* Temen a la reforma del Estado, porque equivaldría a dar por cerrada la etapa de un presidencialismo sostenido a sangre, hambre, desaparecidos, fuego, corrupción e impunidad; tampoco formalizarán la modificación de la propuesta ideológica del proyecto de nación, trabada en la prueba de fuerzas que sostienen el gobierno y el magisterio, porque se las bajan en el Congreso
Gregorio Ortega Molina
Entender el comportamiento humano en épocas de crisis, es más difícil que descifrar la criptografía de Enigma. ¿Qué hechos cambian la conducta de los votantes? ¿Qué mueve sus voluntades? ¿Son la corrupción, la impunidad y la inseguridad, origen o consecuencia de un mal mayor, como para expresar electoralmente ese malestar?
Las diversas interpretaciones que he leído sobre la elección del 5 de junio son parciales o están sesgadas, o ambas cosas a la vez. El problema es serio, pero atreverse a solucionarlo abrirá mayores perspectivas a la construcción de un nuevo proyecto de nación, de un modelo económico que pueda servirse del provecho que sacan de México en Estados Unidos.
Lo primero que ha de determinarse es el origen de lo que fue la fuerza constitucional y metaconstitucional del presidencialismo mexicano, hoy menguado porque creyeron que el poder político, por él mismo, podía mantenerse por encima de la fuerza que confiere el dinero.
Es momento de expresarlo sin temor: el presidencialismo paradigmático del uso y abuso del poder en México, se construyó sobre los cadáveres de Venustiano Carranza, de los generales que ordenó ejecutar Obregón y de su propio asesinato, de los crímenes políticos de Huitzilac y Topilejo, entre otras tropelías; empezó a fisurarse cuando 1968 dejó de ser algarada y se transformó en la noche de Tlatelolco; con el 10 de junio, durante la Guerra en el Paraíso, al vivirse el muy breve verano de la prensa libre como consecuencia del neozapatismo, y la alternancia sin transición.
Cuando mayor fuerza y legitimidad pierde el presidencialismo, inicia al momento en que los presidentes de la República que ocuparon el cargo entre 1982 y 1994 decidieron comprar, como propia, la idea de que un Estado cuyo poder económico fuese el aportado por los contribuyentes, haría más fuerte a la institución presidencial; la realidad fue distinta, puesto que la creación de los organismos financieros y la estructuración del corporativismo para servir de contrapeso a la fuerza del capital, además de la nacionalización del petróleo y la adquisición de activos cuando los empresarios fueron incapaces de hacerlos producir, respaldaron al presidente en funciones con esa aura sólo conferida por la riqueza cuyo origen no es fiscal.
Adelgazar al Estado disminuyó drásticamente la fuerza y el poder del presidente de la República, lo que se hace patente en la pérdida permanente del aura constitucional; situación favorecida por la alternancia sin transición, vacíos del ejercicio de autoridad que polarizaron a los grupos de delincuencia organizada y notoriamente a los barones de la droga; también por la falta de control institucional sobre los gobernadores, agravado por un corrimiento en los factores de poder, que pasó de los políticos y la familia revolucionaria a los poderes fácticos.
Lo anterior facilitó la voracidad de los administradores públicos y de sus corruptores, y motivó el florecimiento de la impunidad que ha de garantizarse a los antecesores, como condición primerísima para hacer carrera política.
Si los antecedentes expuestos son ciertos, el diagnóstico se simplifica. Al empequeñecimiento de la institución presidencial corresponde su debilidad, su disfuncionalidad, la pérdida de enormes extensiones de poder, que deja vacíos y amenaza con transformar a México en un Estado fallido.
La única manera de combatir las consecuencias -corrupción, impunidad, desarrollo macrocefálico y sin controles legales de los virreinatos estatales, partidocracia sin ideologías, ausencia de proyecto de nación, desapariciones, secuestros, ejecuciones, muertes inexplicables, inseguridad, etcétera- de la consunción del presidencialismo mexicano, es con la reforma del Estado, tan cacareada, exigida, pero tan denostada, temida y mal conceptuada. No hay propuestas, y todos nadan de muertito, mientras la decadencia se precipita y hace que México regrese a su condición de ballena franca, en esa concepción y adjetivación tan bien desarrollada por Herman Melville en Moby Dick, para referirse al destino de nuestro país.
Claro que temen a la reforma del Estado, porque ello equivaldría a dar por cerrada la etapa de un presidencialismo que, desde hace mucho tiempo, sólo se sostiene a sangre, hambre, desaparecidos, fuego, corrupción e impunidad; temen también formalizar la modificación de la propuesta ideológica del proyecto de nación, trabada en la prueba de fuerzas que sostienen el gobierno y el magisterio, por una reforma educativa que no tiene pies ni cabeza, y que quieren resolver por la vía de la procuración de justicia, con las órdenes de aprehensión como único argumento.
Sin proyecto ideológico, no hay reforma del Estado posible.
La amplia perspectiva que se abre, de darse cristiana sepultura al presidencialismo, es la transformación de los partidos, las candidaturas y la legislación electoral, que de querer salir adelante, deberán ajustarse a nuestra realidad frente a Estados Unidos y la globalización, y hacer de la transición el camino para pavimentar la reforma del Estado.
Si los partidos que hoy comparten el poder por cuotas no entienden que este cinco de junio también modificó su realidad y los perfiles que han de exigirse a los candidatos a la presidencia de la República, es que padecen de una ceguera peor que la que paralizó a Booz y a Pablo de Tarso.
Si persisten en la idea de Miguel Ángel Osorio Chong, Margarita Zavala o Ricardo Anaya, en AMLO o Ricardo Monreal, la decadencia se transformará en consunción, y facilitará el actuar del próximo presidente de Estados Unidos en los asuntos internos de México.
Claudia Ruiz Massieu Salinas de Gortari lo anticipó, cual pitonisa: hay que cambiar los principios, mandar la ideología de la Revolución al desván de los trebejos, porque andan a la caza de esa ballena franca que ocupará el lugar designado en Moby Dick, y por cierto se llama México.
Para evitarlo es necesario modificar el modelo de gobierno, abrir el Poder Legislativo y gobernar de acuerdo a las leyes, porque hacerlo según las alianzas electorales, las coaliciones coyunturales o el humor, nada garantiza. Pero los gobiernos de coalición, más allá de la coyuntura por estar normados para operar legalmente a partir de 2018, harán del compromiso político adquirido un mandato constitucional.
Me dice un interlocutor sagaz y entendido en la historia política reciente, que nada sucederá, que se empeñarán en hacer del presidencialismo la panacea para solucionar los problemas nacionales.
Allá ellos.
Aunque los irreductibles críticos del PRI, como Denise Dresser, terquean y proponen una solución mágica sin fundamento: “despriizar al PAN”, cuando lo que urge es “despresidencializar” al sistema político y empeñarse en ofrecernos un verdadera transición, con reforma del Estado incluida.
¿Por qué? Corrupción, violencia, impunidad y partidocracia son consecuencias de una enfermedad mayor. No olviden que no fue el PRI el que creó al presidencialismo, sino que el Jefe Máximo creó al partido como instrumento de poder. Los partidos tal y como fueron concebidos y creados, no obedecen a una lógica de conquista de la silla del águila, sino a su sumisión: aquí está el origen de la decadencia del modelo político, en la institución presidencial. Hay que modificarla.
Lo que sostengo viene de un diagnóstico previo, formulado por Blas Urrea, o Luis Cabrera, como prefieran llamarlo. Escribió: “Para salir de esta situación de discrepancia entre las leyes y los hechos, no hay más remedio que reformar las leyes para ponerlas de acuerdo con los hechos, ya que la historia nos ha enseñado que no podemos transformar nuestro medio a fuerza de leyes teóricas.
“Lo difícil es vencer el escrúpulo político y resignarnos a bajar de la cumbre de la perfección teórica de nuestra constitución al nivel legal a que debemos estar conforme a nuestro estado social de hecho”.
Arrastramos esta enfermedad desde que Álvaro Obregón decidió lograr el reconocimiento de EEUU a cualquier precio, y lo pagó, para luego conculcar el principio de no reelección.