Por David Martín del Campo
Había que llegar a como se pudiera. En camión, en Metro, caminando o estacionándose a veinte cuadras. La cosa era llegar, con un poco de temor, y la gabardina bajo el brazo. Después del 10 de junio de 1971 se podía esperarlo todo. No se diga ya de las infaustas jornadas del verano de 1968, que han pasado a los libros de historia. Manifestarse, faltaba más, exigiendo la liberación de los presos políticos, el respeto a la huelga universitaria, el apoyo a la campaña electoral de Valentín Campa. Y pasó el tiempo.
Las marchas tenían un poco de solemnidad, la pancarta esgrimida con pundonor, y un mucho de relajo… porque normalmente culminaban en la mesa de alguna cantina, veinte cervezas y los abrazos efusivos celebrando el éxito de la jornada. Al concluir, instalados en La Opera había un mesero viejillo que, servilleta en brazo, nos preguntaba entre el barullo: “Bueno, muchachos, ¿y qué van a tomar?”. A lo que el buen Charly respondía con enjundia y convicción: “¡Palacio nacional!”. Como si fuera tan fácil.
Y se les hizo. Dos generaciones después la cosa dio una vuelta de “ciaboga”, como dicen los marinos, y ahora la democracia está nuevamente amenazada. El domingo pasado se dieron cita cientos de miles de personas en el zócalo capitalino, lo mismo que en un centenar más de plazas a lo ancho del país. “Salvar la democracia”, era el reclamo generalizado, y muchos vestidos de color de rosa, que es el color neutro elegido para distinguir al INE.
En términos generales se podría decir que la democracia en México no existió, como tal, con representación ciudadana y participación cívica, a lo largo de dos siglos. Desde la consumación de la Independencia el poder fue un toma y daca de coroneles y capitancillos armando asonadas a diestra y siniestra. Partidos liberales, conservadores, cívicos, revolucionarios, regionales. Cada cual buscando hallar su tajada del erario público. Y si a eso le añadimos las intervenciones militares de 1847-49, la de 1963-67, no se diga la ocupación de 1914 en Veracruz, el panorama no es nada lucidor en términos democráticos.
La historia del resto de Latinoamérica no ha sido muy distinta, pero podríamos decir que desde fines del siglo anterior y entrando en el 21, lo usos democráticos se han estabilizado. Hubo una “apertura democrática” con Luis Echeverría, y una reforma política con su sucesor. Los partidos políticos de entonces, que parecían una sopa de letras (PPS, PAN, PFCRN, PCM, PST, PRT, PDM) lograron ganarse la legalidad y participar en la conducción limitada del país.
Todo cambió con la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, que se respiraba como una epifanía nacional, y lo que aconteció después. El fraude, la contención social, la refundación de la izquierda mexicana. Así que, seis años más tarde, gracias a la tolerancia y madurez política, el presidente Ernesto Zedillo cedió la banda presidencial al primer mandatario que no era producto del “régimen”.
La ciudadanía, ciertamente, ha madurado en este siglo XXI. Ha entendido que el juego partidista es real y que unos pierden para que otros ganen, y al revés… no como antes, en que todo era simbólico y, como aseguró Manuel Gómez Morín, la lucha no pretendía el poder (entonces), sino “el deber de una brega de eternidad”.
Vestidos de rosa, a mucha honra, el domingo marcharon los que temen que esa brega (valga la imagen) haya sido en balde. Podría ser que los tribunales y los encargados electorales pierdan rigor (lo sigan perdiendo), en vías de restablecer algo que se empate con lo que fue la Comisión Federal Electoral, dependiente de la Secretaría de Gobernación, y que fungió de 1951 a 1990.
Quizás me equivoque y los tiempos terminen por imponer un nuevo régimen que pueda prescindir de la democracia y sus actores. Un nuevo “régimen” que cambie el tablero político, o lo envíe al basurero. Ojalá me equivoque