Luis Farías Mackey
Hoy nuestro mayor problema democrático es un sistema de partidos rebasado, decrépito, corrupto y deforme. Cuando mayor articulación ciudadana requerimos de los partidos, más ausentes, insignificantes, contradictorios e impotente se nos presentan. Por supuesto toda generalización exagera y falsea la realidad, pero con sus excepciones y claroscuros, no tenemos un sistema de partidos capaz de enfrentar la crisis política de nuestros tiempos.
Pero eso es lo que hay. Ante ello solo nos quedan dos opciones: por un lado, procesar el 2024 bajo las reglas y taras partidistas de siempre, probadas una y otra vez en su incapacidad de generar consensos amplios y generosos, al tiempo de profundizar cada vez más lo endogámico y maquillado de sus candidaturas, sus cotos de poder, su aislamiento, su prostitución política, desideologización y corruptelas. Por otro, construir un gran acuerdo ciudadano por sobre los partidos y utilizar de ellos solo sus franquicias para registrar candidaturas y organización territorial, donde las haya. La negociación no debiera ser tan difícil estando de por medio su propia subsistencia, la clave es no negociar con sus reglas ni en su terreno.
Para ponderar ambas opciones, inicio hoy un análisis histórico legislativo de por qué nuestro sistema electoral, por génesis y desarrollo, solo ha mirado a los partidos y no a los ciudadanos.
El diseño del sistema de partidos en México respondió a la necesidad de legitimar una democracia de partido hegemónico que empezaba a ser insostenible en un México que se abría al mundo. La primera y segunda guerras mundiales del siglo pasado, y las luchas por la supremacía mundial de las potencias ocuparon la atención internacional a lo largo de la primera mitad del siglo pasado. No fue hasta el fin de la segunda conflagración que el mundo empezó a voltear a ver hacia México y a preguntarse de lo atípico de su sistema político que, siendo efectivo no era del todo democrático; y que, si bien no era un autoritarismo en toda la extensión de la palabra, lindaba sus fronteras. López Mateos fue un presidente que impulsó la presencia de México en el mundo y ello obligó a atender las contradicciones de una democracia de partido hegemónico.
Era 1962 y Gustavo Díaz Ordaz, a la sazón secretario de Gobernación, redactaba en su Remington mecánica, según me contó mi padre, la iniciativa de reforma constitucional al artículo 54 de nuestra Carta Magna, mejor conocida como la reforma de los “diputados de partido”.
Veamos su Exposición de Motivos que habla por sí sola: “México se encuentra en una etapa de perfeccionamiento de sus propios sistemas sociales que requiere la consciente y cada vez más activa participación de todos los ciudadanos, sin distinción de ideología, de partido político o condición personal (…) que nadie se sienta postergado o excluido de la obra común que nos incumbe, todos debemos trabajar, permanentemente, en bien de México”.
El texto habla de los ciudadanos y de la necesidad de poner al día nuestros sistemas sociales, curiosamente no menciona directamente al político y, si bien habla de participación ciudadana, luego encausa la deliberación lejos de ella: “Es evidente el hecho de que no han podido encontrar fácil acceso al Congreso de la Unión los diversos Partidos Políticos o las variantes corrientes de opinión que actúan en la república, de ahí que, con frecuencia, se haya criticado al sistema mexicano de falta de flexibilidad para dar más oportunidad a las minorías políticas, que se duelen de que un solo partido mayoritario obtenga en la totalidad de los puestos representación popular”. Aquí la Exposición de Motivos plantea abiertamente el problema, pero al hacerlo cambia al sujeto, ya no son los ciudadanos, sino las organizaciones ciudadanas llamadas partidos: ya no habla de ciudadanos ni de participación ciudadana, sino de partidos, de espacios políticos, flexibilización de accesos a cargos públicos de representación política. No lo dice, pero en el fondo habla de legitimación democrática, no de participación democrática. México, reconoce el texto, era criticado por su sistema hegemónico al que llama poco flexible en el acceso a una representación política plural, no de espacios de participación ni libertades ciudadanas.
Dos problemas se juntaban en aquel contexto. Uno, producto de un régimen revolucionario que había llegado al poder por las armas y no por las urnas; que había conquistado el poder y en sus primeros años lo había conservado y dirimido con ellas. Cuando, finalmente, los revolucionarios terminaron matándose entre sí, las elecciones eran impulsadas y peleadas con movimientos disfrazados de partidos armados —en ambas acepciones del término: “Vestir a alguien con sus armas” y “Unir o ajustar entre sí adecuadamente las piezas que componen algo para que pueda cumplir su función” —, para cada comicio en particular. Fue esa dinámica centrífuga la que orilló a Calles a institucionalizar el procesamiento de la sucesión del poder y lo hizo a través de un partido de Estado, dentro del cual se dirimían, ya no tan sangrientamente la transmisión del poder. Siempre hubo excepciones a la pacificación de los procesos electorales, la más llamativa fue la de Colosio en 1994, pero en 2021 se tuvo la mayor cantidad de candidatos, precandidatos y políticos asesinados en una elección, incluidas las posrevolucionarias.
Aquella democracia, a su manera, se procesaba dentro del partido de Estado, no interpartidariamente y era organizada y conducida desde la cúspide y no en la pluralidad. Ésta existía, pero solo hacia el interior del partido hegemónico. Para taparle el ojo al macho, el partido creó sus propias oposiciones que, para que nos entendamos, hacían las veces de lo que hoy hacen el Verde y el PT —y a punto de hacerlo sistematizadamente el PRI— para con Morena: guajes para nadar, sombras de round, espejos parlamentarios, tramoya. Caso diverso fue el del PAN, baste para los efectos de este ejercicio señalar que, siendo una verdadera oposición, sus alcances fueron testimoniales y más legitimadores que efectivamente opositores; no por connivencia, sino por impotencia dentro de un régimen de partido hegemónico.
El otro problema era técnico: en el sistema de representación política de Mayoría Relativa, el que gana, se llevaba todo. En tratándose de una elección unipersonal es entendible, pero en una elección de un cuerpo colegiado, como lo son las de al Congreso, los partidos que pierden, pierden en favor del ganador todos sus votos, y éste, ganando, por ejemplo, con un 40% de los sufragios, obtiene el 100% de los escaños. Es decir, el 60% de los votos de las oposiciones sumadas se pierde en favor del que ganó con solo 40% de los votos. A ello se le conoce como sobrerrepresentación, de suerte que el PRI con el 40% de votos se llevaba el 100% de las curules y las oposiciones, con el 60% de votos, obtenían 0% de ellas. En realidad, los márgenes propios de un sistema hegemónico son de 99.9% de votos, como en Cuba, Nicaragua, Venezuela y, muy pronto, y otra vez, ¡si lo permitimos! México. Claro con un 15 o 17% de participación en las urnas. Pero no nos perdamos en otros temas.
Ambos problemas empezaban a hacer agua y, escribía Díaz Ordaz en la Exposición de Motivos de la reforma constitucional a finales de 1962: “Para consolidar la estabilidad política orgánica de que México disfruta, será un factor importante la mejor canalización, por los cauces legales, de las fuerzas cívicas, en particular de las minorías y, muy principalmente, las que, estando agrupadas en Partidos Políticos Nacionales, actúan orgánicamente y no en forma dispersa, cuando no anárquica”. El párrafo no tiene desperdicio, les era necesario asegurar la estabilidad política, pero la orgánica, no la que deviene de una ciudadanía pujante y participativa. Sí, pero con partidos pigmeos y, hasta cierto punto, “orgánicos” al régimen. Urgía encauzar las “fuerzas cívicas”. Nótese cómo la redacción evita el término ciudadano. Si bien lo cívico deriva de ciudadano y ciudadanía, denota más una categoría de “civilidad”, cívico y civismo, propia del comportamiento, de las maneras, de las cortesías, que del ciudadano en tanto sujeto de derechos políticos. Fuerzas cívicas, además, agrupadas en partidos políticos, no dispersas, menos anárquicas. Imposible no ver a la distancia la explicación no pedida del miedo implícito en el texto.
Continua la Exposición de Motivos: “… ante la urgencia de dar legítimo cauce a la expresión de los Partidos Políticos minoritarios; y después de estudiar minuciosamente los sistemas de representación proporcional, el Ejecutivo de la Unión considera conveniente configurar uno que, asentado con firmeza en la realidad nacional, sea netamente mexicano”. Está párrafo es la clave de nuestra desgracia democrática: urge ceder espacios a los partidos minoritarios y, si bien se estudiaron los diversos sistemas de representación proporcional, el “Ejecutivo” consideró otro sistema: uno “de representación minoritaria”.
Detengámonos aquí porque el quiebre y sus consecuencias fueron estratégicas y marcan hasta hoy el rumbo de nuestra desastrada y extraviada democracia. Los sistemas de representación proporcional son sistemas electorales para dotar de la mayor proporcionalidad política a la representación de la pluralidad humana expresada en la sociedad. La sociedad no es un monolito, es plural, diversa y contradictoria. Dos gotas de agua, decían los griegos, jamás serán iguales. Lo mismo es con los hombres, la igualdad es una calidad humana, no natural: somos los hombres quienes igualamos a los naturalmente desiguales, diversos y plurales, en una sociedad políticamente organizada en la igualdad, así sea nominalmente.
Pues bien, esa diversidad natural se expresa en votos y éstos debieran derivar en una representación política que refleje lo más fielmente posible la pluralidad manifiesta. Para el caso de cuerpos colegiados, el sistema de Mayoría Relativa niega y anula dicha pluralidad, otorgando a uno solo la representación que es de muchos. Pluralidad que reside y se expresa en los ciudadanos. Y lo que expresa la Representación Proporcional es la pluralidad de los ciudadanos. Pues bien, el presidente, “ante la urgencia” de dar cauce a la expresión (plural), no volteó a ver a la que está inmersa en la ciudadana, sino a los partidos. No en balde éramos un régimen corporativo: no veíamos trabajadores, sino sindicatos; alumnos, sino magisterio; campesinos, sino organizaciones campesinas; empresarios, sino cámaras empresariales. ¿Por qué diablos habríamos de haber volteado a ver ciudadanos y no partidos? Fue en ese preciso momento que cambiamos al sujeto de primigenio de nuestra democracia, al ciudadano y entronizamos en su lugar a los partidos. Al gobierno no le interesaba pactar con la ciudadanía, sino con las dirigencias partidarias, ávidas de espacios y poder político, fáciles de comprar y presionar. Algo, por cierto, muy cercano a nuestros días.
Y fue así, viendo a los partidos, que el sistema político mexicano valoró y desechó los sistemas de Representación Proporcional —que expresan la composición ciudadana— y en lugar de dar cauce a la pluralidad, configuró un sistema de partidos “asentado con firmeza en la realidad nacional”, eufemismo de partido hegemónico, a través de una “representación minoritaria” de partidos.
Fue con esta reforma que entró a nuestra Constitución el concepto de partido político, pero lo hizo no es su calidad de organización ciudadana a la luz de los derechos políticos ciudadanos, sino de la “representación minoritaria” “orgánica”. No acceden al nivel constitucional abanderando causas ciudadanas, sino como una “representación” legitimadora, minoritaria y parasitaria del partido hegemónico. Papel, repito, que hasta nuestros días marca nuestras concepciones de ciudadano y de partido.
Así, “además de diputados logrados por el sistema de mayoría, cada uno de los Partidos, si no obtuvo un mínimo de triunfos electorales directos, tiene derecho a un número proporcional (¿?) de representantes que llamaremos ‘diputados de partido’”, entiéndase, al menos al así nombrarlo, que el espacio es del partido y no tanto de los ciudadanos. Con un umbral del 2.5% de la votación y un tope de número de diputados, no se tiene empacho a dejar asentado que “para conservar como sólida la base del sistema de mayoría se limitan a veinte los diputados de partido”, no dejando duda su propósito y alcance: no la representación política sino la conservación del sistema de mayoría.
“No será arbitraria la designación de las personas, ni se seguirá el orden que pretenda su partido, sino que serán declarados electos, en orden de preferencia, los candidatos que, no habiendo alcanzado mayoría, hayan logrado el más alto porcentaje de sufragio en relación a los otros candidatos del mismo partido. Además de ser, evidentemente, una norma equitativa, se evitará así la creación de castas privilegiadas”. La iniciativa lleva fecha del 21 de diciembre de 1962 y al son de “no le quitan ni una coma” se aprobó el 26 del mismo mes y año. La reforma legal fue del 28 de diciembre del 63 y las elecciones federales en julio del 64.
A la distancia habría que preguntarse qué hubiese pasado en 1968 si en lugar de apostar por una partidocracia, hubiésemos optado por una democracia fortaleciendo ciudadanía, cinco años antes y si con ello no se hubiese visto obligado Díaz Ordaz, desesperado y tardío, a reducir la edad para adquirir la ciudadanía de 21 a 18 años sin importar estar casado o no (22 diciembre 1969).
Desde entonces nuestro sistema de partidos ve por los partidos y su interrelación simbiótica (orgánica) con el poder. Por eso hoy que los necesitamos y buscamos articulación y cauces nos encontramos con cúpulas que copulan en la cúpula. Nada más.
Seguiré el desempeño de esta tara partidocrática a lo largo de nuestras reformas electorales para poder arribar a un diagnóstico de nuestra democracia hoy y aquí y, sólo así, poder crear conclusiones fuera de la caja.
Cuatro anécdotas, sin embargo, del debate de esta reforma de 1962. En aquel entonces era diputado Don Jesús Reyes Heroles, quien 14 años después (1977), desde la secretaría de Gobernación y después de una elección presidencial con un candidato único (López Portillo 1976), impulsaría la primera gran reforma política modificando el sistema de representación política a mixto de Representación Proporcional con predominante de Mayoría Relativa que hoy, hecho ya un champurrado y puchero, sigue vigente. En aquel entonces Reyes Heroles subió a debatir en contra de la representación proporcional que años después tanto ponderaría y, si bien recordamos de la exposición de motivos de la reforma del 63, se buscaba evitar la creación de castas privilegiadas, en la defensa de ésta en la tribuna Reyes Heroles advirtió: “Recuérdese que los partidos designan candidatos, pero es el pueblo quien elige diputados; que los votos se reclutan con ideas y hombres. Con penuria de ideas y de hombres no hay votos”. ¿Qué diría hoy que las candidaturas se designan por tómbola y viera la composición y desempeño de la mayoría de nuestros diputados y senadores? No, el pueblo se ve obligado a elegir de las miseria y vergüenzas que los partidos llevan como candidatos. Peor aún, ya lo veremos, en la reforma del 86 los partidos escondieron tras la boleta de mayoría relativa las listas de candidatos de representación proporcional que, si el elector las viera, quemaría las casillas. Y no, se equivocaba Don Jesús: incluso con penuria de ideas y hombres hay votos. Hoy más que nunca.
Aseveraba sobre las alianzas partidarias reyes Heroles allá en el 62 algo atingente a nuestros días: “Quienes, con afinidad ideológica entre sí, no pueden unificarse por divergencias tácticas, estratégicas o, lo que es más lamentable, diferencias personalistas o de intereses, son autores de su propia infecundidad política. Podrán formar capillas, pero no partidos. Es incongruente que aspiren a gobernar el país grupos o corrientes que no pueden autogobernarse”.
Finalmente, con relación a la reforma de López Obrador para mandar al diablo a las instituciones, con una claridad propia de profeta afirmaba Don Jesús: “Este no es un paso pequeño. Que reflexionen, serena y severamente, los partidos de oposición si ellos lo habrían dado, de constituir el partido mayoritario y ejercer el poder.
“Nuestros antepasados nos preservaron del vacío ideológico. Si no queremos dilapidar sus triunfos y sacrificios, que nos dieron instituciones y libertades que poseen la perdurabilidad de lo que fue difícil de obtener, tenemos la obligación de preservar a nuestros descendientes del vacío político. Solo así justificaremos a los que nos precedieron y lograremos que nos justifiquen los que nos sucedan”.
¿Podremos?