.
Para ello transformaron el concepto de libertad: ya no es la libertad del hombre, su “bendita espontaneidad”, sino la libertad de Movimiento, la libertad de un proceso que no puede ser restringido por fuerza externa alguna: la libertad de un destino manifiesto, de una ley de la historia, de un designio superior.
Bajo este nuevo esquema, la libertad del hombre, incluso la de aquel que apoye la causa, es en sí misma un peligro para el proceso, triunfo y perpetuación del Movimiento. Lo mismo pasa con la ley: toda norma o limitante o requerimiento legal o reglamentario es un peligro para el libre fluir de la causa: Por eso priman la justicia por sobre la ley, porque ésta es siempre límite, es un deber ser, en tanto que la justicia es aspiración solo asequible a los iluminados.
Por eso también, en nombre del Movimiento todo es admisible, así sea ilegal, monstruoso, absurdo o criminal.
La libertad es, pues, del proceso (transformación) y contra ésta, nada ni nadie es admisible.
En la Alemania nazi la ley era la voluntad, no el mandato del Führer, expresada bajo el principio: “La voluntad del líder es la Ley suprema”. Al respecto Werner Best escribe: “La voluntad del liderazgo, sin importar de qué forma se exprese (…), crea la ley y cambia la existente”. No es necesario proceso legislativo alguno, ni control de constitucionalidad jurisdiccional. Pero aún más, no hace falta ley escrita y consultable, decreto, bando o pregón, basta saber interpretar la “voluntad” del Führer: “el nazi de fiar no era aquel que obedecía incondicionalmente las órdenes de Hitler, sino el que era capaz de discernir la ‘voluntad’ oculta tras sus órdenes”. Era el Eichmann burócrata sin capacidad de pensar ni distinguir entre lo real y lo ficticio, entre la verdad y lo falso.
Sin la autoridad propia la pluralidad humana (no confundir poder con autoridad), la única libertad posible es la del líder sobrenatural que da aliento cambiante al Movimiento que debe fluir sin impedimento alguno.
Y en esta lógica se insertaba el eslogan: “Lo justo es lo que es bueno para el pueblo alemán”, que en el fondo era “Lo justo es lo que es bueno para el movimiento”, que en su única verdad era “Lo justo es lo que diga Hitler”.
Como podemos ver, la Cuarta Transformación tiene mucho más del Tercer Reich que de Juárez y Madero.
Conclusión: la falta de autoridad no libera y sólo engendra totalitarismo.