RODOLFO VILLARREAL RÍOS
Era de madrugada, se terminaba la visita, de pronto a la derecha observa un espectáculo singular. Era el Coliseo Romano iluminado mientras que, en el cielo, la luna brillaba intensamente. Un par de días antes lo había recorrido en sus adentros y alrededores. No podía sino volver a reconocer la grandeza de dicha obra arquitectónica, aun cuando el uso que, en su tiempo, se le dio al recinto tenía mucho de cuestionable. Varios días después, de regreso en su lugar de morada, intercambiaba vía electrónica mensajes con su amigo hidalguense, don César Jiménez Ortiz, quien le hacía reflexiones diversas respecto a ese lugar. Hasta ahí dejó el tema, sin embargo, por esas cosas raras que suceden, de pronto, volvió a presentársele. Permítanos narrar que sucedió.
Andaba en busca de otra información, hurgaba en los escritos del pasado cuando encontró un artículo publicado, el 18 de diciembre de 1869, en el número 51 de la Revista Eclesiástica que se imprimía en la ciudad de Puebla. Era un semanario sabatino cuyo precio de suscripción era de dos reales cada entrega en la diócesis de Puebla y dos y medio en las otras diócesis, franca de porte. Eso sí, el pago debería de realizarse por adelantado.
El propietario-editor no era ningun miembro de la curia sino el catalán Narciso Bassols Soriano cuya esposa era una dama de nombre Soledad, hermana del presidente futuro Sebastián Lerdo De Tejada y Corral, y con el tiempo habría de convertirse en abuelo del político mexicano Narciso Bassols García-Teruel quien en nada compartía cercanías con la curia como lo hiciera su ancestro. Volvamos a la revista dedicada a tratar asuntos religiosos o relacionados. En el número mencionado, desde esa perspectiva, un artículo trataba el tema del Coliseo Romano.
La pieza titulada “El Coliseo”, era una traducción de la sexta de las cuarenta y dos misivas que integran el libro publicado en Paris, en 1866, “Roma: sus iglesias, sus monumentos, sus instituciones: cartas a un amigo / por el señor Abad Rolland”. [Rome : ses églises, ses monuments, ses institutions: lettres à un ami / par M. l’abbé Rolland].
Estamos conscientes de que respecto al inmueble mucho se ha escrito, pero nuestro objetivo es presentar la visión que se tenía desde la perspectiva del catolicismo en el Siglo XIX cuando la trasnacional era dirigida por Giovanni Maria Mastai-Ferretti, Pío XI, aquel a quien le dio por quemar libros que no compartían sus puntos de vista y bendijo la venida de Maximiliano a México. Para que no se nos acuse de que en este espacio no damos cabida a otras perspectivas, reproduciremos los textos de Rolland. Asimismo, para no ser tachados de miembros del triángulo floral de quienes acostumbran a plagiar, advertimos que no los entrecomillaremos, y cuando realicemos comentarios o incorporemos los de otros habremos de apuntarlo.
Acorde con la narrativa de Rolland, el Coliseo era el gran anfiteatro de Roma Estaba construido de piedra de Tívoli, que era tan dura como el mármol y a la cual nada hacia el fuego; era de forma oval, tenía 157 pies de altura y 1641 de circunferencia. Respecto a esto, otras fuentes indican que para la construcción del inmueble los materiales utilizados fueron bloques de travertino, hormigón, madera, ladrillo, piedra (toba), mármol y estuco. Tiene una altura de 48,5 metros. Su base tiene 187.75 por 155.60 metros y la arena 75 por 44 metros. Su perímetro suma 524 metros y tiene un área de 24,000 metros cuadrados.
El inmueble, inaugurado en el año 80 D.C., se construyó durante el gobierno de los emperadores Caesar Vespasianus Augustus (69 D.C.-79D.C.) y su hijo Titus Caesar Vespasiano Augustus (79 D.C. -81 D.C.). El abad Rolland enfatizaba que para edificarlo se empleó la mano de obra de los judíos, dado lo cual el religioso no perdió la oportunidad para mostrar su desprecio hacia ellos al mencionar: de modo que dos grandes monumentos perpetúan el recuerdo del doble cautiverio del pueblo infiel y deicida: las Pirámides de Egipto y el Coliseo de Roma. Nada extraño que un católico del Siglo XIX expresara desprecio hacia los judíos, ya sabemos cómo vendían que fueron estos quienes crucificaron a Jesucristo aun cuando el crimen lo cometieron los romanos. Como anotación al calce, todavía en el Siglo XXI, hemos encontrado quien repite esa insensatez. Retomemos el texto publicado en 1866.
Con respecto al porqué de la denominación con que conocemos al inmueble, el abad argumentaba que varios autores pretenden que el nombre de Coliseo (Coloso) se dice al teatro construido por Vespasiano y Tito a causa de sus proporciones colosales; pero no admitía esta etimología. Enfatizaba que con más razón habría merecido este nombre el gran Circo, que podía contener de dos a trescientos mil espectadores. Desde su perspectiva, la palabra Coliseo tiene otro origen que le parecía más natural, y que le fue dado por un prelado cuya ciencia y conocimientos sobre las antigüedades romanas no puede negarle nadie; he aquí cual es.
Nerón había hecho construir en medio de sus jardines una estatua colosal levantada en honra suya. En su argumentación, el religioso precisaba que cuando el pueblo quería designar esta parte de los jardines del histrión imperial, decía: ire ad colesseum, ir al coliseo. A la muerte de Nerón se dedicó su estatua al sol, y todavía estaba en pie cuando se empezó a construir el Coliseo. El pueblo, aun después de destruida la estatua, conservó la costumbre de dar a aquel lugar el nombre de Coloso, que se dio al anfiteatro. Acto seguido, Rolland procedió a narrar el origen del Coliseo y las características de la construcción.
Afirmaba que los historiadores de la época decían que Tito hizo correr para construirlo un río de oro; bien hubieran podido agregar que los cimientos se sentaron en un mar de sangre y lágrimas. Con efecto este era el teatro de las sangrientas luchas que con tanta avidez buscaba el pueblo romano y en el cual los hombres disputaban su vida a la ferocidad de los tigres y de los leones. Tras de esta crítica inicial, procedió a describir el recinto.
Según la narrativa del religioso, El Coliseo se dividía en tres localidades que es preciso distinguir. El pódium que daba la vuelta alrededor de la arena era una especie de terrado de mármol en el cual flotaban el pabellón del emperador y de los Césares. A derecha e izquierda se colocaban los pretores, las vestales y todos los dignatarios del imperio. Sobre el pódium se elevaban en forma de herradura varias hileras de escaleras separadas por entradas o corredores. Eran unas divisiones que se ensanchaban a medida que se iban elevando.
En estas localidades, se colocaba la muchedumbre. Para llevar a esas graderías se habían construido ochenta puertas; todavía se ve sobre cada una de ellas el número que indicaba a cada una de las clases del pueblo el camino que debían tomar para llegar más fácilmente a su localidad. Sobre este terrado, que podía tener muchos parapetos, podía contener doce mil espectadores.
Enormes vigas que descansaban en el terrado sostenían una inmensa vela de púrpura, sembrada de estrellas de oro, a la cual se daba el nombre de velarium, que cubría todo el anfiteatro, y libertaba a los espectadores de los rayos del sol. Del pódium al terrado, y a muy cortas distancias, había unos tubos de metal de los cuales salían aguas olorosas que rociaban suavemente a los espectadores. No se ve sin emoción este inmenso anfiteatro vacío o medio destruido. A partir de ahí, Rolland recurre a la imaginación.
El abad, emocionado como si hubiese sido testigo, evoca los recuerdos de este gigante cuando estaba en su gloria. ¡Qué espectáculo debía ofrecer a los espectadores! Los rayos del sol le inundaban por todas partes; se veían resplandecer los mármoles, las columnas, las estatuas; y el velarium moderaba los rayos del sol por medio de sus graciosas y bienhechoras ondulaciones.
Allí se reunía el pueblo más inteligente, más grande y más poderoso de la tierra. Cien mil espectadores estaban juntos en ese lugar. ¿Y qué hacen esos reyes del mundo? Se reúnen para ver derramar sangre. En el centro de la arena se levanta un altar, el pontífice se adelanta é inmola una víctima á Júpiter. Se oyen a los animales feroces, que rugen de impaciencia, y están sin embargo menos impacientes que este pueblo que desea ser testigo de su furia. Terminado el sacrificio y honrada la divinidad, puede el pueblo entregarse a su alegría. Ya en carrera plena, el religioso continuaba fenético.
Mas, ¿quién será el que dé la señal? Vos, oh, César, que mandáis los ejércitos y ante quien se humilla temblando la humanidad, levantaos, ordenad a estos hombres’ que se lancen a morir, y os obedecerán inmediatamente. Más no, no será César el que dé la señal para que empiecen los juegos’ sangrientos; será una joven, una vestal y los juegos empezarán ¡Cómo caracteriza un rasgo semejante a semejante pueblo! Habla la vestal [la sacerdotisa], inmediatamente se abren las carceres [prisiones] que están debajo del pódium, y dan paso a las fieras. Empieza la lucha y el pueblo no aplaude sino cuando ve correr la sangre.
Acorde con la evocación imaginativa, también, había combates de gladiadores. Estos eran hombres que se mataban por agradar al pueblo. Este espectáculo era el que más agradaba al pueblo. Cuando no bastaba el día se prolongaba hasta la noche para terminarlo. Entonces se iluminaba el Coliseo, y a veces durante cinco y seis días, noches y día duraban los juegos sin interrupción. Se comía en el anfiteatro y cuando faltaban víctimas o esclavos, bajaban a veces a la arena senadores y algunas veces matronas. El público tomaba mayor interés a medida que aumentaba la dignidad de los combatientes. No todo eran luchas sobre la arena.
El abad apuntaba que, frecuentemente, sucedían a estos combates batallas navales. El fondo de la arena estaba empedrado de mármol. A poca distancia se hallaba el acueducto de Claudio, que tenía comunicación con el anfiteatro por medio de grandes canales. De repente, la arena se transformaba en lago, y nuevos placeres sucedían a los antiguos. Hubo un día en que la arena se llenó de vino, y se vieron treinta y seis cocodrilos y varios hipopótamos luchar con gladiadores navegando en pequeñas embarcaciones.
Una vez realizado ese recuento, Rolland resumía su perspectiva en 34 palabras: Este monumento atestigua a un mismo tiempo la grandeza y la decadencia de los romanos. Mucho había degenerado el pueblo rey, y al darle sus señores pan y juegos, le cargaban impunemente de cadenas. Ahí concluía la revisión acerca del uso pagano que se dio al Coliseo. Sin embargo, hay otro enfoque se presenta en el escrito, la de como los dirigentes de los católicos actuaron una vez que El Coliseo ya estaba camino a convertirse en un monumento histórico o mejor dicho ya no operaba como en los tiempos de los Cesares.
Acorde con Rolland, con el trascurrir del tiempo, los católicos vieron ese lugar como santo y sagrado. Esta tierra se ha empapado con la sangre de nuestros ascendientes en la fe. Es uno de los lugares más conmovedores de Roma, y pueden aplicársele las palabras dirigidas por Antonio Ghislie [Michele Glisiere], Pío V (1566-1572) a un embajador polaco que le pedía reliquias para su soberano. Tomó un puñado de tierra y le dijo: “Llevad esta tierra a vuestro soberano; basta con exprimirla para que brote la sangre de los mártires. Allá, el pueblo romano se divertía y nuestros mártires morían con gusto por Jesucristo. He aquí por qué debe ser el Circo el lugar donde los cristianos deben ir a derramar lágrimas.
En el contexto de lo anterior, Rolland narró un evento ocurrido, en 1861, cuando el cardenal decano se presentó a Pío IX el día de Navidad, en San Giovanni Laterano, para ofrecerle los votos del sacro-colegio. Era uno de estos momentos de alarmas, en que parece que el enemigo debe vencer. Pío IX al contestar afirmó con energía los derechos de la iglesia, y señalando con el dedo el Coliseo, que no está lejos de la basílica [se encuentra a una distancia que se recorre caminando en quince minutos], dijo:
Este anfiteatro, este Coliseo está tan cerca, fue en los primeros días de la Iglesia una especie de cáliz que recibió la sangre de los mártires; hoy es la copa qué recibe nuestras lágrimas. Esa sangre y estas lágrimas suben al cielo y mueven el corazón del Señor en favor de su Iglesia. Respetable la perspectiva última, pero este lego prefiere que sean los teólogos quienes diluciden que tanta de verdad hay en ella.
Pero el abad estaba convencido a pie juntillas que en el Coliseo es efectivamente donde los cristianos despiertan su arrepentimiento y renuevan el recuerdo siempre eficaz de la pasión del Salvador. En el mismísimo lugar en que se hallaba el altar de Júpiter está actualmente la Cruz de Jesucristo, una simple cruz de madera cuya pobreza da a conocer y sentir la grandeza del divino crucificado. Prospero Lorenzo Lambertini, Benedicto XIV (1740-1758), consagró esta arena a la pasión de Jesucristo, haciendo erigir en ella las estaciones del Viacrucis. Todos los viernes acuden allí multitud de cristianos, donde un religioso franciscano dirige los ejercicios.
Embargado de espiritualidad, Rolland no paraba, se preguntaba- exclamaba: ¿Dónde podría hallarse un lugar más conveniente para resucitar la piedad por la pasión del Salvador? ¡Espectáculo conmovedor! Las vastas escaleras arruinadas de este inmenso anfiteatro; La cruz que se levanta en el lugar en que estaba el altar de Júpiter, y la muchedumbre arrodillada en el mismo suelo donde espiraron tantos mártires forman un contraste elocuente y son una escuela sublime de enseñanza cristiana.
Según él, todo ello requería ser preservado y por ello, la arena del Coliseo fue tapada con quince pies de tierra. No quisieron los papas que la tierra rociada con la sangre de los mártires fuese halada por los viajeros y los curiosos. Eso, sin embargo, no implicaba que el sitio debería de ser aislado y se prohibiera el acceso a los visitantes.
Por el contrario, escribía, el que vaya a Roma debe ir muchas veces al Coliseo, porque allí se recibe la fuerza y la energía que nos faltan en ciertos momentos de ceguedad y flaqueza; y debe irse sobre todo por la noche, que es la hora más propia para la meditación. Mas no debe de irse como van la mayor parte de los curiosos para contemplar los juegos de luz que entre los arcos forman los rayos de la luna. Se ha de ir allí a meditar. Yo he pasado allí una parte de la noche y sentí recuerdos muy gratos.
Caí de rodillas a los pies de la cruz y me pareció que el anfiteatro se animaba de nuevo. Mucha imaginación se requería para entrar en un trance así, pero eso es un asunto de creencias no aptas para herejes. Como aquellos que allí se reunían en número de cien mil, clamando por nuevas víctimas; que arrojen nuevos cristianos a las fieras, gritaban.
Montado en un estado onírico, Rolland afirmaba escuchar ese grito al grado de afirmar: resonaba a mis oídos y me parecía que en el mismo lugar en que yo me hallaba veía a una multitud de jóvenes, vírgenes y ancianos que esperaban con impaciencia que abrieran las puertas a las fieras para que los devoraran. Allí estaba el César brillando con toda la magnificencia de su poder y de su gloria, y las víctimas le saludaban al pasar diciéndole: Caesar, morituri te salutant. Cierto es también que los cristianos al morir le dirigían severos cargos: Tú nos juzgas en este mundo, decían los mártires de Cartago al Procónsul Hilarión; Dios te juzgara en el otro.
Algunas veces hasta las mismas fieras se encargaban de dar una lección a los señores cuando de repente se calmaba su rabia, y mansas y respetuosas se «cercaban a los mártires y les lamían los pies- Pero no enternecía semejante espectáculo a los espectadores feroces y la víctima que había sido perdonada por los leones y las panteras, acababa bajo la sangrienta cuchilla del verdugo. Con esa mezcla de piedad y atrocidades, cerramos el relato del abad Rolland acerca del Coliseo Romano desde una perspectiva del Siglo XIX. Originalmente, no íbamos a ocuparnos de este tópico, pero se nos presentó, inadvertidamente, y estimamos que valía la pena presentarlo ante usted, lector amable.vimarisch53@hotmail.com
Añadido (23.49.188) En cuanto sintieron que se quedarían sin cien millones de dólares, provenientes de una donación, tuvieron que presionar para que la rectora de la University of Pennsylvania “renunciara”. En el camino, la acompañó el presidente de la Junta Directiva. Aun cuando la Representante Republicana por el Vigésimo Primer Distrito de New York, Elise Stefanik, dice que faltan dos por irse, las de Harvard y MIT, estimamos que, también, habría que remover a varios profesores si se desea que las universidades estadounidenses retornen a ocuparse del tema para el que fueron creadas, educar entes pensantes con base en la razón y el conocimiento, y no marionetas repetidoras de slogans políticamente correctos cuyo contenido ni siquiera comprenden.
Añadido (23.49.189) Mientras que a través de la ventana vemos como la nieve cae intensamente y la temperatura permanece por abajo del punto de congelación, leemos que los preocupados por el calentamiento global acuden a una reunión, en Dubái, de la ONU. Ahí, claman por la prohibición del consumo de la carne de vacuno para evitar el calentamiento global. A la hora de elaborar el menú incluían, en modo gourmet, costillas y otra carne de res suculenta. Que viva la congruencia de esos farsantes.
Añadido (23.49.190) La UNAM y Harvard hermanadas. Si la primera cuenta con el triangulo floral de plagiarias, la segunda tiene a su rectora, Claudine Gay, quien a la hora de su disertación doctoral se le perdieron las comillas y no supo cómo hacer uso de ellas para citar el trabajo de otros. En ambos casos, la palangana de agua tibia prevaleció y no pasó de un “vaya con esta chamaca tan descuidada…”.