Desde Filomeno Mata 8
Por Mouris Salloum George
SI SE VA A TOMAR EN SERIO, el imperativo de reconstruir el entramado institucional y el tejido social en México, es pertinente dar por agotados los montajes mediáticos, las estadísticas sin coincidencias, las incriminaciones y las promesas de contención de la barbarie que ha saltado los linderos territoriales y han convertido la República en un teatro de guerra sin solución de continuidad.
Si ponemos el fenómeno en perspectiva, hasta 1980 los gobiernos mexicanos heredaron un problema visto negligentemente como delincuencia común, y los sucesivos lo convirtieron en una crisis nacional que nos alcanza hasta nuestros días, producto de la ineficacia, la impotencia y la corrupción en el combate al crimen organizado.
Para ilustrar el tema, un dato de referencia: cuando a mediados de los setenta se activó La operación Cóndor, en el entorno del “Triángulo dorado de la droga” (Sinaloa, Durango y Chihuahua), la campaña se desarrolló preferentemente en territorios rurales. En el siguiente sexenio, desde la Procuraduría General de la República y el Instituto Nacional de Ciencias Penales un basto y profundo análisis concluyó que la actividad criminal concentrada hasta entonces en la producción de opio y sus derivados era ya cuestión de Estado.
Omisión deliberada en el ataque al lavado de dinero.
Al llegarse a esa conclusión, la primera observación que se hizo fue en el sentido de que no bastaba con quemar plantíos, desmontar laboratorios de procesado y bloquear rutas hacia el mercado de consumo de los Estados Unidos. Se requería atacar las fuentes de financiamiento, tomando como prioridad una radical lucha interna contra el lavado de dinero.
La omisión tuvo su sangrienta y odiosa consecuencia; los ajustes de cuentas entre las bandas en los montes, las sierras, las montañas y los bosques cambiaron de escenario y empezaron a secuestrar al menos siete grandes ciudades de occidente, noreste y noroeste, y en general la franja fronteriza norte.
Hoy, las salvajes pugnas de los cárteles se escenifican en el corazón mismo de las metrópolis, incluyendo la de la Ciudad de México.
Militares como policías civiles: reprobados.
Conviene subrayar un hecho: en 2004, se instituyó como norma de observancia obligatoria, el examen de control de confianza para todo el personal policial y militar. La Secretaría de la Defensa lo implantó hasta 2006; la evaluación tiene como exigencia exposición al polígrafo, estatus socioeconómico y diagnóstico psicológico.
En los siguientes ocho años –vía transparencia– se documentó que, de unos de 30 mil elementos que se postularon para nuevos grados, más de diez mil fueron reprobados. Otras fuentes consignan periódicamente crecientes indicadores de deserción.
La concentración del ingreso en pocas manos y galopante desocupación de la mano de obra son, pues, las características del subdesarrollo socioeconómico mexicano, expresado en las estructuras de la desigualdad, según lo señala en cada estudio la Comisión Económica para América Latina y El Caribe (Cepal/ ONU). Son el caldo en el que se cultiva el ejército de reserva del crimen organizado.
Las metrópolis amenazadas por la explosión de la violencia.
En tono de advertencia, amerita un deslinde: antes de que llegara a la Casa Blanca Donald Trump, en el inicio del segundo mandato de Barack Obama, tanques pensantes especializados en Inteligencia para aplicación en política de Seguridad Nacional, prepararon e hicieron pública una investigación alertando sobre la inminente explosión violenta, con ingredientes criminales, sociales y políticos, en media docena de inmensas metrópolis del mundo, medidas por territorio y población. Ahí esta nominada la Ciudad de México.
Nombramos la sede de los tres Poderes de la Unión, porque está en el interés prioritario de la Casa Blanca, El Capitolio y El Pentágono (hace años, un arrogante gorila colorado propuso en el Congreso la solución al problema de la contaminación en el Distrito Federal: una bomba de unos cuantos megatones). La zona metropolitana está poblada ya por 25 millones de compatriotas.
Con base en la técnica de simulaciones, el estudio comentado traza dos –entre varios– escenarios en los que se plantea una doble posibilidad: 1) la violencia maquinada, y 2) la violencia espontánea. Con cualquiera de los dos detonantes, los aparatos civiles de seguridad carecen de logística y eficiencia para enfrentar y controlar la provocación tumultuaria. Esas corporaciones son parte del problema, no de la solución.
El estudio sugiere la solución, pero marca su impedimento: la apelación a las Fuerzas Armadas y su puesta en acción. La apuesta es precaria; las corporaciones castrenses tienen experiencia rural, focalizada principalmente en pequeñas comunidades o en los suburbios de las ciudades medias. No están capacitadas para moverse en la complejidad de la ciudad, donde el crimen se mueve como “Pedro por su casa”.
La “solución” militar.
Queda flotando la insinuación de los expertos: El Pentágono debe actuar imponiendo la capacitación a los militares mexicanos para ese tipo de eventualidades, que dejan de serlo cuando se observa ya en la Ciudad de México la armada guerra cotidiana entre cárteles-cárteles, cárteles-fuerza pública; de lo que sigue la cosecha de cadáveres y el “ya están identificados y ubicados los responsables”. Por lo demás, nada garantiza que el adiestramiento a los soldados mexicanos no termine como en Guatemala, armando a verdaderas bestias conocidas por sus indefensas víctimas como kaibiles.
Si vale la luz preventiva: en los años recientes y más recientes días, los mortales choques armados tienen como escenarios sitios localizados a no más de 300 metros de Palacio Nacional. Es cuando.
*Director General del Club de Periodistas de México, A.C.